Capítulo 28

Cogimos unas diez veces en tres días, prácticamente sin comer, tomando solo un viejo vino chino que según ella servía para potenciarnos. Todo el vasto inventario copular que acopió en su carrera de puta barata y cara, y el que yo había recopilado en treinta años de explorar el conocimiento humano a través de la carne, se puso en juego. Su deliciosa estrechez, su imaginación para combinar posiciones en un mismo coito, su inagotable fuente de jugos orgásmicos, aunados a mi capacidad retentiva, hacían de cada sesión una obra de arte. Adán y Eva habrían podido asistir a ellas para inventar mejor el amor físico -su máximo descubrimiento filosófico, científico, artístico, moral y ontológico- y evitar a sus descendientes de todas las razas ese tentaleo torpe que impide el desenvolvimiento integral de las sociedades. Porque un pueblo sin cultura sexual, sin un arte profundo de sus habilidades para la comunicación física, está condenado a ser un simple generador de mano de obra barata y extremas riquezas, pero no un productor de cultura.

Ayuntados por horas La Estúpida y yo nos dimos también a ciertos juegos de distracción borrachil o infantil. Jugamos conquianes, brisca, poquer, cubilete, dominó, damas chinas, serpientes y escaleras, poniendo como apuestas orgasmos, fellatios y cunilingües, Intercambiamos cuentos, historias, reseñas de libros, sucesos históricos y anécdotas. Le resumí la Biblia y Las mil y una noches; ella declamó sus poemas favoritos del Poeta del Pueblo, Amado Nervo y de Juana la Monja. Todo ello en la cama, donde también comíamos, bebíamos, eventualmente dormíamos y compartíamos lecturas mientras copulábamos con la posición sexual que mejor se avenía a las historias contadas.

Para los relatos de amor antiguos, por ejemplo los del Decameron,  usábamos la cópula más antigua y natural utilizada por el hombre desde tiempos inmemoriales: montado sobre su espalda y clavado en su coño o su culo, leíamos en voz baja y al unísono el delicioso texto de Boccaccio. Otras veces, explorando y convocando fuerzas mágicas mediante danzas y farsas actorales ocurrentes, nos poníamos a coger sobre o bajo la mesas, en los rincones del cuarto, en el baño, en la tasa del excusado o en el balcón de la ventana que daba a la calle a fin de desafiar la chismosería de los vecinos y la gente de la calle; o en la azotea a la luz de la Luna; en una silla, en las escaleras del patio aun en el Zócalo.

Esto último ocurrió una noche al amparo de uno de los contrafuertes del Portal de Mercaderes, entre los bultos soñolientos y roncadores de los miserables que allí dormían. De vuelta a Donceles de esa noche de desafío a la moral pública y a las sedes representativas de los dos más altos poderes de la oligarquía mexicana -el Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana- recorrimos la calle de Brasil hasta la plaza de Santo Domingo con una algarada de cantos, albures, chistes y cuentos. La Estúpida declamó un poema patrio ante la estatua sedente de doña Josefa Ortiz de Domínguez y trepó hasta uno de los oídos de la ilustre insurgente para decirle: 

-Las putas de México estamos todas orgullosas de ti, madre. 

Esa madrugada subimos la escalera del vecindario ejercitándonos en un juego acrobático sexual que llamamos el mayate: la ensarté por el culo y así, encorvado sobre su grupa, caminando ambos a gatas y componiendo un hermoso insecto de cuatro patas y cuatro manos, trepamos los 33 escalones que nos separaban del patio y el tercer piso del palacete de Donceles. Fue el coito más meticuloso y laborioso que logramos en veinte años de amantes intermitentes, porque solo en dos ocasiones nos desperramos antes de llegar a la puerta de nuestro domicilio. A llegar a la cama La Estúpida me brindó el único reconocimiento explícito a mis habilidades amatorias: «Cogiendo eres un príncipe caballero, un monje más loco y putañero que el Rasputín de las reinas, por eso siempre te he extrañado». 

Luego que dije esto, me dio un beso húmedo y soñoliento en la boca, acaso el único de naturaleza angelical, y se durmió. Cayó en un sueño profundo y pesado que duró más de una semana y que me obligó a llevar a un amigo médico para que certificara que seguía viva, o que no estaba en coma. En ese lapso apenas abrió los ojos una o dos veces al día ojos, bebió algunos tragos de agua o vino, aceptó medio comer a sorbos caldos de carne y frijol y se levantó al baño sólo un par de veces con mi ayuda. Lo más curioso de aquel fenómeno de somnolencia que atacó a La Estúpida fue que su clientela de neuróticos y locos esotéricos jamás volvió a presentarse en Donceles, como si alguien los hubiera informado que estaba indispuesta o que no nunca había existido. 

