Hace algunas semanas, los hombres que cavaban a las afueras del Museo del Templo Mayor —en los terrenos que poco a poco se le han ganado a la Plaza Gamio para construir lo que será el nuevo acceso al recinto—, dieron aviso de que, al horadar la superficie, habían chocado con un objeto sólido, a aproximadamente cinco metros bajo tierra. Aquella tarde, Roberto Martínez Meza supervisaba los trabajos y, al escuchar la alerta, supo que habían encontrado algo, “y muy importante”.
Al revisar el objeto, el candidato a maestro en Estudios Mesoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM vio que se trataba de una línea de estuco con piedra careada y recordó que hace no mucho el arqueólogo Leonardo López había detectado una base piramidal en el predio de las Ajaracas. Martínez sospechó que se trataba del mismo edificio prehispánico hallado por su colega, aunque éste jamás imaginó que el muro norte llegaría hasta allá, porque se lo había imaginado más pequeño.
Era así como, tras cinco siglos en el subsuelo y sin que nadie lo esperara, salía a la luz el cuauhxicalco que, a decir de los relatos, se había construido durante el reinado de Atzayácatl. “Se trata de un basamento circular, de 16 metros de diámetro, perteneciente al periodo IVb de Tenochtitlan. Es un descubrimiento particularmente importante, porque habían pasado dos años sin que apareciera nada prehispánico en la zona”, expuso.
“Por estar en el costado sur del Templo Mayor, sabemos que era un espacio dedicado a Huitzilopochtli, dios de la guerra. Probablemente aquí eran cremados nobles y tlatoanis. Fue construido entre los años 1469 y 1481. Nunca fue visto por ojos españoles, ya que esta construcción, en particular, fue destruida por los mexicas para edificar encima”, expuso.
Un lento salir a la luz
“Saber que estás por hacer un descubrimiento entraña una emoción muy particular”, compartió Roberto Martínez, y esto él lo sabe por experiencia propia, pues la noche de aquel 12 de septiembre un sentimiento de inquietud apenas lo dejó dormir. Horas antes había examinado el borde de tezontle aparecido bajo las palas de los albañiles y estaba cierto de que se trataba de una estructura de origen mexica, pero pese a su deseo de que los trabajos de excavación continuaran, era imposible seguir, pues había caído el Sol.
Un día después, al romper la mañana, el universitario regresó con un grupo de expertos “y comenzamos a retirar tierra; cada palada confirmaba mis sospechas. Entramos por un costado y nos topamos con un muro de metro y medio de altura, y al limpiar la estructura aparecieron; primero, una cabeza de serpiente tallada en roca, luego otra, y después una más, así hasta superar la decena”.
Lo paradójico de liberar esta construcción, explicó, es que para rescatarla primero debemos retirar el ataúd de tierra que la protegió tanto tiempo, y al hacerlo, la dejamos expuesta a elementos amenazantes. Tal es el caso de las lluvias, que se soltaron apenas iniciaron los trabajos, y una filtración de aguas negras que apareció al hacer la excavación y que compromete la integridad de los estucos.
Para Martínez, sacar esta edificación a la luz equivale a desenterrar historias que corrían el riesgo de quedar sepultas.
“Cada mella, fractura o muesca detectada nos narra un evento particular. Por su altura de 1.50 metros, sabemos que esta construcción fue descopetada por los mexicas poco antes de que Colón llegara a América. Además, es atravesada, justo a la mitad, por un drenaje porfiriano que data de 1900. Asomarse a estos detalles es un privilegio poco común, equivale a ser testigo del pasado”.
Realidad que corrobora lo escrito
Desde siempre, Heinrich Schliemann fue un ávido lector de la Ilíada; de niño su mayor deseo era encontrar Troya, de adulto destinó gran parte de su fortuna a esta empresa. Muchos calificaron de insensato buscar una urbe que sólo existía en versos épicos, pero el prusiano perseveró y, finalmente, desenterró lo que muchos creían producto de la imaginación homérica: la mítica ciudad de Héctor.
“Estas historias son recurrentes en nuestra profesión, pues algo parecido sucedió con Templo Mayor, cuya existencia estaba consignada en crónicas, pero no había vestigios que corroboraran algo. La búsqueda parecía infructuosa, pues algunos testimonios ubicaban la construcción justo abajo de Catedral, lo que imposibilitaba cualquier trabajo, y los arqueólogos que registraron la zona pasaron junto al santuario sin verlo, como Leopoldo Batres, en 1900. Fue hasta 1916, con los trabajos de Manuel Gamio, que finalmente supimos dónde estaba”, explicó Martínez Meza.
