Mediante un mecanismo químico de oxidación, las aflatoxinas se activan en el hígado y se convierten en cancerígenos activos que se acumulan por años en el ADN.
Se calcula que la mayoría de las que consumimos se desechan de forma natural, pero un 17 por ciento se pegan al ADN y se acumulan por el consumo cotidiano de alimentos contaminados, y el riesgo de padecer enfermedades después de los 40 ó 50 años, aumenta.
México ocupa el primer lugar de América Latina en enfermedades del hígado (OPS, 2002), y también el primer sitio en la ingesta de maíz, dos parámetros que se unen en torno a las aflatoxinas.
Estas últimas son invisibles, sin sabor ni olor, aunque son fluorescentes y pueden detectarse a simple vista al someterlas a rayos ultravioleta (UV). No están vivas, son compuestos químicos tóxicos producidos por los hongos que habitan una gama amplia de alimentos.
Son resistentes a temperaturas de 260 a 320 grados Celsius, así que no se eliminan por cocimiento, fermentación, ultrapasteurización, ni nixtamalización con cal. Además, actúan en trazas, son insolubles en agua, solubles en solventes orgánicos como el alcohol, abortivas, cancerígenas y causan malformaciones en fetos.
También, provocan mutaciones (denominadas “puntuales”) en un punto del ADN, y hacen que los proto-oncogenes se activen como oncogenes. Carvajal encontró estas sustancias en diferentes tumores de cáncer (hígado, colorrectal, pulmón y páncreas), así como en orina de enfermos con cirrosis viral, hepatitis B y C.