Toda relación amorosa es una lucha de poder. De ahí que se hable de que en el amor y en la guerra todo se vale. En la política también se emplean recursos y tácticas similares a las utilizadas en las prácticas amorosas y guerreras, especialmente aquellas destinadas a atraer, distraer, engañar, desgastar, comprometer o entrampar al enemigo. Por ello en el arsenal de un buen soldado del amor no puede faltar la duda como arma de inestabilidad emocional en el campo rival ¿Por qué? Porque una mujer segura de sí misma y del amor que se le tiene está en pleno uso de los recursos que requiere para asumir el control de la relación. La importancia del manejo de la duda, como punto débil o de inflexión, se evidencia en la famosa conseja popular que recomienda a todo hombre prudente no entregar a una mujer ni todo el amor ni todo el dinero, si es que no quiere verse desarmado en campo enemigo.
Encarcelado en su propio silencio, Moraes era la única persona impaciente en aquel mundo de fantasmas de huesa transparente. Parecía un león que rebullía en su jaula buscando la forma de escapar con un objetivo claro: alcanzar a La Estúpida. Para distraerlo le puse en la mano una Biblia, un rosario y hojas de papel, por si acaso que se le antojaba escribir. Durante una semana no abrió el libro ni tocó los pliegos, pero después dio evidencias de rastrear y borronear ciertas palabras. Una madrugada encontré un texto muy breve que seguramente elaboró con los enormes esfuerzos.
-Quiero ir Bicha.
Era un balbuceo obsesivo que repitió a grandes trazos en muchas hojas. Era la misma frase que pronunciaba cada momento y que lo hacía caminar de pared a pared día y noche. Bicha era La Estúpida, el nombre intimo que él le daba. Una mañana afloró otra frase escrita 100 veces en hojas y paredes:
-Voy Dios.
La tristeza y desesperación, a partir de este documento, fueron reduciendo paulatinamente su radio de acción hasta quedar recostado como pajarito en un rincón del cuarto. Ya no volvería a moverse de allí. Era claro que se había despedido.
Una madrugada Moraes no amaneció en casa. En el rincón donde dormía había escritas sólo dos palabras.
-Fui Bicha-
La ventana estaba abierta y la fresca atmósfera de la ciudad -había llovido toda la noche- exhalaba el humor reciente y dulzón del aire removido que deja una partida. Los vecinos nada pudieron decirme. No habían visto salir ni entrar a nadie durante la tarde y la noche anteriores. Lo único extraño que recordaban fue el ruido de alas de un ave enorme, probablemente águila o cóndor. Esta imagen me sugirió a Felipe Morales que, convertido en un ángel, habría tomado vuelo a partir de mi ventana en busca de La Estúpida.
Aunque incrédulo de fantasías religiosas, esa noche soñé a Felipe trepado en el antepecho de mi balcón, poco antes de que desplegara sus enormes alas de arcángel para tomar vuelo hacia la vertiente oeste de Donceles. Una vez que se impulsó hacia arriba, previa persignación y concentración a manera de clavadista olímpico, alcanzó rápidamente gran altura e, igual de potente a los grandes aviones de cuatro motores, iluminó con destellos dorados la región norponiente de Donceles, la Plaza de Santo Domingo y República del Perú, para luego iniciar un ascenso en espiral que de pronto lo hizo aparecer sobre el Zócalo como si se propusiera buscar al lucero de la mañana.
Al día siguiente lo seguí buscando en el forense, en la policía, la Cruz Roja y el Seminario de Tlalpan. Una semana después una señora que lavaba ropa ajena en la vecindad, me hizo un comentario que parecía confirmar mi fantasía. En el mercado de La Lagunilla una marchanta que al parecer se había trastornado pronosticaba el próximo fin del mundo porque decía haber visto volar sobre el Zócalo al Ángel de la Independencia y según ella dicha visión era anuncio de una catástrofe. En la ciudad de México el desastre se daría mediante un terremoto de gradación y duración infinita, el cual provocaría el desplome del cielo como azotea vieja que cae a pedazos para aplastar a la humanidad concupiscente.
-¿Será cierto?- preguntó la comerciante.
