Por José Santos Navarro
Ahí estaban todos: los caciques de la literatura, los líderes sindicales de la poesía en movimiento, las mariposas amarillas, los hechiceros de la magia escrita, los iletrados, los amantes de las faltas de ortografía, los empresarios del atolito con el dedo; y, al final los poderosos: los políticos. -Para tomarse la foto.
De su niñez en Aracataca, Colombia, Gabriel García Márquez, el de la sonrisa de media luna, de ojos vivos, fijos donde siempre deben de estar: en donde nace la frase, la imagen, la palabra, la idea, la magia.
Estaba como a él le gustaba: entre amigos (lectores y admiradores), para acompañarlo en esta nueva novela que empieza a escribirse en el Palacio de las Bellas Artes, en México.
No faltó la gente del pueblo, los vacacionistas quienes llegaron con las flores amarillas y los libros, los clásicos de Gabo; una coma, un punto y aparte. Comillas, signos de interrogación y admiración, todos llevaban un algo para empezar la nueva historia de Macondo. El final ya todos lo tenían: era el mismo. El adiós a Gabo.
Enfrente de Bellas Artes las librerías El Sótano, Porrua, Bellas Artes y otras agotaron sus existencias de los libros de García Márquez. Ahí estaba la gente, para la que Gabo hizo mundos nuevos con naciones democráticas y pueblos libres. Nadie como él, tuvo esa mirada profunda, esa magia para asociarse con las palabras e inventar frases perfectas para alimentar el humanismo, para desestabilizar dictaduras, aún la más perfecta, aún las más disfrazadas.
Su magia atrajo –al Palacio de las Bellas Artes- incluso a quienes no lo leyeron, pero sabían de su existencia, de su grandeza. Familias enteras, en su gran mayoría jóvenes. Ahora Gabo sabe que sus historias fueron semillas para sembrar juventudes inquietas, y como él, observadoras y actuantes.
Un cielo limpio lleno de letras azules contrastaba con la blancura del mármol de Carrara del Palacio de Bellas Artes, convertido ahora en mausoleo. Un viento fresco comenzó a soplar al filo de las 13:00 horas. El reloj de la torre Latinoamericana estaba descompuesto, muerto a las 7:20 horas de quien sabe qué día, de quien sabe qué noche.
La gente seguía llegando junto con los rayos del sol. Algunos decían, aseguraban que eran Los funerales de papá grande; otras, apuntaban que sólo era una reunión de amigos, que no había conmoción, sino un día de fiesta.
Llegaron las cenizas de Gabo -poco antes de las cuatro de la tarde-. Su arribo a Bellas Artes fue la voz para que iniciara la fiesta en el mundo de las letras. La ciudad de México se convirtió en Macondo con sus flores amarillas.