Capítulo 19

MARÍA FELlClANA

Tenía doce años cuando su padre, un modesto músico de huapango, murió asesinado en un pleito de borrachos. Un par de meses después Epifanía, su madre, la abandonó a ella y a su hermana para seguirle los pasos a un gallero. Al poco tiempo Medarda se juntó con un campesino y ella quedó al garete en un inmenso llano tropical de la huasteca veracruzana rodando de finca en finca como criada. En el último rancho fue corrida con una niña en el vientre que nació muerta y que uno de los tres hijos del patrón le había hecho sin su consentimiento. Viuda de hija y de marido, como decía de sí misma, un día se fue con un circo que acertó a pasar por los pueblos calientes de la región norte de Veracruz.

Primero fue cocinera; después aprendió a bailar y a lucir sus gracias físicas como corista de un domador de leones viejos y desdentados; luego cayó en manos de un mago de quien asimiló su sabiduría sexual y la hechicería. Más tarde un crotalero del extremo sur de Veracruz, que se hacía pasar por indio de la India, le enseñó a manejar víboras y por algún tiempo fue Mujer Serpiente en ferias de pueblo. En este oficio aprendió desde como atrapar cascabeles con horqueta, hasta dormir pitones y boas con humo de cigarro. Un día, mientras pensaba que podía ser mucho más que la gata de un «pinche viborero muerto de hambre», abandonó el circo Estaciones para ir en busca de otra forma de supervivencia.

Un minuto le bastó para decidirse: tomó su capa de chaquira y lentejuela, una bolsa de piel de boa que le había regalado el encantador de serpientes y subió al primer camión que iba al gran puerto. Recaló en este una fría mañana de noviembre, cuando soplaba el quinto o sexto viento norte de la temporada. No sabía dónde parar ni qué hacer, hasta que halló una fondita cercana a los muelles, en la que se contrató como mesera. Un mundo nuevo y deslumbrante descubrió con los marineros y los estibadores. Uno de estos, su primer cliente, fue quien le puso el apodo con el cual se hizo célebre años más tarde.

-¿Quién eres tú, preciosa?

-¡Pue una etúpida! ¡Una etúpida pendeja por haber venido a chingar mi madre en este pinche frío de cabrón infierno!

Desde entonces se le conoció como La Estúpida y nadie más que sus parientes de la Huasteca, Felipe Moraes y yo, supo que esa hermosa mulata qué escaló los sitios más altos de la fortuna tuvo como nombre de pila María Feliciana Rodríguez Barradas: uno de los más bellos productos del amasijo de razas, culturas, lenguas, creencias y hasta pendejadas humanas de que está construida la llamada América Latina.

FELIPE MORAES

La Estúpida despertaba a las cuatro o cinco de la tarde y a esa hora, después de bañarse, comía en una fonda cercana al hotel donde entonces nos hospedábamos. Luego hacía un recorrido por las calles del rumbo para embobarse con las mercancías de los aparadores y hacia las siete de la noche se escabullía por el rumbo de La Merced. En una ocasión amenazó con romper nuestra convivencia si insistía en seguirla e indagar lo que hacía en esa zona. Para no dejar pistas de su itinerario, seguía cada vez caminos diferentes. Estos enredos, sin embargo, no impidieron que me enterara de su destino: la Plaza de San Lucas, lugar donde se levantaba la capilla de Santa María Magdalena, santuario de las putas de la ciudad de México desde que en 1808 el Arzobispado ordenó su construcción con dinero de las «públicas pecadoras» de aquella época.

Su visita a este recinto no se debía a una devoción religiosa ni a la búsqueda de protección divina, sino a la guarda de uno de sus secretos más íntimos e importantes de su vida emocional, del que no pude enterarme sino hasta un lustro después de nuestra ruptura en el Merle Blanche. La revelación de este secreto llegó a mi vista empujada suavemente por una de las múltiples olas del mar de la casualidad. Acababa de leer su nombre en la marquesina de uno de los centros nocturnos de las Vizcaínas, cuando de pronto una mujer alta con investidura de beata --falda larga, blusa cerrada y cofia o pañoleta en la cabeza- apareció al final de esta calle con la inconfundible cara de la gran puta.