-Es probable, doña, porque en una época de guerras donde se usan armas cada vez más mortíferas todo es posible- le dije, mientras tenía en mente el uso de la bomba atómica en dos ciudades de Japón al término de la Segunda Guerra Mundial, en cuyos efectos de destrucción pudo advertirse el poder de transgresión apocalíptica que los hombres pueden arrancar a los secretos de la naturaleza.
La desaparición de Moraes marcó el inicio de una nueva etapa en mi vida. Un periodo en el que sentí que mi visión del mundo se acotaba y que el tiempo se me iba de las manos sin darme oportunidad a hacer nada. Los días sucedían uno tras otro con pasmosa velocidad y en marcha lineal en grupos de siete en siete como soldaditos de plomo en mecánica vuelta alrededor de una plaza de juguete. Mi orgullosa vocación mundana me satisfacía cada vez menos y me sentía atrapado o convicto en una confusa red de amores perdidos de los que me sentía culpable y solitario.
Además empezaba a sentirme incapaz de reaccionar con eficacia ante las ofertas femeniles del nuevo entorno social que crecía en m entorno. Me asumía pasado de moda, envejecido, sin los recursos de galanteo ni las palabras adecuadas para seducirlas. Su pertenencia a una nueva generación me hacía verlas no sólo más bellas y atractivas que las de mi época, sino también más independientes, rebeldes, inteligentes y ajenas a la idiosincrasia moral y filosófica que habían tenido las mujeres que yo conocía, lo cual me inhibía de intentar abordarlas o siquiera hablarles.
Los lugares que más frecuentaba se habían colmado con decenas o centenas de mujeres de este tipo. Un patrón étnico y social en el que resaltaban los rasgos más felices de las 400 razas prehispánicas, las 10 africanas y las 10 ibéricas que se habían mezclado a discreción en los cinco siglos ulteriores de la historia de México. La emergencia de esta pléyade de hermosas muchachas había puesto en entredicho no solo mi obsolescencia física, sino también la procedencia del ministerio profano que durante muchos años había ejercido en esa parte de la ciudad.
Mis esfuerzos de actualización y adaptación se veían frustrados por la forma como las chicas me miraban o se negaban a aceptar mis ofertas de asesoría profesional. Cuando una reacción de rechazo no provocaba sorpresa, molestia o incluso desprecio, derivaba generalmente en una respetuosa negativa que intentaba congraciarse, por vía de la cortesía o la misericordia, con mi lastimosa situación de anciano rabo verde, pieza de museo o momia en proceso de resucitación artificial.
De ninguna de las pocas muchachas que logré llevarme a la cama en ese periodo obtuve la mínima expresión de reconocimiento a mi labor amatoria, la cual siempre realicé con el mayor esmero e imaginación. Su belleza y eficiencia pragmática las capacitaba para pasarse encima diez hombres en una jornada, con ganancias equivalentes al sueldo diario de un gerente de empresa trasnacional o un secretario de despacho federal, pero esa misma visión usuraria de la sexualidad las obligaba a renunciar al goce del mayor placer estético que existe en la vida y a la magnífica oportunidad que se les ofrece de conocer a una persona en la que quizás podrían hallar el verdadero amor.
Muchas de estas jóvenes tenían grandes ahorros en cuentas bancarias, negocios inmobiliarios, viviendas de lujo y perspectivas de ascenso social muy amplias para el futuro, pero su praxis vital presente adolecía de una falla mortal: todo lo que hacían y pensaban era ejecutado maquinalmente con la misma vacuidad con que un robot ejecuta una acción que no siente y de la que desconoce las consecuencias, o con el balbuceo repetido con el que un demente retroactúa la escena en que quedó atrapado en el pasado.
La vida hay que vivirla minuto a minuto con intensidad, pasión y sin pensar en su efimeridad. Hay que disfrutar su materialidad, su carnalidad, sus sabores, olores, colores, sonidos, dolores. Hay que gozarla sin prejuicios ni abusos extremos, explorarla en sus secretos más ocultos y desmitificarla o mitificarla cuando sus misterios se hagan indispensables a nuestras necesidades de engaño y artes de divertimiento. Sus dos mayores instrumentos de comunicación son la sexualidad y la verbalidad, cuyo lenguaje común es el placer y el pensamiento.
