*La Estúpida

Soñoliento y herido en la cara por un resolano que se filtró entre las cortinas de paño, don Manuel Salomón se levantó sin preocuparse más del examen dancístico de La Estúpida, quien en aquel momento culminaba un fallido spleet que la hizo rodar hacia un lado. EI más poderoso de los caciques del México nocturno caminó a oscuras entre mesas, sillas, constelaciones de luz tímida, polvo y humo de cigarro. En la barra recibió un portafolios con las ganancias de El Gran Kan y pese a la cojera de una de sus piernas enfiló rápidamente hacia fuera del congal. Enhiesta en el centro de la pista, La Estúpida me miró ansiosa. Parecía una estatua de ébano con una enorme amapola sobre la oreja derecha, mientras la encarnada barca de sus altos y hermosos pechos bogaba en las cálidas aguas de aquel mediodía nocturno. Alcancé a don Manuel cuando trepaba a una limusina estacionada al borde de la avenida San Juan de Letrán.

-Hará una semana y si gusta su pinche baile firmamos contrato por dos meses. Cinco pesos por función y ficha libre ... Ah, adviértele bien que debe atender de oquis a mis invitados. No quiero broncas con ella ni con nadie.

EI automóvil arrancó poderoso y ágil como un gran felino.

-¡Sabes tú que esto significa para mí! ¡El triunfo, dinero, joyas, comida segura, el adiós definitivo a la pobreza que me ha chingado la madre toda la vida!- gritaba mientras gimoteaba y trataba de apaciguar un ataque de llanto mezclado con risas histéricas como si se hubiera atascado con niñitos santos y yoyos.

Después de una hora de ron y proyectos faraónicos relacionados con lo que haría con su nuevo estatus, propuso que siguiéramos la peda en Le Merle Blanche, un burdelito de la colonia Roma donde trabajaba como vedette y puta. A esa hora el sol estaba en lo más alto del cielo, alumbrando un mundo estruendosamente vertical con pretensiones barrocas y góticas. San Juan era un río de luz, automóviles y gente. EI aire destilaba resplandores plateados y burbujas metálicas que recorrían las calles de la ciudad como un luminoso dragón celeste.

Mientras caminábamos entre transeúntes y vendedores callejeros me di cuenta de un fenómeno inusitado: La gente volteaba y se detenía a ver a La Estúpida con expresiones de asombro como si se tratara de una famosa estrella de cine o de un ser extraterrestre. Me puse a observarla.

Parecía haber ganado estatura y su hermosa piel morena emanaba un brillo de luz áurea que impregnaba el aire con una embriagadora estela de perfume de hueledenoche. Iba ataviada con su acostumbrado payasito circense escarlata, sus desgastadas zapatillas doradas y una larga capa de terciopelo azul con mariposas bordadas en chaquira y lentejuela que dejaban al descubierto sus torneadas piernas.

Llovían piropos, silbidos, gritos y un cortejo de curiosos caminaba detrás nuestro como si encabezáramos una procesión religiosa o un mitin político. Por un momento La Estúpida siguió caminando altanera e indiferente, consciente del dominio que había alcanzado sobre las masas. Entendió que habría sido un error táctico hacer demasiado pronto concesiones populistas y en abono de un mejor momento para sacar partido a aquella muestra de popularidad, se mantuvo ajena a los afectos del público. Pero había madurado ya un plan de exhibicionismo que le permitiera mantener la expectación y que al mismo tiempo la desmarcara de aquella plebe callejera.

Cuando llegamos a la parada del tranvía de San Ángel, en la esquina de 16 de Septiembre, guiñó un ojo y siguió de frente. A la mitad de la cuadra se detuvo, dio dos pasos hacia un lado, volteó hacia sus admiradores, alzó sus brazos en cruz haciendo refulgir su capa. Exclamó:

-¡Mírame bien, pueblo. Soy una reina de Oriente! ¡Soy la Marquesa del Monte de Venus y del Palo Grande!

Hizo un giro en rondín de ballet clásico y se echó a correr hacia el interior del pasaje Savoy, seguida de sus fanáticos de ocasión, quienes quizás la suponían una actriz de cine o una desempleada haciendo publicidad callejera.

-¡La loca, detengan a la loca!- gritaron algunos de sus perseguidores cuando la vieron romper la fila de puñeteros que en aquel momento hacían cola en las taquillas del cine Savoy.

En la salida de 16 de Septiembre se perdió de vista, luego de treparse a un autobús que iba al Zócalo. La busqué durante dos horas en cantinas, restaurantes, tiendas de ropa y zapaterías. La encontré en un café taurino de Bolívar donde solían reunirse toreros, periodistas, hombres de letras y gente de la farándula. Estaba ebria. Bailaba con un grupo de novilleros y banderilleros al ritmo de música de cante jondo con golpes de guitarra y palmas. Al verme corrió hacia mí y se puso a llorar.