Al reconocerme a cierta distancia, bajó los ojos, cambió de acera y de dirección para desviarse hacia la calle de Izazaga. Una vez que estuvo en la esquina de Correo Mayor y Vizcaínas, volvió la vista para corroborar mi identidad, quizás convencida de que no la había visto o que me había confundido. Llevaba una bolsa de mandado en una mano y en la otra un rosario, intentando proyectar la imagen de mujer devota o simplemente casera. Dejé que se enredara en su propia estrategia de engaño cuando avanzó sobre Izazaga hasta San Juan de Letrán y Arcos de Belén para luego retornar por Nezahualcóyotl a la Plaza de San Lucas, donde me puse a esperarla después de su larga vuelta en redondo.

Aunque su reaparición no me sorprendió --¿acaso había dejado de verla en todos esos años?—no pude menos que celebrar algunos cambios sensibles en su apariencia física y moral. Ahora tenía la planta de una gallarda hembra de caderas y pechos anchos,  sus nalgas y piernas estaban mejor hidratadas y lucía una preciosa piel mate oscura, ligeramente encarnada, como la de las hermosas mulatas cuarteronas de Estados Unidos y el Brasil que empezaban a ocupar las pantallas cinematográficas del primero y el tercer mundo. En sus ojos castaños había claridad, profundidad y cierta mansedumbre. No parecía ser  la misma mujer taimada por cuyo egoísmo sufrí uno de los mayores desencantos amorosos.

Una vez en la plaza de San Lucas, ingresó a la capilla para persignarse de hinojos y cumplir un breve rosario de musitación rápida con los ojos cerrados. Luego salió y se apostó en la puerta en posición de espera. Al cabo de unos minutos, apareció por el rumbo de San Pablo una vieja que empujaba una silla de ruedas en la que se aposentaba un gigante inválido, blanco y al parecer idiota el cual, al ver a La Estúpida, empezó a gruñir y a intentar gritar y levantarse. Ésta se acercó a la pareja con la solicitud de una samaritana, se inclinó a besar al inválido, le tomó la cara con ambas manos y se puso a hablarle con ternura inusitada. Cualquiera de quienes la conocíamos como reina tirana de putas, padrotes, cantineros y policías jamás la habrían imaginado con esa amorosa hambre de madre.

En el interior de la capilla acusó aun más su escenificación piadosa al ponerse a rezar con extrema devoción ante la imagen de María Magdalena, mientras el paralítico la veía con la univoca profesión de fe con que los idiotas miran todo el tiempo a sus madres. Después de que terminó de orar, prendió una veladora, arregló las flores del altar, revocó las estampas y los exvotos prendidos en el vestido de la santa y empujó la silla de ruedas. Afuera la esperaba la vieja y juntas, con el gigante rodando, iniciaron una lenta y silenciosa caminata sobre Izazaga y San Pablo. Doblaron en Jesús María y entraron en una vieja vecindad. Quince minutos más tarde salió La Estúpida, ahora menos piadosa pero relajada y extrovertida, perdiéndose rápidamente en la claridad violácea que en aquel momento el ocaso proyectaba sobre el centro de la ciudad.

Hacía esta excursi6n cada fin de semana con los mismos movimientos y actitudes en compañía de la vieja y el inválido. Un domingo hubo un cambio en la rutina: en lugar de abandonar rápidamente la vecindad después de traer al gigante de la Plaza de San Lucas, La Estúpida permaneció adentro una tarde completa, debido a la que la vieja se había ausentado. Esta modificación me obligó a entrar al edificio a preguntar a los vecinos dónde habitaba el hombre de la silla de ruedas. Cuando localicé la vivienda, La Estúpida pasaba a éste del vehículo a una enorme cama de latón, mientras le hablaba con profusa y cariñosa intimidad, como si se tratara de un niño pequeño. Una vez acostado le quitó el pantalón, los zapatos, el calzón y lo dejó desnudo de medio cuerpo abajo.

