La Estúpida entró en relación con Manuel Bravo El Califa cuando era apenas un novillero desconocido a quien la edad (28 años) y la vida nocturna habían alejado de las capeas y el compromiso ontológico con el toreo. Para entonces vivía menos del toro que de explotar su buena figura con las putas de Las Vizcaínas y las turistas extranjeras que caían en los bares y cabarets del centro de la ciudad. Era audaz y simpático; vestía de corto y paño, botas andaluzas, gorra vasca y gazné; usaba coleta natural y hablaba caló taurino con entonación gitana. Desde que inició su relación con La Estúpida --«quizá si lo quise un poco, pues de otro modo no habría hecho todo lo que hice por él»- ésta se propuso sacarlo del anonimato mediante el uso de diversas formas de atracción publicitaria a fin de que consiguiera una corrida en la Plaza México.
Una huelga de hambre en la puerta principal del coso y un hábil campaña de informes periodísticos promovidos por La Estúpida, lograron que Manuel Bravo hiciera el paseíllo en la plaza de toros más importante del país, misma en la que había desgastado tres lustros de su vida con peticiones y ruegos ignorados. Para su suerte y gloria, el ya no muy joven novillero tenía ese elemento primigenio que don Juan Belmonte exigía a todo hombre que quiere ser torero: parecerlo. Es decir, tenía una figura entre dolida, serena, triste, asustada y decidida, muy parecida a alguno de los Cristos de pueblo de España, México y los otros países de Sudamérica donde sobrevive la fiesta de toros.
A El Califa le bastó pararse en la puerta de cuadrillas con su coleta natural, un puro en la boca y un viejísimo terno blanco con bordados de hilo negro, obviamente alquilado, para que la gente se reencontrara con la antigua originalidad que cada tarde espera hallar en la reluciente monotonía sagrada de la fiesta brava. Otro hecho fortuito hizo lo demás: en su primer lance de capa fue arrollado por el novillo, pero después de volar dos o tres metros y caer en la arena como pájaro herido, Manuel Bravo se levantó hecho un jaguar y con un puntazo poco profundo en una nalga, sin casaquilla, montera ni zapatillas, se puso a perseguir a la res hasta arrinconarla y obligarla a pelear de frente, en corto y a muerte.
Entonces se dedicó a hacer una de las faenas más memorables en la historia de la Plaza México. Un faena que enloqueció al público y que le mereció tres vueltas al ruedo con las orejas y el rabo del toro en las manos, en medio de una lluvia de pañuelos, flores, sombreros, botijas de vino y zapatillas de mujer. Al día siguiente todos los diarios de la capital dijeron que había nacido una nueva figura del toreo mexicano. Pero el éxito de El Califa, refrendado y agrandado esa temporada novilleril en el Distrito Federal y en las principales plazas de provincia, estaba prendido con alfileres tanto en el mismo terreno taurino donde ahora había alcanzado el máximo nivel de éxito posible, como en el complejo cuerpo descotuntado de su vida emotiva.
¿Por qué? Porque el joven diestro había llegado a la fama taurina con más de diez años de retraso, cuando se había cebado en demasía con los placeres mundanos que mejor lo asientan a uno en la vida: las mujeres, el vino, la comida y el disfrute de otras expresiones artísticas. Es decir, cuando empezaba a madurar como persona de estrictos hábitos civiles y a perder el alto grado de inconsciencia de riesgos que hace valientes y temerarios a los jóvenes que se afanan por ser toreros sin importarles gran cosa el peligro al que se exponen.
Manuel Bravo El Califa tenía además un reto de vida aún más peligroso y complejo que cualquier encierro taurino: se había enamorado perdidamente de La Estúpida y nada de lo que pensaba, soñaba y planeaba quería hacerlo sin la presencia y anuencia de ella. En razón de querer estar siempre con ella, de actuar y querer agradarla en todo, después de tomar la alternativa su carrera empezó a estancarse y a declinar. Aparecieron los miedos, las precauciones excesivas, el toreo fraudulento, la imperfección técnica en los lances, las cornadas y, finalmente, poco antes de que llegara la carta de Medarda, y que se diera cuenta de que La Estúpida amaba a otro hombre, una desesperada indiferencia hacia su carrera y su persona que lo llevó al consumo compulsivo de alcohol y mariguana.
