*El espejismo democrático: Un sistema corrupto
La democracia, en teoría, es un sistema donde el poder emana del pueblo, pero la realidad en muchas naciones revela un cuadro desolador donde la mayoría de los legisladores no son elegidos por la voluntad popular, sino que deben su posición a cúpulas de poder que operan en las sombras.
Este fenómeno no solo cuestiona la esencia de la democracia, sino que la convierte en un mero adorno, una etiqueta que se coloca sobre un sistema que, en su funcionamiento, carece de los principios básicos que deberían regirlo.
Las iniciativas de ley y las decisiones tomadas en ambas cámaras, tanto de senadores como de diputados, obedecen más a intereses personales y partidistas que a un auténtico beneficio del pueblo.
El desdén por el interés público es la norma, no la excepción. Esto es particularmente preocupante, ya que por lo menos clase política viene actuando con esta lógica desde hace muchas décadas, y sin lugar a dudas carece de la legitimidad y el compromiso necesarios para legislar de manera efectiva.
Al final del día, el ciudadano común se siente cada vez más alejado de un proceso que debería servirlo. En un sistema donde muchos legisladores no cuentan con la preparación adecuada ni comprenden los fundamentos de la legislación, es difícil esperar resultados que vayan más allá de la mera retórica política.
La incapacidad para legislar, unida a la presión ejercida por el presidente en turno, genera un entorno donde el verdadero propósito de la representación democrática se diluye.
En este contexto, el desinterés de la ciudadanía por lo que ocurre a su alrededor se convierte en un problema grave. Muchos optan por la resignación, aceptando dádivas disfrazadas de bienestar que ofrece el gobierno, y abandonan la responsabilidad de involucrarse en la política.
Esta actitud de conformismo alimenta la perpetuación de un sistema que no responde a sus necesidades reales. En lugar de exigir transparencia y rendición de cuentas, el pueblo se convierte en presa fácil de la manipulación, asumiendo un papel pasivo en su propio futuro.
Por otro lado, el poder judicial, cuya independencia es fundamental para el funcionamiento de cualquier democracia saludable, también se ve afectado por esta dinámica perversa. Los ministros no siempre son seleccionados por su capacidad o trayectoria, sino más bien por sus relaciones con los poderes ejecutivo y legislativo.
Esta falta de meritocracia en el sistema judicial socava la confianza pública y convierte a las decisiones legales en extensiones de los intereses de quienes ocupan los escaños del poder.
La justicia, en lugar de ser un baluarte de imparcialidad y equidad, se transforma en una herramienta al servicio de quienes detentan el poder, lo cual se va a reforzar con la nueva Reforma Judicial, a la que aplauden en automático y con bríos, infinidad de despistados que ven en ello una oportunidad para colarse en el círculo de los morenos, aunque a la primera de cuentas sólo obtengan, si bien les va, un “muchas gracias por participar”.
El gabinete presidencial presenta un panorama similar. Los miembros son seleccionados más por su cercanía personal al presidente que por su capacidad técnica o experiencia en la gestión pública. Esta lógica de cuotas de poder dentro del partido gobernante perpetúa un ciclo de ineficiencia y corrupción, donde la lealtad personal prima sobre la competencia.
El resultado es un gobierno que, en vez de responder a las necesidades de la población, se convierte en un campo de juego para los intereses individuales de quienes lo componen.
La secuencia es clara y perturbadora: la elección de un ejecutivo que, a su vez, se encuentra profundamente vinculado a su antecesor, perpetúa un sistema donde el cambio real es casi imposible. La teatralidad que rodea las candidaturas es solo eso: un espectáculo que oculta la falta de alternativas verdaderas y una profundización en las viejas prácticas que mantienen el estatus quo.
Si no se garantiza un proceso de selección transparente y basado en el mérito en todas las áreas del poder, el ciclo de corrupción y la desconfianza en las instituciones se volverá un fenómeno crónico.
A esto se suma la creciente división en la sociedad, donde cada grupo jala agua para su propio molino, olvidando que el bienestar colectivo debería ser la prioridad. La polarización hace que la ciudadanía sea más susceptible a ser comprada por el mejor postor, ignorando las consecuencias a largo plazo de sus decisiones.
Esta fragmentación social no solo desdibuja el sentido de comunidad, sino que refuerza el poder de las cúpulas que operan en la oscuridad, quienes saben cómo aprovecharse de esta desunión para mantener el control.
Es fundamental que los ciudadanos reconozcan esta realidad. La apatía y la desilusión no son opciones; el pueblo debe exigir una verdadera rendición de cuentas y mecanismos que permitan la participación efectiva en la política.
La renovación del sistema democrático no se logrará simplemente cambiando caras, sino transformando la estructura que las coloca en el poder. La educación política y la promoción de una ciudadanía activa son esenciales para revertir este ciclo vicioso.
La democracia debe dejar de ser un mero espejismo, un término que se utiliza para justificar la ausencia de verdadera representación y participación. Es responsabilidad de todos, desde los votantes hasta los líderes políticos, trabajar en pro de un sistema donde el poder sea verdaderamente del pueblo y para el pueblo.
La historia nos ha mostrado que el cambio es posible, pero requiere de un esfuerzo colectivo decidido a desafiar las cúpulas de poder y a construir un futuro donde la democracia no sea solo un adorno, sino una realidad palpable y efectiva.
Lo cierto es que seguimos siendo comparsas en una función de circo en donde nosotros somos los payasos y unos cuantos, los dueños del circo.
Hasta la próxima.