Aunque desmadejado de piernas y brazos, el hombre ocupaba gran parte de la cama matrimonial y exhibía una belleza física impensada en una persona de su condición. Era un gigante de casi dos metros con estructura corporal de atleta. Después de acomodarlo sobre almohadas, La Estúpida se acercó a su cara, lo acarició delicadamente y le dijo algo así como «espérame chiquillo», alejándose hacia lo que parecía ser el baño. Tardó menos de un minuto en salir completamente desnuda; subió de un salto a la cama y comenzó a bailar suavemente siguiendo en apariencia el mismo ritmo oriental con el que solía acompañar sus espectáculos. El inválido la miraba con ansiedad y desesperaci6n. Sus ojos, que movía de un lado a otro, eran  lo único vivo y tenso en él, expresando la vitalidad mecánica de un muñeco de cuerda.

La Estúpida realizó varios movimientos de vientre y nalgas para acercarse paulatinamente a la cabeza del hombre. Cuando estuvo sobre su pecho, posó sobre la boca del paralítico su hermosa panocha negra y brillante, el cual empezó a lamer y mamar como becerro hambriento. La escena llegó a su clímax cuando el miembro del ángel caído fue irguiéndose tal cual una cobra en un acto de encantamiento de serpientes. Al percatarse de aquel efecto, La Estúpida se volvió hacia el falo parado, colocó su coño contra la cara del inválido y se aplicó a voraz fellatio. Luego deshizo esta composición y se sentó sobre la verga del caballero para completar su cuota de orgasmos. Tras dormitar un rato al lado del ángel caído, se levantó apresurada, vistió a aquél con un pijama, le dio de comer un puchero y salió a la calle con un aire más ausente y triste que el que exhibió en la capilla. Al abandonar la vecindad tropezó con la vieja que cuidaba al inválido y sin decirle una sola palabra le dio un rollito de dinero que aquella guardó en su corpiño.

El inválido era el hombre que La Estúpida amaba desde su adolescencia. Se conocieron en Veracruz cuando ella tenía 14 años y el 25. El trasfondo social y moral de este amor era dramático: Felipe Moraes había sido seminarista y entrado en relación con La Estúpida en el año de prueba que la Iglesia Católica da a sus futuros pastores para que demuestren su continencia frente a las tentaciones mundanas. La Estúpida era entonces una larguirucha muchacha de playa apuntando vertiginosamente hacia el dominio de la luz solar y con este don y su dolida mirada de niña enamorada atrapó al prospecto de santo.

En unas cuantas semanas lo obligó a defeccionar del sacerdocio y huyó con él al sureste de la República. Vivieron felices dos años, lapso durante el cual Felipe descubrió que el amor no es suficiente para vivir en pareja, si en esta no existen otras afinidades de tipo moral o intelectual, o en alguna de las partes hay renuncia a proyectos y apetencias individuales que pudieran diferir con el programa común de vida. En el caso particular de ambos la única identidad era la física y la diversidad vocacional tajante, porque La Estúpida estaba hecha para vivir sensualmente y el protosanto había sido programado para ascender al cielo sin renunciar a las tenaces y peregrinas tribulaciones de la Tierra, no obstante las deliciosas vacaciones que se había dado.

Éstas, por lo demás, no duraron mucho porque a poco de que se establecieron en Coatzacoalcos, donde Felipe logró ejercitarse como maestro de párvulos en una escuela privada, comenzaron sus remordimientos por lo que él consideraba una traición a la Iglesia y a su vocación. Finalmente un ataque de contrición lo llevó a la decisión de regresar al redil de la Santa Madre Iglesia Católica y a la renuncia de su amor pagano con La Estúpida.

Con tristeza y rabia ésta recordaba los días en que Moraes, convertido en loco paranoico perseguido por mil diablos y la voz atronadora del Señor, la obligó a retroceder mil kilómetros de territorio y mil años de ventura sensual, a fin de evitar que los ataques de contrición terminaran con exterminio suicida de su amante. La escena final de este drama se desarrolló una helada tarde de diciembre frente al pórtico de la Catedral de Puebla. Enflaquecido, estirado hasta el infinito por la autoflagelación, el hijo pródigo miró con agradecimiento y pena a La Estúpida.

«Perdón», fue la única palabra que pudo pronunciar.