Tras el abandono de La Estúpida vendría ese periodo inmediatamente anterior a su muerte, durante el cual se convirtió en un torero bufonesco que recurría a artificios extra-taurinos para cobrar un pedazo de la gloria adulterada que se vende fácil en las plazas de pueblo. En alguna ocasión El Pico, su apoderado, visitó a La Estúpida para suplicarle que convenciera a El Califica que abandonara los toros.
--El muchacho anda buscando que lo mate un toro, eso es lo único que ahora lo lleva a los ruedos. Ande, jefa, ayúdeme a sacarlo de esto- le dijo.
-Yo no trato con débiles ni con pendejos- contestó imperiosa y dura, contraponiendo su éxito en el medio artístico y su seguridad emocional con la situación de desastre de su ex amante.
En aquel momento Moraes, perdido en el dédalo de sus contriciones y sus perdidos amores temporales, empezaba a abandonar una vicaría en Chiapas en busca de su María Feliciana.
Capítulo 23
GABRIELLE
Una noche que regresaba de un hotel del Paseo de la Reforma me encontré de pronto con Gabrielle, el putito que años antes La Estúpida había utilizado para deshacerse de mí en el Mirlo Blanco. No me costó mucho trabajo descubrirlo pese al raro disfraz que escogió para ejercer la prostitución masculina en la esquina de esa avenida con la calzada de los Insurgentes. Su vestuario travesti rayaba en lo grotesco y lo ridículo. La peluca rubia, demasiado grande y descolocada, contrastaba demasiado con su piel morena; sus coloretes y pintura de labios desbarraban de la boca y las mejillas; su cuerpo, anteriormente delgado, era ahora regordete y laxo. Su caminado y sus poses eran tan acusados que parecía una garza de espantapájaros pescando en un lago de vidrios rotos o papel de estaño. Sugería un anticipado payaso-mendigo de crucero como los que habrían de proliferar a partir de los años 60, generando en su entorno una rara conmiseración en la gente que pasaba a su lado. Por su intención estética y su equívoca pretensión de iluminar un trozo de la ilimitada nocturnidad de la capital creí ver en él la misma belleza agónica con que el Ángel de la Independencia ríe en las noches como el diente dorado de una entidad extraña a nuestra cosmología predominantemente barroca.
Cuando me acerqué a saludarlo, evitó responder y aun atrevió el mismo gesto de desprecio con que antaño me expresaba su antipatía. Sin embargo, apenas advirtió que mi alegría por verlo era espontánea y sincera, aceptó platicar en una cafetería cercana. Pronto desaparecieron sus reservas e incluso su coquetería y su voz afectada, consciente de que conmigo no tenía necesidad de impostar una femineidad que no era la suya.
-Estás hecho una auténtica mujer- dije para halagarlo.
-¡Pero lo soy, tonto! ¡Tú no cambias ni siquiera con los años!- protestó con orgulloso enfado, a modo de introducirme en un largo relato sobre los grandes esfuerzos laborales, económicos y médicos que había tenido que hacer esos años para convertirse en hembra de pies a cabeza “y por todos los ángulos”. Su epopeya transgénica incluía una costosa intervención quirúrgica que en una primera fase había implicado la inversión plástica de su sistema orgánico, la cual concluiría en una segunda etapa mediante la construcción de una vagina que le permitiría tener relaciones heterosexuales con su pareja, la cual ya tenía identidad física, nombre y localidad civil con compromiso formal de matrimonio por las tres leyes.
-¿Entonces por qué sigues taloneando?
-Porque de algo tenemos que vivir mi viejo y yo.
Además de proyectos maritales, me habló de vivencias extraordinarias en cierto viaje a Europa con un rico amante anterior a su proto-marido, de amasiatos con famosos hombres de negocios y políticos, aun de una breve incursión en el teatro y la poesía.
-Sí, también quise ser actor y poeta. Hay tanto puto en esos ambientes, que yo creí que con ser ambidiestro bastaba para obtener grandes lauros en las tablas y la literatura.
Después de una hora de charla el único tema pendiente era La Estúpida. Yo mismo lo propuse.
