*A Efraín Bartolomé
Las formas de medir el tiempo han sido pródigas así como las especulaciones que se han tejido a lo largo de la historia sobre el mismo tema. Criptogramas y acrónimos ocultistas han aparecido en cavernas, ollas de barro y figuras emblemáticas. Pirámides y obeliscos, rostros de hombres-máscara y máscaras de hombres dioses. El tiempo investido de nombres que deberían ser dioses y el fluir de algo inapresable, metáforas de coordenadas que han proporcionado al ser humano en diferentes estadios de la humanidad un asidero, la pertenencia a algo. Llámese destino, tona, atman, Ka, por citar unos cuantos nombres.
En el universo giratorio, el tiempo ha gozado de brevedades y efectos inconmensurables. Y lo más engreído de todo, es como atraparlo, enchufarlo, detenerlo e inmortalizarlo en dogma, estatua, verso, tela, sonata, estela, copla y en el nombre de una rosa.
¡Ah¡ el tiempo y sus mediciones. Las primigenias, las estaciones. El tiempo y su origen; la filosofía y religiones o ambas que es lo mismo según lo data en su poema de Las eternidades, Mezcalanda Ananda, poeta que muere por la piel desnuda de jóvenes antropólogas. El tiempo del Apocalipsis y el tiempo de segar el trigo y cosechar la vid. El tiempo de morir y vivir del Eclesiastés y el tiempo frugal de no hacer nada mientras el tiempo es otra estela, de otro tiempo que se mece a ritmo calendárico en el cuadrante de los enigmas: el reloj.
Al construirse el primer instrumento de medición, de sol y de luna, las clepsidras de piedra serpentina; el reloj de roca de Stonegenge, los utilizados por chinos, incas y escitas. Al reloj planetario del Sol de movimiento, forjado en piedra de granito por una civilización destinada a mantener el equilibrio entre vida y muerte. Al reloj astronómico del Caracol en Chichén. Al reloj atómico que inicio el ciclo de su vida en 1999, y que tiene un margen de error de solo un segundo cada 30 millones de años. No son semejantes al de Efraín Bartolomé, un Omega Speedmaster Professional con su nombre grabado al reverso de la caratula y que fue robado al ser violada su casa por la intromisión violenta y armada de la policía del estado de México. Fueron agredidos, él, su esposa, vecinos y muebles y cosas que la policía mexiquense tiro, levantó, se robó, destrozó en la morada del autor de Música lunar y dos familias más. El hecho –para no fallar en el tiempo- fue a las 4.43 de la madrugada del 11 de agosto. Tal y como lo escribió el poeta nacido en Ocosingo, Chiapas en 1950. El reloj a veces falla. El reloj, no se le descompuso a Porfirio Díaz, Hitler, Kadafi, Papa Doc, Fidel Castro, Mubarak, Felipe Calderón. Al que se le paró el cronómetro fue al Procurador del Estado de México que dio la orden y al relojero del copete que perdió una manecilla electoral.
La casa ubicada en la esquina de Conkal 266, esquina con Becal en Torres de Padierna, escenario en que por poco y se le para el tiempo al poeta de Agua lustral; su esposa, su casa, sus cosas y su dignidad.
Ese tiempo no perdona. El tiempo de matar. El de la estación violenta de Apollinaire y Paz. El tiempo de los miles destiempos en que se celebra el tiempo con la sangre derramada. El tiempo de la violencia que el tiempo de la muerte concita y multiplica. El otro tiempo, el de la oscuridad. El tiempo en que vivimos y el tiempo de esperar a que vengan con alabardas, con voces rotas, con bayonetas agrias, con la manecilla rota, sin un segundero mortal colgado del muro donde a diario se escribe con sangre la historia de la patria. Es el mismo que padeció Bartolomé. No, no es el otro que degolló al sicario desconocido. El tiempo en que el asesino de Armando Chavarría halo del gatillo. El mismo tiempo, que es otro de la Bombilla y de la mano que aferró la Taurus en Lomas Taurinas. El tiempo de encapuchados que son policías y enmascarados que no lo son y actúan como si lo fueran. Es idéntico al tiempo en que Mishima cubrió con su máscara la catana con la que segó su vida.
Similar al que se detuvo la madrugada del 11 de agosto cuando fue robado el Omega Speedmaster, y días después, restituido a su dueño que se había quedado sin su tic tac somnoliento en medio del “tiempo mexicano”, solo en su soledades.
De los atracadores. Nada. De los 50 mil muertos y desaparecidos de esta guerra de mascaras. Nada. Si el tiempo regresara en el tiempo como en una malísima película de ciencia ficción; así como le devolvieron su reloj al poeta por conducto del procurador del Estado de México, ¿se les podría volver a la vida a los miles de muertos que ha costado esta guerra sombría? ¿Qué hacer para que un reloj nos pueda dar la clave?
Los antiguos aprendieron a descifrar el lenguaje del cielo, constelaciones y la belleza giratoria de los errantes. Ojalá que esta experiencia nos enseñara que el tiempo se mide con un instrumento aún no inventado cuando el sol amanecía y el firmamento era una llama súbita como una semilla que al reventar fluye y al fluir florece: el pensamiento.
El reloj de Bartolomé, es la metáfora. Una vez sustraído de su casa por la fuerza, regresó al brazo del poeta, cosa que no sucedió con el hijo de Javier Sicilia, ni con los miles de muertos que en este breve ensayo sobre un reloj sería imposible nombrar.
Mientras en España hay protestas por la visita del papa Ratzinger, en México la sangre de Karol Wojtyla, inicia su peregrinaje con bombo y platillo, beatífico humor negro para un país que se desangra inútilmente. Que el reloj de la paz de la hora y cese la guerra. ¿Realmente estamos solos?