La muchacha lo vio alejarse con lágrimas en los ojos. De ahí mismo, la plaza de armas de Puebla, La Estúpida se encaminó a la estación de autobuses para dirigirse a México, en donde empezaría una nueva vida. Tenía entonces dieciséis años. Dos lustros más tarde, después de una incómoda noche de agosto en la que no podía dormir porque se sentía aterrada por un extraño vacío en el estómago,  le llegó el rumor de que un hombre «muy hermoso, parecido a Cristo», yacía moribundo en la puerta del edificio donde vivía. La noticia reveló la causas de su insomnio: el Cristo indigente era Felipe Moraes, el ángel naufrago y paralítico que portaba el mensaje de un amor que ennoblecería a La Estúpida por el resto de sus días. Creo esto con convicción esto porque ningún otro tipo de afecto e interés habría atado a la gran estrella de los espectáculos nocturnos de la capital a ese esqueleto de amor aparentemente anómalo.

En un principio supuse que La Estúpida se aferraba a Moraes porque con él satisfacía un inconsciente prurito de amor maternal que le ofrecía la oportunidad de ejercitar sus tendencias posesivas y tiránicas. Moraes, condenado de por vida al mutismo y a una silla de ruedas, era el sujeto idóneo para la práctica de este tipo de dominio maternal que existe en muchas mujeres posesivas, ya que el pobre muchacho le garantizaba el amor servil e irracional de un hijo idiota, un marido mandilón o un perrito de faldas. Pero me equivoqué: Moraes había sido, era entonces y fue por siempre el único amor perdurable de la gran puta.

Capítulo 20

RAQUEL

Felipe Moraes era hijo único de inmigrantes portugueses que habían hecho América con una tienda de ultramarinos en La Merced. Su madre, una beata, lo obligó al sacerdocio católico y fue así como llegó a manos de La Estúpida.  Pero años antes de que conociera a La Estúpida el joven había tenido una experiencia amorosa profunda y dramática: su enamoramiento con una mujer casada, mucho mayor que él y con nombre de evocación bíblica: Raquel. Una señora que sin ser actriz ni disfrutar de una posición pública era afamada en muchos ámbitos sociales por su belleza física. Y, en efecto, poseía un rostro excepcional en el que resaltaban las líneas perfectas de su nariz y boca, sus ojos grandes y castaños, un cuerpo armonioso, flexible y sensual.

La historia de este amorío la conocí por la mediación de un retrato que Moraes tenía siempre a la vista sobre una consola frente a la cual colocaban su silla de ruedas. La Estúpida me había dicho que aquella mujer era la madre de Felipe. «¿Verdad que era bonita?», preguntó intentando parecer complaciente para distraerme de cualquier conjetura sobre la verdadera identidad de la señora. Pero en un descuido, mientras preparaba café, tomé el marco y descubrí una dedicatoria en tinta sepia. «Para mi niño adorado: Yocasta. Jalapa 1939», decía el texto. Moraes me miró con angustiosa  alegría, muy contento de compartir su secreto. Luego hizo señas con los ojos para que me acercara. Estaba eufórico, desbordado, casi lograba romper el saco de malla de su parálisis. Después de muchos guiños me obligó a hurgar en uno de los bolsillos de su camisa, donde tenía una carterita de mica como las que usan los campesinos y obreros para guardar sus credenciales, estampas y cartas.

Contenía el recorte doblado de un periódico de Jalapa y una carta con timbres y sellos de España. El impreso era una gráfica periodística en la cual aparecía Raquel rodeada de varias personas. El pie de grabado decía: «Raquel Limón fue despedida ayer por sus amigos, ya que viajara con su esposo a la Madre Patria. Paco desempeñará una importante función diplomática en España». La carta, que en algún momento debí ocultar ante la aparición de La Estúpida, esclarecía la historia de amor de Felipe Moraes.

«Chiquillo mío: Todo tiene un comienzo y tiene un fin. Tú me brindaste la oportunidad de conocer el amor. Siempre había sido un objeto de amor y contigo fui por primera vez sujeto, parte igual e íntegra. He sido el amor contigo. Vive seguro que no he amado ni amaré a ningún hombre como a ti. Sé que también me amas y, si te consuela saberlo, mi partida de México se debe a que mi amor por ti comenzaba a desvariar. Si tuviera tu edad o siquiera diez años menos, no habría ningún obstáculo para nuestro amor. Pero el tiempo, el tuyo y el mío, nos separa. Somos dos islotes distantes en el mar de la intemporalidad que sólo el sueño pudo acercar momentáneamente. Adiós, mi amor de toda la vida. Raquel».