Capítulo 29

LA MUJER MÁS BELLA DE MÉXICO

Otro fenómeno raro ocurrió a partir de que durmió La Estúpida: un fuerte olor ácido a tierra húmeda inundó nuestro cuarto y por las jambas y dinteles de puertas y ventanas apareció un enorme ejército de hormigas negras. Las lluvias regulares del verano empujaban cada año esas invasiones que cubrían techos y paredes con extrañas figuras de masas que imaginaba similares a los movimientos militares que debieron hacer Aníbal, Escipión, Alejandro, Genghis Kan, Napoleón y Pancho Villa. Después de tres o cuatro o hasta una semana, las hormigas se retiraban sin haber combatido mediante desplazamientos ordenados hacia las ventanas y puertas.

Al salir a la calle las hormigas ocupaban azoteas, cornisas, frisos, banquetas, y, como por efecto de un aliento mágico, cobraban alas y se echaban a volar errátiles y torpes desparramándose a nado en la luz todavía abundante del Valle de México. En esta ocasión el arribo, estancia y retirada de mis amigas coincidió con el tiempo que La Estúpida pasó en el inframundo. Ésta despertó precisamente cuando la última se desprendió de la ventana  que da a la calle.

Estaba malhumorada, sedienta, hambrienta. Tenía grandes ojeras y al advertir mi presencia me miró sin reconocerme. Pidió agua. Había enflaquecido y su cuello era del grueso de una caña. Se me antojó una vieja empequeñecida por los años y la miseria, con el pelo raído y las manos torpes y ahítas en pensamientos vacuos. La luz del mediodía entraba a través de la sólida rampa dorada de una resolana revuelta en su pequeño universo de polvo y luces. En la ciudad había un silencio inusitado. La Estúpida permaneció largo rato sentada en medio del cuarto sin hablar, mientras yo intentaba hacerle plática. Sus ojos, siempre audaces, me miraban inciertos y apagados. Estaba idiotizada, ausente. 

La Estúpida había sido todo en la vida: hembra de milicias callejeras, esposa, madre, artista, bruja, amante insobornable y delirante. Sólo le faltaba volverse loca, morir muda, triste y ajena al mundo. Supe que había alcanzado este alto estado de nivel angelical -¡sólo el Altísimo sabe por qué hace así las cosas!- después de intentar sacarle una palabra y darme cuenta que tenía que cargar con ese amor estatuificado hasta el fin de mis días, aunque jamás se me ocurrió que ello pudiera representar una carga. Al contrario, me sentía agradecido y honrado porque la vida me había deparado la oportunidad de cuidar a una de las mujeres que más había amado.

Una vez que logré habituarla a los usos domésticos más sencillos, comenzó a actuar como niña idiota pero comía sola, se vestía y bañaba por su propia cuenta. Era una muñeca mecánica que atendía cualquier conversación con fines prácticos y aun sonría de vez en cuando. Padecía uno de esos idiotismos angélicos que suelen tomarse como modelo de obediencia, discreción y disciplina, virtudes con las que siempre han soñado las oligarquías y los gobernantes tiránicos que han sido bendecidos por la propiedad privada, el orden jerárquico y sus arquetipos divinos. 

Sin embargo, con el paso de las semanas y los meses su presencia empezó a hacerse cada vez más fantasmal. Durante el día permanecía acostada viendo los grabados de revistas y libros, repasando con la punta de sus dedos la textura de paredes y muebles, mirándose crecer las uñas y el cabello, contemplando su imagen en el espejo, haciendo muecas y ensayando diversas posiciones con brazos y piernas. Se ponía una y otra vez sus vestidos viejos, sus abrigos de piel, sus elegantes zapatillas de colores; pintábase la cara, el cuello y las manos a fin de representar mascaradas y expresiones pantomímicas. Alguna noche que llegué antes de que se hubiera dormido, me dio tremendo susto al encontrarme con la máscara blanca y gesticulante de La Estúpida. Durante mucho rato estuvo riéndose del efecto de su inocente travesura. 