-¿Qué ha sido de nuestra ex novia?
-¡Ay, amor, no me hables de esa pinche vieja! No quiero recordarla ni siquiera mencionarla porque me da alergia.
-¿Por qué?
-¿Como que por qué? ¿Acaso no sabes lo que pasó entre nosotras a partir de aquella tarde que te mandó a la chingada?
-No, en absoluto. Nunca más he sabido de ella- mentí.
-¿No supiste que vivimos juntas, que la hija de la chingada me metió de
puta, que me violó, que me explotó y que casi me mata?- añadió con un dramatismo que llegaba al grito y que incluyó la expulsión de escupitajos para conjurar el nombre de la gran puta.
La experiencia de Gabrielle con La Estúpida había sido agobiante, sorprendente, dolorosa. Con ella aprendió casi todo lo que era posible aprender sexualmente entre un hombre y una mujer, entre una mujer con vocación de hombre y un hombre con vocación de mujer. Me contó que en la primera ocasión que estuvieron juntas, ante su sorpresa y espanto, La Estúpida asumió el papel de macho para hacerle un trabajo de cachondeo previo en el culo con los dedos y la lengua, el cual remató con su clítoris, el cual no era muy largo pero sabía hacer muy bien labores de menage. A partir de entonces Gabrielle abandonó su trabajo de mesero, a fin de dedicarse a prostituto con los clientes que La Estúpida le conseguía.
Pese a su condición de estrella de centros nocturnos de segunda categoría, La Estúpida se dio sin freno a una putería extravagante que sorprendía aun a los clientes más libertinos. En asociación con Gabrielle promovía toda suerte de encuentros íntimos en los que participaban un mínimo de tres personas. Los menages no eran solo a trois, sino también a quatre, cinq, six, sept, huit, los cuales iniciaba regularmente con una sesión bisexual entre Gabrielle y ella, a fin de preparar a sus contertulios. La Estúpida cobraba mucho dinero por estos espectáculos pero a Gabrielle le daba muy poco o nada. La relación duró apenas poco más de un año y durante este lapso viajaron a las principales ciudades del interior de la República, entre ellas Monterrey, Guadalajara, Mérida, Veracruz, Acapulco, Tijuana, Torreón, Juárez y Tampico. La nueva estrella daba trato de hijo-hija o de esposo-esposa a Gabrielle pero éste, agotado física y mentalmente por el desenfreno y la explotación, escapó después de una discusión que tuvieron por cuestiones de dinero.
Además de la causa pecuniaria, la huida de Gabrielle tuvo varias razones de índole física y moral que resumió en unas cuantas palabras:
-Yo necesitaba un mayate, no una tortillera. Había que entender que por mucho que me satisficiera, ella no podía darme como hombre lo que yo necesitaba como mujer.
La ausencia de Gabrielle provocó un gran trastorno en la gran puta, quien por semanas vivió una crisis nerviosa que la llevó al consumo compulsivo de alcohol, a pleitos sistemáticos con sus compañeras de oficio y a varios escándalos de comisaría con repercusión periodística. Fue por esos días cuando conoció a El Califa y dio el paso definitivo en su carrera artística, en la cual alcanzó estrellatos de carpa, de nudismo en centros nocturnos exclusivos, teatro de astracán y se asomó breve pero fugazmente en las pantallas de cine.
Capítulo 24
La Estúpida jamás concebía ni ejecutaba un acto sin derivar de este una acción colateral. Su conocimiento intuitivo de las cosas le permitía saber que no hay una causa física que no desencadene otra u otras. Siempre calculaba que una actitud suya o las circunstancias donde se desenvolvía, podían servirle para entender y apoderarse del uso de otros hechos. Su pensamiento era eminentemente mágico e intuitivo. Cuando Gabrielle le confesó su admiración sin límites, advirtió que se le ofrecía un cuerpo joven que podía ofrendar en un acto ritual que le serviría para atraer al hombre que realmente amaba. Gabrielle era idóneo: joven, bello y muy parecido físicamente a Felipe Moraes. Utilizó a Gabrielle para atraer física y espiritualmente a aquél en múltiples de actos de magia por simpatía y contagio.