La fotografía mostraba una mujer de 45 años, fresca y de líneas suaves y firmes como las que la luz define en el perfil de las montañas. A partir de ese retrato pude imaginarme la aventura de Moraes. Éste me miraba, en tanto, con alegría como si solicitara mi dictamen o un comentario laudatorio. A señas le dije que la mujer era extraordinariamente hermosa. Cuando me escuchó -hasta entonces pensaba que era sordo- se soltó a llorar como un niño.

--Cada que el bobo ve a esa pinche vieja se pone a llorar- comentó La Estúpida al regresar con café y advertir que Felipe estaba sollozando.

Raquel estaba casada con uno de los hombres más ricos de Veracruz. Había aceptado venderse a un hombre que no quería, después de haberse fracaso su intento por hacer carrera como actriz de teatro y cine. El matrimonio de conveniencia le garantizaba al menos todo por lo que buscado en el mundo del espectáculo: dinero, comodidad, posición social firme. Antes había aceptado un amasiato con un gobernador y ejercido la prostitución de alto nivel económico en la capital de la República. Su marido era un tipo sin inteligencia ni personalidad, pero había heredado una fortuna y podía darse el lujo de comprar una verdadera joya humana.

Moraes la conoció durante una visita que la pareja había realizado al seminario donde Felipe se preparaba para el sacerdocio. Ello había ocurrido justamente un año antes de que apareciera La Estúpida en la vida del apreciado beato. A muchos años de distancia, aún no puedo imaginarme la forma como éste y la señora se concertaron, pero en los ojos ahogados por la ansiedad y el entusiasmo de Felipe pude leer que el romance debió ser tórrido y que ambos debieron recurrir y agotas todos los ardides posibles del inmenso catálogo universal amoroso ¿En dónde y con la complicidad de quién o quiénes pudieron encontrarse? Mi escasa novelería no me da para explicar siquiera el primer episodio de esa historia.

Capítulo 21

El pecado original, la mayor transgresión humana al código divino y causa de los supuestos peores castigos infligidos al hombre -la conciencia y el trabajo-, es la alegoría más audaz y acertada que pueda hallarse en la Biblia para resaltar la importancia fundamental del amor físico en la evolución de la especie humana. Este capítulo reivindica al amor sexual como el rasgo específico del hombre que lo distingue de otros antropoides , obviamente de otros mamíferos, y como el punto de partida de su capacidad de raciocinio. Por ello no es casual que el autor o los autores del Génesis  hayan puesto a Adán y a Eva a hacer el amor bajo el Árbol de la Ciencia: los primeros destellos de conciencia y de pensamiento abstracto fueron alcanzados por el hombre cuando descubrió que en su ejecutoria sexual había mucho más que una simple necesidad de apareamiento con funciones reproductoras. El goce carnal llevó al hombre primero a la creación de una necesidad estética deliberada, que posteriormente vertió en una actitud previsora y más tarde en la procuración de una satisfacción duradera, hecho en el que hoy podemos advertir el primer atisbo de conciencia, es decir, de planeación y modificación de la naturaleza. La diferencia específica del hombre con los demás animales surgió originariamente de su forma de hacer el amor, el cual nos provee de una de las satisfacciones físicas más importantes para la sobrevivencia, el  comportamiento y la evolución de nuestra especie. Esta es la razón por la que el amor físico debe realizarse con el mismo grado de conciencia y refinamiento; es decir, con el mismo interés y cálculo con se prepara un acto de combate donde está de por medio el cumplimiento del deber, la cortesía, la dignidad y el decoro. El amor sexual se hace tanto con la mente como con los órganos sexuales y su objetivo final va mucho más allá del mero desfogue venéreo: la búsqueda de identidad integral con nuestra pareja. Una cópula no puede estar abocada exclusivamente al orgasmo -fruto germinal y terminal del coito- sino a la exploración del amor como un acto de conciencia en el que dos seres se funden en el propósito común de hallar el máximo tesoro de la vida: el placer.