Por meses anduvo en esta locura tranquila hasta que en una ocasión se extralimitó y  logró salir del cuarto, caminó hacia el poniente y se puso a dar una exhibición de pantomima en la Alameda central. Después de buscarla un día entero en calles, hospitales y delegaciones policiales del primer cuadro de la ciudad, la localicé a las doce de la noche del día siguiente con una banda de teporochos que la rodeaba mientras hacía sus ejercicios de fantoche. Los borrachitos la habían estado utilizando para pedir dinero a la gente. Su rescate casi me cuesta una golpiza y acaso alguna puñalada porque la habían declarado su reina y propiedad exclusiva del grupo. 

-Es nuestra loca ¿Tú para que la quieres?- dijo uno de los líderes. 

Me puse enérgico, la regañé y le prohibí terminantemente que volviera a abandonar el cuarto. Lloró como niña y sus lágrimas me hicieron comprender que no podía estar siempre encerrada y que, por lo mismo, necesitaba distraerse en la calle. En función de este propósito, todas las mañanas y tardes la sacaba a que paseara por diferentes partes de la ciudad y ella, muy consciente de su responsabilidad, se maquillaba, se ponía sus mejores vestidos, los cuales estaban diez años fuera de moda, sus pellejos de lujo y la apabullante bisutería mágica que había utilizado durante su ejercicio ritual anterior, de la que curiosamente apartó las joyas que pudieran haber tenido valor comercial porque, aunque loca, no había perdido el sentido del valor de las cosas y de la propiedad.

De esta manera La Estúpida volvió a ser feliz y, sobre todo, a percibir que había recuperado su condición de polo de atracción estética en cualquier sitio que se hallara, toda vez que a su paso viandantes y automovilistas se detenían a verla y en las plazas y parques públicos la gente se aglomeraba a fin de admirar su figura extravagante y atávica, de la que sin embargo era posible distinguir una belleza física todavía excepcional. Con mucha frecuencia fotógrafos profesionales y turistas le pedían que posara, y aun peatones comunes, adultos y niños, que acaso la confundían con alguna actriz, le regalaban flores, le pedían autógrafos y arrancaban de sus vestidos piezas de lentejuela y chaquira para llevárselas de recuerdo. 

Y es que La Estúpida había vuelto a ser la hembra alta, delgada, de grandes ojos castaños y morena cuyo tono de piel amulatado refractaba con la misma luz dorada del barroco mineral que los piratas imperialistas aún no han logrado socavar de los cerros donde duermen nuestros dioses ancestrales, de las pirámides prehispánicas, las iglesias mestizas y el  verde hueso sacro de las mujeres mexicanas.

Capítulo 30

-Hambre. Fue hambre. 

-¿No fue cáncer? 

-Hambre o cáncer, da lo mismo. En este país el peor cáncer es el hambre.

El médico, un hombre joven, no me cobró el dictamen ni el certificado de defunción. Era un día plomizo, llano, recorrido por lluvias menudas e intermitentes. El día pasaba frente a la ventana, observándome e intentando chismosear conmigo con la voz de los pájaros y el rumor de los mercachifles callejeros, mientras yo me empeñaba en descreer de la posibilidad de que La Estúpida hubiera muerto, no porque pensara que fuera inmortal sino porque consideraba que aún era demasiado joven para dejar de estar engatusando, jodiendo y entreteniendo a mucha gente con su gracia, su belleza y sus mitomanías. Pero lo cierto era que estaba muerta mientras parecía dormir apaciblemente recostada en la cama. Según el médico, su muerte ocurrió sin que se diera cuenta. Incluso debió haber estado soñando agradablemente porque en su boca había quedado congelado el rictus de una sonrisa ambivalente.

Otra vez las señoras del vecindario me ayudaron a la tarea de amortajar una mujer y a procurarme un mérito adicional a mi incómoda fama de viudo múltiple. En la caja mortuoria, por encargo de ella, coloqué sus escapularios, sus medallas con figuras de santos y vírgenes cristianas, dioses aztecas y mayas; sus joyas, su vieja edición de Poesías Completas de Antonio Plaza, un abrigo de mink y un cuaderno donde había escrito sus últimos poemas, los cuales me suplicó que no leyera y quemara. 

La noche anterior había entrado en un periodo de lucidez durante el cual me llamó para que estuviera junto a ella. Quería verme, acariciarme y recomendarme sus encargos de viaje. También me entregó un abrigo de piel muy viejo en cuyos forros ocultaba sus ahorros, una cantidad considerable que me alcanzaría para vivir holgadamente. Me pidió que le calentara los pies y las manos. Se sentía tranquila, liviana, sin huella aparente de su próxima muerte, aunque hablaba con plena certeza de que iba a desaparecer y con cierto orgullo porque llegaría a la hora final con resignación y confianza. 

