Por Música en México

El mito o una de sus versiones inicia en la risueña Tlacotalpan, a orillas del río Papaloapan. Una modesta casa ostenta una orgullosa inscripción: aquí nació Agustín Lara.

El mito o una de sus versiones inicia en la risueña Tlacotalpan, a orillas del río Papaloapan. Una modesta casa ostenta una orgullosa inscripción: aquí nació Agustín Lara en el año 1900. otra versión que evidentemente no aprecia las licencias poéticas, fija el advenimiento de Lara en la Ciudad de México el año 1897, apoyándose en la existencia de una prosaica acta de nacimiento. Huyamos de la frialdad de los datos escuetos; nada cuesta imaginar el simbólico nacimiento del músico-poeta “con la luna de plata, en medio de las vibraciones de Cocuyos y bajó un diluvio de estrellas”.

Los padres del futuro compositor fueron el médico y farmacéutico don Joaquín Lara y doña Margarita Aguirre Del Pino. A los seis años de edad, Agustín se encontraba en casa de su tía Refugio, directora del Hospicio de niños de Coyoacán.

Fue ahí donde hizo sus primeras circulaciones negativas en el terreno de la música. Según algunos de sus biógrafos, el futuro músico-poeta se opuso sistemáticamente a aprender notas o solfeo. Así, a pesar de la insistencia de la tía Refugio en pagarle maestros de música, estos pronto renunciaron a enseñarle los secretos de la técnica musical.

Otra versión biográfica otorga a Ricardo Castro el privilegio de observar al joven prodigio y exclamar: “¡Este chico no debe aprender a tocar el piano, por razón de qué ella sabe tocar!o.”

Lara creció como un chico de clase media. Asistió a la secundaria en el Liceo Fournier y continuó tocando el piano de oído en sus ratos de ocio. Pronto la fortuna le depararía la ocasión de practicar sus dotes infusas. La extraña desaparición del padre por “motivos políticos”, colocó al joven Lara en situación de ser el salvador económico de la familia.

Un fantasioso empleo nocturno en una oficina de telégrafos fue la pantalla que ocultó su verdadera ocupación: pianista de una de las más conocidas casas de citas entonces. La autoritaria reaparición del padre, además de terminar con su prometedor empleo, forzó a Lara a emprender unos efímeros estudios en el Colegio Militar.

Imposible seguir las huellas de Lara en el periodo siguiente a ese fracaso escolar. Algunos biógrafos dicen que se incorporan las huestes villistas en calidad de soldado raso, otros exégetas lo sitúan como pianista de algunos prostíbulos como el Cinco negro, el Héroes o La casa de Margarita.

De esa época heroica, sólo quedó a Lara una cicatriz en la cara cuyo origen pasó aumentar la inextricable mitología del compositor. Ya fuera riña, accidente o desahogo pasional de una mujer celosa, parece ser que el trauma psíquico ocasionado por la cicatriz lo hizo refugiarse en una casa de citas de la ciudad de Puebla. Allí permaneció durante dos años, cultivando ese lirismo improvisatorio que pronto lo haría famoso.

La inspiración de Lara fue madurando en las carpas, en los cabaretuchos de Santa María la Redonda y Bucareli; y aunque mucho se ha hablado de las numerosas canciones que compuso en aquella época, toda esa producción permaneció inédita. La primera canción registrada por Lara en la Sociedad de Autores y Compositores fue La prisionera del año 1926.

A fines de los años veinte, Lara arribó a la vida pública como compositor de canciones. El ambiente musical de esos años era sumamente interesante. Las más variadas tendencias y estilos que existían.

El mercado era muy abierto y no tan selectivo y rígido como cuando llegó a ser controlado por la radio. Las pianolas lanzaban al viento romanzas y valses añejos como Ojos de juventud de Arturo Tolentino. Las orquestillas metálicas desgranaban los nuevos ritmos de moda: el Fox-trot, el one-step y el tango en sus versiones originales o pasados por agua.

La Conesa, Celia Montalván y Raquel Mayendía aún triunfaban en los teatros del género chico, en tanto que la vieja sensibilidad mexicana representada dignamente por “Tata Nacho”, Esparza Oteo, Lerdo de Tejada y Lorenzo Barcelata, conservaba las plazas más cotizadas.

La invasión yucateca aportaba también nuevos géneros e ideas con bambucos, claves y boleros al estilo trovadoresco. Mientras Guty Cárdenas se adaptaba al ambiente componiendo corridos subrepticiamente y ganando el segundo lugar nacional en el teatro lírico con su canción Nunca, María Greever seguía imponiendo su romanticismo a una multitud de seguidores y Jorge del Moral era el joven talento naciente.

Faltaba, sin embargo, el estilo citadino, algo que pudiera competir con los nuevos ritmos importados que hacían furor en la clase media; la canción que al mismo tiempo colmar las apetencias románticas de ambiciones cosmopolitas de los jóvenes.

Todo contribuía a forjar el escenario ideal para la aparición y el estilo de la sensibilidad lariana. Pronto, una fina percepción que todo asimilada, más un romanticismo de nuevo cuño, lo convirtieron en el portavoz ideal de toda una generación. El rápido éxito de su bolero Imposible de 1927 en el Teatro Politeama, lo colocó en el camino de la fama.

Lara representaba la modernidad para esa nueva clase media citadina que había abandonado sus valores provincianos que terminaban y originaban su clase social. Al adoptar los nuevos estilos norteamericanos que invadían el país, Lara mostraba un oportuno sentido del mercado cancionero, pero también una rica capacidad para hacer algo propio y original.

De esa forma, Lara cumplió la función de familiarizar y traducir las influencias extranjeras.Un fox-trot que habla de “bendecir el minuto de amor en que Dios puso un beso de luz” jamás podrá ser norteamericano.

De la misma manera, un tango que elude la violencia del diálogo porteño para hablar de “la luna haciendo gestos sobre los tejados” o “de aquella mañana que te dije, te quiero, bajo un limonero”, sólo puede ser mexicano.

No sólo las canciones de Agustín Lara, sino buena parte de la producción de sus contemporáneos, cumplieron con ese papel de catalizadores o mediatizadores del impacto de la arrolladora influencia norteamericana.

No obstante, el estilo lariano dejaba un margen de irreductible originalidad. En el año 1930, una compañía fílmica realizó el concurso promocional “Ann Harding” para compositores de canciones. Naturalmente, la obligada inspiración era la rubia dama de la pantalla. Los muchachos premiados, Jorge del Moral, Carlos Espinosa de los Monteros y Agustín Lara, respondieron con sendos valses sentimentales que rendían pleitesía a la belleza de la actriz norteamericana. De esa manera, las jóvenes de clase media podrían identificarse románticamente, a través de estos compositores, y en sus propios términos, con la nueva diosa del cine.

Lara, el menos adocenado de los tres autores, huyó del estrecho molde propuesto. Respondió al reto con una letra que habla de una cortesana que era también “princesa de miel”, “muñeca de luz” y “magnolia de suave matiz”, de esta manera impuso su peculiar romanticismo.

Fuente: Moreno Rivas, Yolanda. Historia de la música popular mexicana, Alianza Editorial Mexicana, 1979.

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