A finales del 2012, los especialistas del proyecto Encode (llamado así por Enciclopedia of DNA Elements), impactaron a la comunidad científica internacional tras asegurar que todos los organismos poseen una gran cantidad de ADN (ácido desoxirribonucleico) antes considerado “basura”, que es importante para la regulación de genes codificantes.
Sin embargo, científicos mexicanos desafían dicha afirmación al presentar una planta carnívora que, literalmente, se ha deshecho de este tipo de información genética.
El trabajo encabezado por Enrique Ibarra-Laclette y liderado por el doctor Luis Herrera Estrella, miembro de la Academia Mexicana de Ciencias, titulado: Architecture and evolution of a minute plant genome fue publicado 12 de mayo la prestigiada revista Nature debido a sus importantes implicaciones en la biología.
Para Luis Herrera, especialista del Laboratorio Nacional de Genómica para la Biodiversidad (LANGEBIO) y la Unidad Irapuato del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav), “la mayoría de ADN no codificante, que es abundante en muchos seres vivos, puede no ser necesario para la complejidad celular y las pruebas a esta afirmación, radican en el genoma de la planta carnívora Utricularia gibba”.
“Con este trabajo rompemos un poco el paradigma del grupo Encode que gastó mil millones de dólares diciendo que el ADN “basura” sí es importante, pero al menos en esta plantita no aplica, y no es la única, porque hay otras especies que tienen genomas parecidos al reportado por nosotros en Nature”, añadió.
U. gibba vive en ambientes acuáticos como humedales de agua dulce y pantanos. En su estado habitual se encuentra cerrada de forma hermética por una válvula. Para capturar a su presa crea un vacío permanente y cuando la presa toca alguno de los pelos presentes en la válvula, esta se abre haciendo que el vacío interior absorba el agua circundante junto con la presa. Posteriormente, la trampa vuelve a crear vacío, lista para otra caza.
El genoma de U. gibba tiene alrededor de 80 millones de pares de bases de ADN -un número minúsculo en comparación con otras plantas complejas- de los cuales el 97 por ciento corresponde a genes y pequeños segmentos de ADN que los controlan, y solo el tres por ciento es ADN “basura”.
“En el genoma humano, entre el cinco y seis por ciento es para funciones básicas del ser humano, el resto es considerado “basura” porque son fragmentos del ADN con funciones no conocidas. En el programa Encode concluyeron que el ADN “basura” es muy importante porque ayuda a mantener una coordinación correcta para que un organismo complejo funcione”, precisó Herrera Estrella.
“Lo que encontramos en U. gibba –añadió- es que tiene un repertorio de genes similar al maíz o al tomate, pero es más pequeño porque no tiene ADN “basura”. Entonces reta de alguna manera el concepto de que este material es esencial para un organismo”.
Ante estos hechos, Herrera Estrella propone que, algunas especies, pueden simplemente tener un inherente sesgo mecanicista, hacia la eliminación de una gran cantidad de ADN no codificante.
Esto se debe a que mientras que otros organismos presentan esta tendencia a la inserción y la duplicación de ADN, este no es el caso para U. gibba que hace miles de años duplicó dos veces su genoma; sin embargo, eliminó todo aquello que no le era útil y ha permanecido con la cantidad mínima de “basura” en su sistema.
“La variabilidad en el tamaño del genoma es consecuencia de fuerzas que, a través de la evolución, compiten en referencia a la expansión y contracción genómica en organismos complejos, aunque pareciera que en la mayoría de los casos la pérdida de ADN resulta insuficiente para superar la proliferación. U. gibba ofrece una panorama sobre los mecanismos que parecen influir en el proceso de reducir el tamaño del genoma”, comentó por su parte Enrique Ibarra-Laclette, estudiante de doctorado en Langebio y primer autor del trabajo, U. gibba, tiene unos 28 mil 500 genes semejantes a los de parientes como la uva y el tomate, que poseen genomas mucho mayores de unos 490 y 780 millones de pares de bases, respectivamente.
En el trabajo, financiado por el Conacyt (México), el Instituto Médico Howard Hughes, la Universidad de Búfalo, la Universidad de las Artes y las Ciencias, y la Fundación Nacional de Ciencia-USA, participaron especialistas de las universidades de Arizona, Guanajuato, Irapuato, Chongqing, Veracruzana, Michigan, Guadalajara, Pennsylvania, Nanyang, Pompeu Fabra, Indiana, Rutgers y el Instituto Max Planck de Genética Molecular.