-Voy a morir con el mismo entusiasmo con el que iría a echarme un palo contigo- dijo sonriendo. 

-De veras, hijo, me siento muy relajada y contenta. Esto me produce una paz increíble. La siento cómo avanza dentro de mí y cómo va aflojando uno a uno mis nervios, mis huesos, mi sangre, siempre tensos. Me produce una sensación agradable; es como un cansancio cachondo, suave, que tú sabes que va creciendo en el cuerpo como un sueño. La muerte es eso: un sueño pesado y lento, como el rodar del mundo en el espacio. 

Hizo una pausa en su último discurso, luego siguió hablando:

-¿Tu siempre me has querido, verdad, príncipe? ¿Sabes que eres un hombre predestinado? Te lo dice una bruja competente. Siempre he creído que detrás del padrote barato que eres, hay un hombre grande que pudo haber hecho cosas importantes pero que no las hizo por darse demasiado a las mujeres. Cosas que quizás no sean vistas ni reconocidas públicamente, pero que pueden ser advertidas en tu figura y en tus actos cotidianos más sencillos o modestos ¿Qué mujer puede hoy encontrar a un hombre que conozca buena parte de los secretos del amor y de la vida? Cállate. Déjame a mí las últimas palabras. Tú sabes que amé a otro hombre, a otro ángel terrestre como tú, pero el cual jamás pudo dejar de ser y comportarse como un niño. 

-Quiero confesarte que desde hace veinte años, mis pensamientos, mis sueños y proyectos de vida, oscilaron siempre como un péndulo entre tú y Felipe, y que si en determinado momento me decidí por Felipe fue porque él llegó primero y porque me necesitaba más que tu. ÉI siempre fue un niño solitario que jamás tuvo a su lado a ninguna otra persona que pudiera cuidarlo. En cambio tú siempre has sido un macho garañón cuyo único problema ha consistido en saber cómo quitarse de encima tanta hija de puta. Siempre he pensado en ti desde el primer día cuando te conocí y desde entonces asimilé e hice para mí tu forma de ver, valorar, degustar y apartar de mí las cosas. Creo que mientras Moraes fue el dueño de mi corazón, tu dominaste sobre mi cuerpo y mi mente. Por todo esto, príncipe, siempre soñé con morir a tu lado y en tus manos, y aunque no tienes idea de lo que me costó viajar hacia ti, te tengo que decir que te amé felizmente sin ti, porque eres de la especie de hombres que hay que amar de lejos y a la mayor distancia posible, porque de otra manera una termina traicionada y hecha una pendeja.

Me encargó también una carta para Medarda, su hermana de Veracruz, y un sobre con dinero para su sobrina Jovita, a quienes debía localizar en una ranchería cercana a Poza Rica. Dejó de hablar y se durmió. Estimulado por su confesión, me asomé a la ventana que alentaba hacia la calle de Donceles. En aquel momento la lluvia, caída a contraluz por obra de la iluminación eléctrica del cuarto, debatía a fuego de relámpagos y ráfagas de viento con una noche terriblemente oscura y sectaria en la que parecían asomarse los primeros ribetes de un desastre próximo. Una catástrofe que en labios de algunas rezanderas de Catedral y varios taumaturgos callejeros del rumbo de la Villa traería más miseria, muerte, dolor e incertidumbre por vía de un gran terremoto que estaba por asolar a la ciudad de México y a la región suroccidental de la República.

Pese a mi incredulidad con respecto a la inminencia de su muerte, a unos cuantos minutos de que cerrara los ojos la desperté para que me aclarara las causas por las que Moraes y ella se habían separado y por qué ambos llegaron a mí en tiempos distantes. Le solicité esta explicación porque desde  que reapareció en el Finisterre se había mostrado renuente a hablar de ambos asuntos, limitándose a callar y sonreír con cierto interés por aumentar el misterio. Ante mi insistencia ahora, cuando según ella se encontraba en punto de muerte, volvió a reír entre forzada e indulgente para decir a modo de confesión:

-Ay, mi príncipe. No te lo había querido decir porque Felipe murió hace más de diez años y hasta poco antes de volverte a ver estuve viviendo en Estados Unidos.

En vano intenté decirle que eso no podía haber sido posible porque Moraes había vivido conmigo un par de años, pero ya no pudo atenderme porque después de que terminó de hablar cayó en un sueño profundo del que ya no logré despertarla. Cinco horas después, de acuerdo con la estimación del médico,  La Estúpida murió para hallar en la muerte, igual que la mayoría de las personas, la paz y el descanso que pocas veces encontró en la vida.