Capítulo 26
MANUELA
Fonda de día, burdel de noche, el Finisterre habría de depararme una hermosa sorpresa: Manuela. No sé cuánto tiempo había pasado sin que pudiera acceder a una relación duradera, porque los puntos de referencia temporales se me habían extraviado. Podía haber sido una semana, un mes, un año. Las huelgas ferrocarrilera y médica, el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia, la crisis de los misiles en Cuba y aun el movimiento estudiantil de 1968 parecían demasiado lejanos, aunque en mi entorno inmediato todo parecía igual ¡De tal consistencia imperecedera están hechas las estructuras barrocas, el hambre y la miseria en México, que el país no parece cambiar con el tiempo!
Sabía que la ciudad se había extendido hacia otros rumbos y que en cada una de esas regiones era distinta al viejo ámbito colonial y neoclásico donde yo vivía. Mi versión de México seguía construida con su paisaje de canteras de chiluca, piedras de tezontle, torcazas, hornacinas, nichos y balaustradas manchadas por la lluvia, ventanales con ropa tendida al sol, niños jugando futbol en las calles, colegialas bonitas, pájaros enjaulados, cornisas rotas y pobres, muchos pobres por todos lados, los cuales representan la mayor riqueza ontológica y financiera de nuestra poderosa y mezquina oligarquía.
Manuela empezó por ser una jovencita de hermosa nariz recta y larga, y de una alegría loca e inhóspita que la hacía evasiva a los requerimientos amorosos. Por unas semanas desempeñó el papel de la imprescindible mujer que en la vida de muchos hombres sólo juega a hacerse amar por distracción o egolatría sin entregarse o darse por completo, para finalmente desvanecerse como un sueño frustrante. Sin embargo, yo tuve la paciencia necesaria para dejarla jugar hasta que se cansara y una vez que la rendí por esta vía, la atrapé con tal fuerza que en poco tiempo pude dar con su verdadera identidad.
Pero esto ocurrió después de un largo proceso de transformación mediante el cual Manuela se fue convirtiendo paulatinamente en una mujer distinta en edad, rasgos físicos y sicológicos, hasta de pronto descubrirse como La Estúpida ¡Sí, la pequeña y juvenil Manuela era La Estúpida, la perversa mujer que años atrás había amado y que ahora, en el ejercicio de sus vastos poderes mágicos, había pasado primero de la más alta fama pública como vedete y puta cara a la miseria pedestre de una puta vieja retrotraída al fresco disfraz de una quinceañera!
Primero fue, como ya dije, una muchacha morena de bella nariz europea, quizás griega o egipcia; luego una treintona de grandes ojos árabes y la piel artificialmente tostada en una playa; más tarde se convirtió en una alta y tórrida hembra de 35 años y, finalmente, en una cuarentona un tanto regordeta, labios sensuales y persuasivos y hermosa piel mulata. Ya revelada como La Estúpida, era tan habladora como ese tipo de mujeres que empiezan a suplir la falta de una vida emocional intensa con aspersiones espirituales que lo mismo conducen a los equívocos senderos de la filosofía esotérica que a la cerril religiosidad de la beatas y a la libérrima multifuncionalidad de las mujeres que creen en la magia.
Había derivado, en rigor, al estatus mental y moral de una mujercita aterrada por la proximidad del fin del mundo, por los pecados de la humanidad y por la supuesta cercanía de la vuelta del cometa Halley. La baja intensidad de su aura, de la mía o la de cualquier persona que encontraba, le provocaban tal alarma que la distraían por el resto de toda una jornada. Para acallar sus cabronas neurastenias y sus discursos catastrofistas a veces no tenía más remedio que ponerme a cortejarla, recordarle sus mejores tiempos de bella mujer fatal y meterle la verga por todos lados. Pero ni así lograba apaciguarla, porque apenas terminaba mi desborde seminal, empezaba nuevamente a soltar la lengua para hablar del juicio final, temblores, bombas atómicas, ovnis extraterrestres y animales fantásticos de misión escatológica.
