*Una cultura que ha sobrevivido a dos cataclismos imperialistas

La civilización mesoamericana no desapareció con el arribo de los conquistadores europeos a América en 1492. Su derrota frente a aquellos fue determinada menos por el uso de rudimentos tecnológicos como las armas de hierro y fuego –los pueblos originales apenas habían llegado a la incipiente fundición del oro y el cobre; obviamente desconocían la pólvora, el arado y el uso de la rueda como mecanismo de tracción y transporte- que por la ausencia de gobiernos unificados en torno a un estado regional único de concepción oligárquica.

La presencia española derivó en una larga interferencia social, económica y política que ha vertido en la integración de una cultura mestiza en la que es posible identificar numerosos rasgos físicos, ideológicos y estéticos de la milenaria Mesoamérica. Esta supervivencia no se halla únicamente en los abundantes restos arqueológicos que dejó aquella, sino en las expresiones culturales que definen la identidad específica de su población actual con respecto a los habitantes de otras regiones del planeta.

La cultura mesoamericana sigue parcialmente viva en los usos, costumbres, cosmovisión y habla de las más de 70 etnias indígenas que han logrado supervivir al colonialismo español de los siglos XVI, XVII y XVIII y al imperialismo estadunidense (XIX-XX-XXI) y también, por supuesto, en un alto porcentaje de la población mestiza de los países que fueron asiento de esa gran cultura. Está presente en sus prácticas agrícolas y artesanales, en su gastronomía, en sus vestuarios, en sus fiestas, en su habla española y aun en rituales religiosos donde se halla oculta bajo el ropaje cristiano católico.

Es falso que Mesoamérica repose “para siempre en el gran cementerio de las civilizaciones desaparecidas”, como creía el poeta Octavio Paz (Itinerario, FCE, México 1998), ya que muchos de sus elementos aún ofician en los rituales mágicos y religiosos que sacerdotes indígenas o mestizos realizan cotidianamente en Belice, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, México y Nicaragua para pedir lluvias retrasadas, espantar granizos y tormentas, curar dolores corporales, males de ojo, envidias, aires pestíferos o eventuales pérdidas de espíritu por espanto.

Mesoamérica está viva en decenas de dioses prehispánicos que después de la brutal iconoclastia de los conquistadores se ocultaron –por obra de supervivencia propia y también por el cálculo teológico-político de los misioneros españoles-- en los cuerpos de madera estofada, caña de maíz, marfil o yeso de los crucificados, santos, vírgenes, ángeles o arcángeles cristianos, donde desde el siglo XVI preservan la simpatía identitaria de un antiguo sitial indígena con la investidura de una santidad cristiana católico-romana.

Está presencia sincrética no es una expresión aislada, anecdótica u ocasional en el vasto paisaje ideológico de la Mesoamérica actual. Sin exagerar puede afirmarse que un número importante de los principales santuarios católicos ocultan bajo la investiduras de Cristo, San Tiago, San Marcos, San Isidro, San Juan Bautista y las vírgenes de Guadalupe, Carmen y Remedios la presencia de una antigua entidad prehispánica como Coatlicue, Tonantzin, Huitzilopochtli, Tezcatlipoca, Chaac, Tlalolc y Quetzalcóatl junto con sus advocaciones mayas Itzá  y quiché: Kukulkán y Kukumatz.

Las imágenes mestizas de Guadalupe-Tonatzin en el Tepeyac, el Niñopa-Huitzilochtli-Niño Jesús de Xochimilco, el Cristo-Huitzilopochtli de Chalma, el San Bautista-Tezcatlipoca de Tlalmanalco, el San Gregorio Magno-Tlaloc del volcán Popocatépetl en la Sierra Nevada y del San Juan Bautista-San Isidro- Tlaloc de decenas de pueblos de los valles de México, Puebla y Cuernavaca sólo son algunas muestras de este fenómeno de sincretismo  religioso el cual se extiende a gran parte de la República Mexicana y a varias de las naciones de Centroamérica .

Uno de los investigadores que más ha profundizado en este tema, el etnohistoriador Alfredo López Austin, habla incluso de “religiones coloniales indígenas” para caracterizar estas mezclas de cristianismo con el “núcleo duro” de la antigua religión mesoamericana. Es decir, con los elementos culturales más perdurables del sistema ideológico y pragmático mesoamericano, tales como los usos y costumbres domésticas, la alimentación, las creencias cosmogónicas, las ornamentaciones y desde luego las fiestas. 

La celebración universal del Día de Muertos en los países que fueron parte de Mesoamérica asocia una cultura funeraria americana de más de tres mil años con las fiestas cristianas de Fieles Difuntos y Todos Santos –ambas de remotos orígenes celtas incorporados a la tradición religiosa grecorromana de la Europa cristiana—pero su rica parafernalia, que a principios de este milenio le mereció el reconocimiento de Patrimonio Intangible de la Humanidad por cuenta de la UNESCO, es obra específica de la gran civilización del centro- norte del continente americano.

Las particularidades que hacen del Día de Muertos la fiesta más extensa y duradera de la región –en algunas comunidades indígenas empieza en octubre y termina a fines de noviembre— derivan de una vieja cosmovisión humana que no advierte disociación entre la vida y la muerte, que intenta cada año la relación física y el diálogo afectivos entre vivos y muertos y que celebra estos reencuentros de comunión e intercambio con todos los elementos vitales propios de una fiesta auténtica: música, baile, ritos, flores, comida, vino, etc. (Continuará).