El universitario es enfático al aseverar que quienes, como él, estudian el Postclásico, tienen una gran ventaja sobre los que se especializan en periodos anteriores. “Nosotros tenemos escritos que nos ayudan a recrear el pasado, los otros no”.
Como Schliemann puso en evidencia, si hay textos que describan ciudades perdidas, entonces la imaginación se vuelve una herramienta invaluable. “Bernardino de Sahagún nos dijo que en el área había 78 edificios. Eso nos da una idea de qué tan grande es el rompecabezas que tenemos en la mesa”.
Pero reconstruir cómo era Templo Mayor y sus alrededores es una labor de paciencia, pues de manera intermitente aparece una pieza por aquí, otra por allá, sin orden ni periodicidad fija, y ante eso, lo que hacen los expertos es comparar los restos arqueológicos con las fuentes documentales, como quien al armar un puzzle mira repetidamente la imagen impresa en la caja para determinar de qué manera embonan las partes.
A veces las referencias son imprecisas y deben someterse a ajustes de último minuto, pero en ocasiones los datos consignados son tan acuciosos, que es, prácticamente, como tener un mapa.
Ejemplo de esto es el documento expedido el 22 de febrero de 1527, un acta de cabildo que señalaba que a Gil Gutiérrez de Benavides se le concedió una posesión “que estaba en esta ciudad, linderos con solar a casas de Antonio Ávila, su hermano, que es tercia parte donde estaba el Uchilobos”.
“Esto nos señala con una precisión pasmosa dónde estaba el templo de Hutzilopochtli, pero no siempre podemos confiar en que habrá documentos con estas características; por ello, ahí donde los textos dejan huecos, debemos remitirnos a los vestigios. Por ejemplo, en Guatemala 16, a espaldas de Catedral, se encontró el Templo de Ehécatl, dios del viento, y con cada hallazgo avanzamos en nuestra empresa. Cada pieza abona para reconstruir un escenario más amplio, pero ellas solas no pueden hacer nada, a nosotros nos toca acomodarlas e intentar armar el rompecabezas”.
Piedras que hablan
“No es que las piedras sean mudas; sólo guardan silencio”, escribió Humberto Ak’Abal, poeta indígena guatemalteco, “y no es que no digan nada, hay que saber leer en ellas, como hacemos con el cuauhxicalco recién hallado”, acotó Martínez Meza.
Para empezar, que esté localizado al sur respecto de Templo Mayor, nos dice que la construcción estuvo dedicada a Huitzilopochtli, explicó el arqueólogo.
“Lo edificado del lado norte pertenecía a Tláloc, deidad que lanzaba su mirada en dirección de los desiertos, las regiones que clamaban por agua y el territorio de las cactáceas y la biznaga. Por el contrario, al sur estaban las zonas fértiles, las que debían ser conquistadas, las que ambicionaba el dios de la guerra, de ahí que sepamos con qué propósito se creó este santuario”.
Además, sus costados están adornados por clavos arquitectónicos en forma de serpiente, se trata de 14 cabezas expuestas. El que sus muros estén rematados por un animal sagrado evidencia que se trataba de un sitio especial, algo que se corrobora al analizar las dos lápidas de piedra que hay en su parte superior, una con un chimalli, el escudo defensivo del dios de la guerra, otra con un chalchihuitl, símbolo usado para representar lo precioso.
Estos son algunos de los aspectos que revelan estos cuerpos de roca, pero hay cosas que es imposible saber con el mero examen de las estructuras, así que si las piedras llegan a callar, quizá los libros hablen, argumentó.
“En sus crónicas, Bernardino de Sahagún describe ceremonias en las que un hombre descendía por la escalinata del Templo Mayor con una víbora de papel, o xiuhcoatl, en llamas, que era depositada aquí para que terminara de quemarse. Esto, que se hacía en honor a Huitzilopochtli, nos da una visión mucho más amplia del significado que tenía este espacio”.
Por el momento continúan los trabajos de liberación y la batalla por contener la fuga de agua que se filtra, probablemente, desde un colector de aguas negras cercano. Los trabajos están a cargo del Programa de Arqueología Urbana, que depende del Proyecto Templo Mayor, del INAH.
Al respecto, concluyó Martínez Meza, “la idea es desenterrar esta estructura, en su totalidad, para que sea estudiada por los expertos y, después, exhibida al público”, lo que no es sino otra manera de, como decía Humberto Ak’Abal, sacar a la piedra de su silencio y hacerla hablar.