Ángel Trejo

Las más de 50 grandes pirámides que hasta hoy han sido rescatadas en Mesoamérica flotan en la superficie terrestre igual que los iceberg en el desmemoriado mar del pasado, pues sólo dejan ver una octava parte de su cuerpo y ocultan el enorme bagaje tecnológico y cultural que hizo posible su eminencia arquitectónica. En un texto reciente Eduardo Matos Moctezuma, quien en los años 70-80 encabezó el rescate del Templo Mayor de México-Tenochtitlan, las describe como naves de piedra, tierra, cal y otros materiales que intentan reproducir lo mismo a las entidades y los movimientos celestes que a los cuestionamientos de sus hacedores con respecto al origen del universo y el destino final de este y del propio hombre.

De acuerdo con el eminente investigador mexicano (Arqueología num. 101, vol. XVII, marzo 2010) las pirámides se construyeron en lugares sagrados siguiendo el movimiento del Sol, la Luna, Venus y otros astros, a fin de que sus ciudades tuvieron un trazo cosmológico equivalente a los de sus modelos celestes. La mayoría seguía la ruta del Sol de oriente a poniente, se ubicaba en el centro de universo y se construía sobre un lugar sagrado relacionado con algún acontecimiento vital para el pueblo que la construía, quizás una fuente de agua, una cueva protectora, un lugar para la guarda de alimentos, preferentemente maíz, o donde se conmemoraba y protegía un hecho mitológico vinculado al origen de la humanidad.

Las pirámides servían de vehículos de comunicación entre el cielo, la tierra y el inframundo, abrían espacios para la celebración de ceremonias rituales masivas (sacrificios humanos, convocatorias y conmemoraciones guerreras) y representaban, en su función de montañas sagradas, dos figuras vitales para la supervivencia de los pueblos: el altépetl (montaña de agua) y el tonacatépetl (montaña de los mantenimientos). Para la mayoría de los pueblos mesoamericanos (hasta hoy en día) las montañas o cerros son los cadáveres vivos e insepultos de la fallida primera generación de gigantes que poblaron esta parte del mundo hace decenas de miles de años.

Las primeras construcciones de este tipo proceden de la cultura olmeca en La Venta, Tabasco, construida en el periodo 1200 a. C al 200 d. C., en Tlatilco, Naucalpan (1300-1000 a. C.) y en Cuicuilco 200 a. C.-800 d. C (destruida y sepultada por el volcán Xitle en Coyoacán y Tlalpan). Tras la decadencia de La Venta, emergió Teotihuacan, ciudad sagrada y cosmopolita en la que al parecer confluyeron varias naciones de Mesoamérica, Aridoamérica y Oasisamérica por razones de intercambio comercial y religioso. La fundación de Teotihuacán, de identidad étnica y lengua desconocida, ocurrió en el año 150 a. C. y prevaleció hasta el 600 d. C.

Para entonces, especialmente a partir del año 300 d. C., surgieron otras grandes ciudades en Mesoamérica con todos los méritos urbanos de la cultura moderna, pues disponían de plazas, calles, aljibes, drenajes, canales, caminos, viviendas distribuidas en barrios, templos, graneros, caminos vecinales, centros de recreación y juegos de pelota. Estaban levantadas cerca de ríos, lagunas y mares con adecuada ingeniería estructural y mecánica de suelos para prevenir destrucciones por sismos, vulcanismo o tormentas; su cimentación estaba hecha con cajones de mampostería (zapatas) y en algunos casos con pilotes y materiales impermeables para evitar la humedad y el salitre.

Los materiales de construcción eran prácticamente los mismos que se usaron hasta la segunda mitad del siglo XX en la mayor parte del mundo (piedras, rocas, canteras, mármol, cal, arena, ladrillos, madera, arena, etc), con excepción de los grandes centros industriales de occidente o del extremo oriente que desde entonces empezaron a disponer de estructuras de hierro, paredes de cristal y otros materiales plásticos. En la mayoría de los casos la arquitectura mesoamericana integró a su estructura utilitaria acabados escultóricos y pictóricos de refinada belleza, como lo muestran la mayoría de los edificios mayas de Yucatán, Chiapas, Guatemala, Honduras, Belice y El Salvador.

En la misma fuente ya citada en este artículo (Arqueología 101) los investigadores Enrique Vela y Adela Bretón resaltan otro de los rasgos poco conocidos de las “pirámides”, concepto genérico que remite a ciudades, ciudadelas y a todo tipo de construcciones civiles o religiosas y no exclusivamente a estructuras con remate alto desvanecido: la mayoría estaban revocadas o enjabelgadas y pintadas con colores fuertes, predominantemente rojo, cuyo lenguaje simbólico remite al sol, aunque también utilizaban toda la gama cromática disponible en su tecnología de pinturas vegetales y minerales: ocres, verdes, azules, amarillos y blancos, este último utilizado en fachadas.

La relevancia histórica de estos edificios, de acuerdo al análisis del arqueólogo estadunidense Elliot M. Abrams (La construcción de las grandes pirámides de México), radica no sólo en su magnitud física (Cholula, Teotihuacan, Tamtok y Palenque figuran entre las más grandes del mundo al lado de las egipcias), sino también en el alto nivel de organización social y política de estado que implicó movilizar, transportar, asentar, alimentar y hacer trabajar a los 10 mil trabajadores que durante una década debieron haber participado, según cálculos del propio autor, en la construcción de la Pirámide del Sol de Teotihuacán o en la de Copán, Honduras. (Continuará).