*No basta con gobiernos democráticos

La democracia mexicana se volvió objeto de estudio hasta que logró consumarse la nada simple premisa de la certidumbre sobre las reglas e incertidumbre sobre los resultados.

Fueron muchísimos años los que nos tardamos en arribar a ese prerrequisito de la democracia electoral. De hecho, fueron tantos, que inevitablemente la evolución de la vida política del país siguió rutas distintas de las que emprendieron otras democracias emergentes, ya no digamos las tradicionales europeas.

Aquí, sin caídas de regímenes militares, sin pactos refundacionales y sin colapsos estructurales, se configuró un camino específico de evolución democrática, cuyas características, alcances y limitaciones todavía necesitamos comprender.

Nuestro proceso ha estado íntimamente ligado a la construcción de instituciones sólidas y robustas, pero también, hay que decirlo, a la emergencia de una sociedad civil vigorosa y a la edificación de un sistema de partidos competitivo.

Esas especificidades del modelo mexicano hacen que, ahora sí, el caso mexicano sea uno de los más fascinantes casos de estudio para la teoría democrática y para otros debates académicos relevantes de las políticas públicas y el derecho.

Por eso no me sorprende que el seminario que iniciamos haya sembrado tanta expectativa, pues busca discernir cuál es el estado actual de la democracia desde una óptica particular: la de los impactos de las reformas electorales pasadas, tanto en la calidad de los procesos locales como en la ciudadanía.

Magistrados Electorales, Consejeros Electorales, el Fiscal Especializado para la Atención de Delitos Electorales, académicos internacionales, profesores – investigadores del Colegio de México, investigadores de otras entidades académicas y especialistas en la materia, discutiremos siete ejes temáticos que enmarcan el debate actual sobre la democracia en el país.

Así, por ejemplo, se busca definir la fase actual de la democracia en el país. El reto no es menor, si se considera que la especificidad del caso mexicano entra en tensión con las fases y categorías usualmente aceptadas en la literatura de las transiciones.

Por eso resulta trascendente la discusión en torno a la gobernabilidad y la reforma del Estado.

No basta ya con gobiernos democráticos. Ahora se requiere, también, que los gobiernos sean eficaces y ofrezcan remedios a lo que la sociedad demanda.

Pero si hemos de analizar el punto del avance democrático en el que estamos, una escala obligada es la que efectuará la tercera mesa, al revisar el modelo de comunicación política que generó la reforma electoral de 2007 y 2008.

Las elecciones locales de estos años han mostrado ya, en forma clara, el grado en que este nuevo esquema logró erradicar los excesos del pasado. Evidenciaron, también, que las mejores normas deben ir precisándose y concretándose a través de regulaciones y criterios.

Para muchos, la verdadera amenaza a la política no está en sus reglas e instituciones electorales, sino en la posibilidad de que sea asediada por el crimen organizado. La difícil situación que vive el país hace ineludible el tema.

Para poder establecer un sistema métrico que nos indique con precisión en qué fase del avance democrático estamos, es necesario que conozcamos el tamaño de la afrenta que la delincuencia pudiera hacer a las estructuras fundamentales.

No sólo las instituciones y la sociedad se han transformado. Los partidos políticos lo han hecho en formas que todavía son difíciles de asimilar en forma cabal.

Lo cierto es que, aparejadas a la generación de condiciones competitivas en el país y al surgimiento de una geografía electoral multicolor, aparecieron novedosas estrategias políticas y partidistas que ahora forman parte de la lucha por el poder político.

Sin duda la transformación que ha vivido nuestro país en las últimas décadas no se puede comprender a cabalidad si se revisa únicamente el pautaje del cambio de la democracia electoral.

La transformación ha venido acompañada de una revolución en los valores de la sociedad. La cultura de la legalidad se ha abierto camino entre la ciudadanía en un modo que, a veces, parece irreversible.

Si queremos proteger el cambio democrático que ha vivido el país en estas décadas, tenemos que ser capaces de discutir y comprender la magnitud del cambio, pero también de dar estabilidad al proceso a través de instituciones robustas.

La mejor manera de proteger la democracia es a través de sus instituciones. Pero la manera más eficaz de defender a las instituciones jurisdiccionales es, precisamente, defendiendo nuestras prerrogativas ciudadanas.

En la medida en que cada uno de los ciudadanos esté dispuesto a ejercer sus derechos y a defenderlos a cabalidad cuando sean violentados, el cambio democrático – ahora sí – se habrá afianzado.