Mi cuarto de Donceles se convirtió en un lugar de comunión vecinal para mucha gente que venía en busca de una limpia, de la lectura de su destino por medio de las cartas, el café turco y las manos; o de que La Estúpida les brindara una plática sobre religi6n, filosofía oriental, platillos voladores, la Biblia antigua y los fenómenos parapsicol6gicos. Justamente en donde estuvo la última morada de Morales, sin saberlo ella, instaló un especie de altar en el cual colocó santos cristianos, lamas, budas, ídolos aztecas y mayas, piedras negras, veladoras multicolores, flores, granos y yerbas olorosas.
Adquirió ella misma la imagen de un fetiche o un espantapájaros con las innumerables piezas de bisutería esóterica -talismanes, amuletos, escapularios, collares, medallas, anillos y pulseras- que se echaba sobre el cuerpo. Por las noches hablaba incansablemente con todos sus ídolos e imágenes y decía sostener aguerridas batallas contra el diablo y otros espíritus malos. En su oráculo figuraban Quetzalcóatl, Tlaloc, Francisco de Asís, La Malinche, la Virgen de Guadalupe, Juan Diego y hasta Sor Juana Inés de la Cruz.
El éxito le atrajo dinero, fama y prestigio. Estas provisiones pragmáticas en breve tiempo la llevaron a una nueva metamorfosis y a otra praxis social: la usura. Aunque practicante desinteresada del bien y luchadora incansable contra el mal, La Estúpida jamás perdió su instinto de acopio y toda moneda o pago en especie era vertido al caudal de bienes financieros que utilizaría en préstamos con réditos mensuales del 5 al 10% a los comerciantes de las calles cercanas al Zócalo, la Plaza de Santo Domingo, el Carmen y la Corregidora.
Los oficios rituales y los hábitos comerciales de la Hermana Malitzin, como se hacía llamar por sus pacientes y clientes, me hicieron volver a las funciones de un secretario, corifeo o mayordomo de la gran maga, en tanto nuestro apartamento –hubo que alquilar una pieza adicional vecina- se colmaba cotidianamente con la visita permanente de decenas de personas que arrastraban al bello palacete de Donceles toda suerte de chismes, historias, mitos y noticias provenientes del medio centenar de los pueblos circundantes del Valle de México.
Las obras de curandería de La Estúpida incluían desde limpias con ramas de pirul y supuestas operaciones quirúrgicas con vidrios de botella a mano limpia, hasta la práctica de agotadores exorcismos con abundantes aspersiones de alcohol del 96 y aguardiente de caña curado con peyote o mariguana. Tampoco prescindía de inducciones sicológicas con base en dictámenes y pronósticos, como fue el caso de Corchito Ramos, un ebrio consuetudinario de Donceles, a quien ordenó que dejara de beber y comer a fin de alcanzar el beneficio de la muerte para no seguir dando lástima en las calles, hecho que finalmente ocurrió en menos de una semana cuando el borrachito apareció frío en los portales de Santo Domingo.
El poder de sugestión y persuasión de La Estúpida era tal que hasta yo me contagié y en una ocasión hice un milagro con Malenita, una vieja institutriz virgen que había servido -y de ello se enorgullecía- a varias de las familias posrevolucionarias de la colonia Roma. Mi obra de curación consistió en romperle el duro cuero de su himen en una terapia que la Hermana Malitzin no pudo hacerle porque estaba ausente. La limpia que ésta debió hacerle con paloma yo se la hice con caricias, besos y vergazos. A partir de entonces Malenita me recibió en un departamento bien acondicionado que tenía en Isabela Católica a la altura de la colonia Portales.
La fama alcanzada por La Estúpida atrajo gente de otras regiones de la República y los reclamos de curación no excluían los casos más difíciles e irremediables, incluidos los de carácter social, porque además de ciegos de nacimiento que querían ver lo que oían y sordos que querían escuchar lo que veían, llegaban muchachitas que buscaban trabajo en cualquier cosa, oficinistas con demandas de salarios altos o jubilación precoz y rápida, albañiles que deseaban morir de una cruda en San Lunes y plomeros que en espera de empleo en el atrio de Catedral soñaban con que el luminoso cielo de la ciudad de México, que desde entonces empezada a volverse gris y pestilente, se agrietara y cayera para llevar a sus casas un pedazo de ese “rubio pan de hojaldre” que pocas veces habían probado.
