Por José Santos Navarro
¡Ah! Jaime Sabines.
¡Ojalá! pudieras encontrarte
con mi padre allá en el cielo.
¡Ojalá! pudieran ser amigos.
Él no te conoció,
porque no aprendió a leer.
Pero, como tú, él hacía poesía
con sus manos: era carpintero.
Tú, transformabas la palabra
y hacías poesía. Él hacía muebles
con la caoba, el cedro y otras maderas
que tú conociste en la selva de Chiapas.
Como dice tu poema: “Ojalá que sin buscarse,
se pudieran encontrar”. Él es un hombre
de alas grandes y lleva siempre martillo
y clavos en sus manos... como tú: pluma y papel.
Deja que él te platique
del aroma de la madera,
de las nubes de aserrín;
y el olor a selva de viruta.
Tú platícale la magia de la palabra.
De la textura sensual de tu poesía.
Cuéntale cómo, con una dosis controlada
de luna se puede vivir o morir mejor.
Mi padre también sabía de esas vainas,
porque esa misma dosis de luna,
él, en sus roperos las ponía
para que los amorosos, sin buscarse
desnudos se mirasen en el mar de plata.
Deja que él te diga cómo ponía la luna
en sus roperos. Esa misma luna
que tú recomendabas en la receta de tus versos:
ya como amuleto, sedante o alivio milagroso.
Permite que mi padre te explique
la diferencia del ocote y la caoba y,
tú, háblale sobre la magia de la palabra
y la sabiduría del silencio en verso.
Platícale cómo la palabra mata, secuestra,
hiere, alivia y libera. Dile cómo el silencio es más
letal que un libro de poemas. Adviértele
que una dosis, un pedazo o una cucharada
de silencio hace más daño que mil libros.
Explícale cómo el silencio
y la palabra son cómplices y jueces
que condenan a veces a morir o a vivir
en el sonoro silencio de la poesía.
Ojalá, que sin buscarse se encontraran.
Que la luna de sus roperos o la luna
que tú recetabas en gotas para ayudar
a los ancianos a bien morir: reconfortase a ambos.
¡Ojalá pudieran encontrarse!
¡Ojalá! Pudieran ser amigos!