Cuando el compositor francés Héctor Berlioz afirmó que la guitarra es como una pequeña orquesta, dijo una gran verdad en cuanto a las posibilidades tímbricas y expresivas del instrumento. Pero sin saberlo, también se metió de lleno en el ojo de una añeja tormenta, una crisis no resuelta de la que la guitarra y la orquesta han sido protagonistas durante varios siglos.
Desde Vivaldi, autor de los conciertos más antiguos del repertorio guitarrístico, y hasta nuestros días, el combinar una guitarra solista con una orquesta ha producido serios dolores de cabeza a los compositores, los guitarristas, los directores de orquesta y el público. Tales dolores de cabeza deben su origen al hecho de que si bien la riqueza expresiva de la guitarra no está en duda, sí lo está el alcance de su poder dinámico, de su capacidad sonora para dialogar de igual a igual con una orquesta en la misma medida en que lo pueden hacer un violín, un piano, una flauta o una trompeta.
A partir de Vivaldi, muchos otros compositores han tratado de conciliar las dinámicas diversas de la guitarra y la orquesta: Carulli, Giuliani, Moreno Torroba, Castelnuovo Tedesco, Brouwer, Rodney Bennett, Ponce, Lavalle, y muchísimos otros. En algunos de estos casos, los resultados musicales han sido muy sólidos, pero el problema central se ha seguido manifestando: ¿cómo evitar que la sonoridad de la orquesta domine totalmente a la guitarra, al grado de hacerla desaparecer? Evidentemente, la solución ideal se ha dado en el campo de las grabaciones: micrófonos y consolas permiten lograr balances perfectos, pero eso deja sin solución al problema de los conciertos en vivo. A criterio de guitarristas y directores, se suele recurrir a un elemento útil pero que debe ser manejado con discreción: la amplificación electrónica, que si bien ha resultado muy positiva en muchos casos, no ha dejado de alarmar a los puristas.
Después de todo, el mismo Andrés Segovia afirmó que el sólo pensar en una guitarra amplificada electrónicamente era una abominación. Otra posible solución es la de reducir la dotación orquestal.
En este campo, los compositores tienen la palabra, porque los intérpretes difícilmente pueden determinar reducciones arbitrarias sobre partituras terminadas, En todo caso, esto es factible si se trata de conciertos barrocos, en los que el complemento de cuerdas y bajo continuo puede reducirse a su mínima expresión, casi sin alterar el fundamento de la partitura. En una espléndida gira de conciertos que realizó por México hace unos años, la Orquesta de Cámara de Heidelberg dio una excelente muestra de esta opción, justamente en su interpretación de uno de los conciertos para guitarra de Vivaldi.
El caso es que el famoso Concierto de Aranjuez es la más notoria de las obras enfrentadas a este problema, y es de mínima justicia decir que es una de las que mejor lo resuelven. Más que las dimensiones moderadas de la orquesta, es el tino de Joaquín Rodrigo en usarla a través de pinceladas sutiles y discretas lo que permite a la guitarra un buen diálogo con el conjunto orquestal. A estas alturas de la historia y la fama de este concierto, quizá parecería un lugar común repetir que, sobre todo en su segundo movimiento, es una obra sumamente evocativa. Pero, ¿qué es lo que evoca este buen concierto para guitarra y pequeña orquesta?
Aranjuez, es una ciudad situada a unos cuarenta kilómetros al sur de Madrid, en el fértil valle formado por la confluencia de los ríos Tajo y Jarama. Relativamente nueva, la ciudad fue construida a mediados del siglo XVIII, y ostenta varias residencias reales. Entre ellas, el Palacio, que alberga innumerables tesoros, y la Casita del Labrador construida por Carlos IV, quien en el año de 1808 abdicó el trono, precisamente en Aranjuez. Espárragos y fresas, conservas, caballos de pura sangre, productos químicos, metálicos y textiles forman la moderna dinámica de Aranjuez. Pero no fueron estos elementos, sino sus parques y jardines, los que inspiraron a Rodrigo para la composición de su concierto. Parques y jardines que existieron sólo en su imaginación, y que el compositor nunca vio: la ceguera que padeció desde los tres años de edad le impidió conocerlos cabalmente.
Así, a través de la evocación de origen no-sensorial, Joaquín Rodrigo logró en este concierto la más española de las músicas españolas, una pintura tonal de rara belleza y equilibrio. El Concierto de Aranjuez fue estrenado en Madrid el 11 de diciembre de 1940, y de inmediato se hizo muy popular. Años más tarde, el mismo Rodrigo realizó una versión de la obra para arpa y orquesta, dedicándola a Nicanor Zabaleta, el gran arpista español.
Para nadie es un secreto el hecho de que la popularidad del Adagio de este concierto le ha hecho víctima de muchos arreglos y versiones, la mayoría de ellos inútiles y vacíos, llegando al deleznable extremo de utilizarlo en la incesante y repetitiva promoción de muebles y enseres baratos, o haciéndolo pasar como algo espurio llamado Aranjuez mi amor. Sorprendentemente, la única otra versión musicalmente interesante de este Adagio, además de la original, se debe a un músico improbable en este contexto clásico: el gran trompetista Miles Davis, figura indispensable de la historia moderna del jazz.
Fuente: Juan Arturo Brennan para OFUNAM