Capítulo 27
¿Cómo se hace satisface sexualmente a una mujer? La mejor forma, aunque no la única, es provocándole el mayor número posible de orgasmos en cada coito: cinco, diez, quince, veinte, cincuenta o más. Una hembra normal sólo llega a sentirse satisfecha cuando puede contar sus orgasmos con un rosario. La capacidad de gozo sexual de la mayoría de las mujeres de cualquier raza es inconmensurable, porque todas nacen con una reserva potencial superior a los 100 mil orgasmos. Este cálculo se hace a partir de una producción promedio de 10 a 20 orgasmos por coito durante 30 años de 300 días. Pero debo aclarar que un hombre solo puede llevar a su pareja a este paraíso terrenal con la aplicación de un método de autocontrol: reteniendo el mayor tiempo posible sus orgasmos, a fin de que su compañera extienda al infinito los suyos y no halle límite a sus capacidades de gozo. La retención se logra mediante concentración mental y dosificación de movimientos. Cada vez que uno está a punto de eyacular, hay que frenar estos, concentrarse en la inmovilidad e inducir a nuestra hembra a que siga buscando sus orgasmos con movimientos más suaves o, incluso, que los coseche con sólo pensarlos y desearlos. Así, bogando a ritmo lento, reposando a ratos, degustando las quejas de placer de nuestra compañera de muerte pequeña, pueden pasar diez, veinte o treinta minutos, hasta una hora o más, sin que advirtamos que en realidad estamos reinventando el golpe de fuego que dio origen al Universo. Un hombre que sabe controlar sus eyaculaciones tiene en sus manos la posibilidad de dominar el cuerpo, el alma y aun el amor de muchas de las mujeres que cruzan en su camino. Los que desconocen este arte o carecen de la voluntad y la capacidad para aplicarlo son responsables, en buena medida, de la existencia de muchas mujeres que pululan en el mundo solitarias o que, mal acompañadas, deben conformarse con la mezquina dotación de orgasmitos semanales o mensuales con el marido o con algún amante de cualquier otro sexo.
EL REGRESO DE EL CALIFA
Un mediodía intensamente luminoso, de esos que calan hasta el tuétano de las piedras y descubren el Valle de México sobre una meseta alta y clara, rodeada de volcanes y montañas nevadas, azules y verdes, llegó al palacio de Donceles un joven flaquísimo con gorra vasca, zapatos de goma, pantalones de mezclilla muy ajustados y una dolorosa expresión de hambre y de soledad en la cara, en la que además resaltaba una rampante cicatriz en la mejilla derecha. Moreno, de mirada concentrada y movimientos ágiles, subió la escalera del patio a grandes zancadas y con displicente familiaridad hasta llegar a nuestro piso.
En la puerta preguntó si estaba la «yerbera» y sin esperar respuesta se metió al cuarto en busca de La Estúpida. Ésta hacía en aquel momento una limpia y al descubrirlo lo miró con enojo, pero no le dijo nada, tolerando su presencia. El muchacho la veía con actitud de reto y exigencia.
-Siéntate-le ordenó con el tono autoritario con que se habría dirigido a un hijo.
Gordezuela -mucha de la vulgaridad física adquirida por la usura la había anchado- La Estúpida parecía frente al joven una madre de la clase comercial cuyo egoísmo y aplicación exclusiva a los negocios de la carne y el dinero la habían enajenado de su hijo. El muchacho se sentó sobre el borde de la cama con la humildad hipócrita de un alcohólico compungido. Cuando La Estúpida terminó su trabajo y el paciente se alejó con la cabeza cubierta con un paliacate, se acercó a su nuevo visitante con enfado y altanería.
-¿Qué quieres?
El joven la miró triste y temeroso, pero nada dijo.
-¿Dinero? Si quieres dinero, no tengo. Estoy arruinada, ya yes como vivo en este pinche cuarto.
Cabizbajo, silencioso, el muchacho se miró las manos y se puso de pie dispuesto a irse, una vez que hubo comprobado que no había conmoverla con su imagen de miseria y tristeza. En él no había ningún movimiento ni gesto que revelara fuerza y carácter. Ella lo observaba de perfil, como una madre que regaña al hijo que no ama y la desespera. El muchacho inició su salida del cuarto con la cabeza gacha y la gorra en una mano, pero cuando estaba a punto de alcanzar la puerta lo detuvo con un enérgico «espera».