La Estúpida tenía tal sentido del espacio y el tiempo que aun ebria sabía dónde y en qué momento podía asentarse, dormir y abandonar un sitio. Intuía el aparente recorrido del Sol sobre la Tierra y en función de ello sabía puntualmente la hora sin la consulta de un reloj, la vista de la luz solar o la ubicación de las estrellas. Aun sin reconocer los lugares donde estaba, caminaba con gran seguridad hasta llegar a los sitios que procuraba. Igual que los filósofos, poetas y músicos más sabios, disponía del entendimiento natural e intuitivo que emana de la Madre Tierra, de la luz, del agua, del viento y los árboles.
Gabrielle le tenía aún mucho temor hacia La Estúpida, porque afirmaba que por largos periodos se convertía en una bruja maldita, sin permitir la intermitencia de las otras fases de su personalidad múltiple. Recordó horrorizado varias de las prácticas que hizo sobre él y el ambiente de desenfreno, extravagancia y misterio que lo obligó a compartir. Describió el uso de vestuarios exóticos, bisutería, pociones y yerbas amargas y malolientes, fetiches monstruosos, talismanes y amuletos de todo tipo, incluidas algunos miembros desecados de animales muertos, tales como patas de conejo y lagartijos, iguanas y monos.
-Se disfrazaba de hechicera y se ponía como loca a invocar santos, dioses paganos, espíritus, demonios y potencias africanas. Bailaba como posesa y sonámbula, aullaba, gritaba, lloraba y se revolcaba en el suelo. Parecía una bruja de película de horror.
Para evitar sus temores y convidarlo a que siguiera hablando, le confesé que compartía su terror hacia las artes mágicas de La Estúpida, y que poco antes de que me abandonara había decidido dejarla en cualquier momento por esa misma razón.
-Pero no te preocupes más por lo que pueda hacerte, porque pierde su poder con la distancia. Ella sólo tiene poder cuando está cerca de ti y está en la posibilidad de sugestionarte o darte algún brebaje- le dije.
-Debe ser. Tú más que nadie debe saberlo- comentó relajado, mientras miraba la fraudulenta aura de modernidad del Paseo de la Reforma con su rutilante cielo plateado, sus azulados edificios de hierro, su cristalería gris, sus enormes árboles y sus fastuosos automóviles. En el centro de la glorieta resaltaba la estatua dorada del Ángel de la Independencia con su maricón e indeciso paso de ballet clásico y bellas pechugas de mujer adobadas con la última luz del Sol alumbrando desde la región poniente en el Bosque de Chapultepec.
En ese momento Gabrielle se levantó repentinamente de su asiento y, después de remover y ajustar la vasta tramoya femenil que traía en la cabeza y el tronco, se acercó a mí hasta rozarme la cara. Abrió su camisa e hizo a un lado el brasier y las gasas que daban bulto a sus falsos pechos, a fin de mostrarme su tetilla izquierda: a un lado de esta, hacia abajo, donde está el corazón, había una cicatriz rosada con forma de cruz.
-¡Esta fue una de las muchas chingaderas que me hizo aquella puta hija de la chingada!- dijo en tanto se limpiaba las lágrimas, se volvía a sentar y arreglaba sus arreos de mujer.
-Me hizo esta herida una noche de luna con el propósito de comprometerme a que siempre sería suya y que nunca la dejaría. Me dolió mucho, mucho. Trazó la herida con un pedazo de cuarzo, así, en frio, mientras decía cosas en una lengua desconocida que quizás estaba inventando porque ninguna de las supuestas palabras tenía parecido con el español, el inglés o con algunas de las lenguas indígenas que se hablan en México.
Gabrielle permaneció largo rato callado y, sin pronunciar ninguna palabra ni hacer ningún movimiento, ademán o gesto, se puso de pie, tendió la mano para despedirse y se alejó del café con tal desenfado o abandono que se le olvidaron su escenificación femenil y el equívoco movimiento de nalgas con que ejercía su profesión en la calle. Cuando alcanzó la glorieta de la Palma, un aguacero repentino lo obligó a correr y a perderse en las calles de la colonia Cuauhtémoc, donde probablemente encontraría un lugar donde guarecerse.