EL CALIFA

¿Hay alguna mujer que pueda ser todas las mujeres juntas? Todas, cada una, lo son potencialmente. Sin embargo, su inteligencia, mezquindad, ignorancia o audacia hace a muchas pequeñas o reductibles a ciertas virtudes y defectos excluyentes que raramente se hallan en una sola: bellas, diligentes, audaces, torpes, tontas, mediocres, avaras. Exactamente igual que todos los hombres, con quienes su única diferencia son las verijas. La Estúpida era, podía serlo, todas estas mujeres a la vez, según las circunstancias e intereses se lo exigieran. Por esta ancha vía de práctica vital había sido lo mismo una puta esquinera, que una leal esposa monógama y la enamorada amante de un inválido sin remedio.

Había sido -podía serlo en cualquier momento- una niña rural maravillada de las especies zoológicas de Chapultepec; la comedida mujer de pueblo que regala limosnas en iglesias, que ayuda a pasar un ciego en la calle, que se emboba con los merolicos; la loca de feria que se desata a bailar en cualquier parte; la solemne poetisa de tórridas madrugadas de bonhomía y aun la pretendida oradora mesiánica de tribuna callejera que denuncia alzas de precios, abusos policiacos y la falta de un auténtico proceso democrático en el país. A mediados de los años 50 era ya una rutilante estrella del espectáculo nocturno, con eventuales incursiones en el teatro ligero y el cine, que vivía apacible en el desempeño del papel de sufrida y anónima madre de niño idiota. Tenía un pequeño apartamento de clase media alta en la colonia Roma, en el que pasaba por atractiva amante de casa chica de algún millonario de las Lomas de Chapultepec o el Pedregal de San Ángel.

Un supuesto encuentro casual en la Plaza de San Lucas había derivado en la reanudación de nuestra amistad y propiciado mis visitas de cada fin de semana a su vivienda. Una tarde en que me relataba sus más recientes éxitos artísticos y me mostraba sus más queridas preseas y fotografías, cayó ante mi vista otro de sus secretos. Estaba oculto en un recorte de periódico aparentemente anodino. Era una nota informativa en primera plana de El Sur, un pequeño diario de cuatro páginas de Cuernavaca, en la cual reseñaba la muerte de un torero:

CUAUTLA, Mor.- El afamado matador de toros Manuel Bravo El Califa, murió hoy aquí al recibir una tremenda cornada en el cuello que le infirió una de las cuatro reses lidiadas en la tradicional Corrida de la Independencia.

El Califa, de 31 años, fue cogido al intentar de muleta un farol de rodilla. El toro lo tomó del cuello con el pitón izquierdo y lo trajo prendido cerca de medio minuto.

Cuando lo soltó Bravo se desangraba como un grifo de agua, ante la aterrorizada impresión de las dos mil personas que asistían al festejo.

El torero falleció cinco minutos después en una casa vecina de la Plaza Morelos, sin que pudiera recibir atención médica, toda vez que el coso carece de enfermería.

El Califa había lucido valentía temeraria frente a una innoble y pesada corrida de la ganadería El Comején, desconocida y sin cartel en las principales plazas de la República.

Una versión no confirmada asegura que los bichos estaban toreados, que el encierro promediaba más de cinco años de edad y que habían sido enviados por una ganadería de cartel que ocultó su divisa.

Pascual Jiménez, el alternante de El Califa, pasó también las de Caín para despachar los toros que le tocaron en suerte y mató de puntilla a la res criminal desde un burladero.

Manuel Bravo, con mucha estima en Cuautla por la temeridad espartana que cada año lucía en la corrida en las Fiestas Patrias, hizo el paseíllo vistiendo el fatídico terno naranja con bordados de hilo negro y con una pañoleta en la cabeza al estilo del generalísimo José María Morelos.

Su apoderado Roberto García El Pico responsabilizó de la muerte de su torero al ayuntamiento de Cuautla, que hizo de empresario de la corrida, aunque reconoció que El Califa había desafiado con demasía a los toros.

La Estúpida me miró con tristeza cuando terminé de leer el recorte

--Viví con él algunos años, después de que tú y yo nos separamos. Todo iba bien, pero una carta de Medarda en la que decía que Felipe me buscaba, me alejó de él. Luego ocurrió eso-- dijo, señalando el papel.

-No lo amé, pero yo lo hice torero.