La Estúpida se acercó a él y de su mandil sacó un billete enrollado. Lo tomó tímidamente y se echó a correr escaleras abajo movido por un impulso mecánico que no reflejó alegría. La Hermana Malitzin lo miró alejarse mientras tenía ambas manos metidas en las bolsas de su delantal. En su boca había una menuda sonrisa de satisfacción y en sus mejillas calor, desahogo, sudor.
-¿Sabes quién es?- me preguntó.
-Un hijo tuyo.
-¡No que va! Yo no iba a echar más hijos de puta al mundo.
Se quedó pensativa, silenciosa, moviendo su cintura en un baile apenas perceptible movido con música imaginaria, lenta, suave y con la ritmia del mar en calma o el vuelo de la Tierra. Sintió que me debía una respuesta más amplia. Volteó hacia mí y, aun risueña, dijo.
-¿Te acuerdas del torerillo aquél con quien te conté que anduve?
-¿El Califa?
-Es él. Se dejó matar por un toro- respondió, ahora un tanto ensombrecida, afectando la naturalidad y la lógica particular de su respuesta, mientras a lo lejos, en lontananza, advertía la feliz emergencia de las hermosas cúpulas eclesiales del centro de México flotando sobre un mar de azoteas y minaretes. La fuerte luz del Sol, aferrada a la Tierra como la garra de un jaguar, hacía destellar las luces claroscuras de la vieja arquitectura barroca, la herrería y la pedrería en sangre seca del tezontle. Por el rumbo de San Lázaro rompían el cielo cohetes y bengalas y el mundo parecía una provincia hecha a la medida de nuestro ánimo.
- Se dejó matar el pendejo. Se suicidó y las almas de quienes atentan contra su propia vida están condenadas a penar. Desde hace años me ronda con la misma imagen de borrachín enamorado y huérfano que tenía en vida. Al principio le mandé decir sus misas e intenté comunicarme con él a través de los espiritistas. Se aplacó un poco por algunos años, pero luego me siguió visitando hasta que me acostumbré a verlo en cualquier lado. La mejor manera que he encontrado para correrlo es dándole dinero, porque dicen que los muertos pierden todas sus aficiones menos la que tuvieron en vida por el dinero y el alcohol. Así se va luego con la creencia que podrá tomarse unos tragos, dejándome tranquila por un tiempo. Viene a verme unas dos o tres veces al año. En el verano, entre junio y agosto, es cuando más se me aparece, quizás porque los días son más largos y luminosos y las noches demasiado cortas.
- Era un buen muchacho- añadió suspirando nostálgica- quizás el hombre más bueno y espiritualmente más sano que he tenido. Pero cuando lo agarré ya estaba muy lastimado por la vida. Y para ser un buen amante o un buen torero, hay que ser fuerte de cuerpo y de espíritu, estar íntegro, saber que uno no puede amar ni arriesgarse a la muerte sin un par de piernas ágiles y un corazón frío.
La Estúpida dejó de hablar de golpe y, como para distraerme de lo que había dicho, señaló hacia el rumbo de La Merced una placita pueblerina de paredes retorcidas, pintadas de morado, bermejo y azul marino, con esos trazos fuertes y chillones con que se untan las calles de los barrios pobres de la capital y de los pueblos de provincia. Bajamos de la azotea, adonde habíamos subido después de despedir a El Califa, con las manos entrelazadas a iniciativa de ella. La sentía tierna, húmeda, amorosa. Fue esa una de las pocas veces que accedí a su calor más íntimo y llegué a pensar que era una mujer como cualquiera de las otras que había amado. Ya en el cuarto, hizo retirar a sus pacientes pretextando que debía realizar una sesión espírita urgente. Se desvistió impúdicamente como en sus mejores tiempos.
-¿Te acuerdas cuando fui vedete?- dijo sonriendo con gracia e ingenuidad.
Su pecho y su cintura regordetes saltaron en cueros y grasas, pero sus piernas conservaban la flexibilidad y la fuerza gatuna que siempre tuvo para hacer el amor.
-Ven, hijo, hazme como antes.