La desaparición de La Estúpida me dejó en la más profunda sensación de soledad y abandono. La mayoría de las personas que amaba habían  muerto o cambiado de residencia. Mi fuerza física había comenzado a menguar y comencé a perder la idea de que mi presencia removía el viento, las hojas de los hojas de los árboles y las miradas de las mujeres. Todavía solía atraer a algunas hembras a mi cama, pero este tipo de acciones ya no me interesaban tanto como en el pasado. Ahora mis hábitos nocturnos se habían limitado a breves tertulias en El Jaguar y El Apolo, donde un grupo de amigos y yo nos dedicábamos a escuchar rumbas antillanas y españolas y a mantener viva la discusión política y taurina a gritos y manotazos.

Con frecuencia cada vez menor llegaban conmigo cautelosas mujeres en busca de orientación profesional y filosófica, materias en las que aún conservaba cierto prestigio dentro del gremio mundano. Mi energía sexual estaba cuidadosamente embalsamada en el recuerdo de las mujeres que más había amado y deseado, y sólo eventualmente me arriesgaba a una competencia con alguna chica provocadora y bella. La verdad es que mi ciclo vital estaba cerrándose, que tenía el pajarito cansado y que entonces sólo me importaba poner en orden estas breves notas.

¡Oh, que gran alivio produce la certidumbre de que hasta los grandes goces epicúreos deben terminar algún día y que uno tiene llegar al reposo absoluto! ¡Hasta entonces empecé a entender la causa de fondo por la que los reaccionarios luchan afanosamente por inmovilizar de algún modo el Universo!

De unos años a la fecha tengo la sensación de que me estoy desintegrando y que mis corpúsculos se están fusionando a los elementos dispersos del paisaje, que mi piel absorbe y camalonea colores, olores y ruidos callejeros, y que el aura ferruginosa de las oxidaciones producidas por el tiempo y la lluvia envuelve mi figura lejana y difusa como en una fotografía sepia. Ante mis amigos estoy perdiendo peso e imagen. Cada vez me ven como un intruso que porta mensajes ajenos e ininteligibles, apenas digno de su compañía gracias a mis agudezas de árabe o judío de baratillo. Percibo en ellos -toreros frustrados, periodistas viejos, autores de versos modernistas, anécdotas revolucionarias y biografías de cupletistas- cierto burlón distanciamiento como si fuera un artista menor del cinismo y del arte sexual en decadencia. Esta actitud fue aun ostensible hace unos días cuando en punto de la ebriedad les solté un discursillo autobiográfico del que se rieron sin tomarle sentido: «Soy un raro bicho literario cuya menor audacia fue haber vivido la postumidad anticipada de su fama, algo que no lograron Dante, Garcilaso ni López Velarde. Pues mientras unos poetas gozan y padecen su fama en vida, para después hundirse en la inconsciencia absoluta de la muerte, yo en cambio estoy viviendo la postumidad, la gloria postmortem de mi futura fama. Es decir, estoy disfrutando mi anonimato como el tramoyista que goza los favores de las grandes actrices en la oscuridad del escenario desierto». Ninguno de mis contertulios, todos intoxicados por su propia megalomanía, supo lo que estaba diciendo. El único comentario de uno de ellos fue: «Es la primera vez en veinte años que te veo borracho». Era lógico que no me interpretaran, pues nadie sabe de mi poesía ni de mi novelería porque suponen que sólo se de putas. Quizás tengan razón: si algo he aprendido es de la puta vida.

Capítulo 32

EL ADIÓS DE AMANDA

Una de estas mañanas me encontré con una hermosa sorpresa: frente a mi puerta estaba Amanda. Era exactamente como la había imaginado a sus 35 años: fresca y cálida con su piel de limpio barro encarnado y los grandes ojos resaltando en el día como dos brillantes estrellas negras.

-¿Te acuerdas de mí?- dijo sonriendo.

Vestía con la pretendida elegancia de una dama próspera de clase media. Me miraba como mujer joven a su padre o como a quien se ama sin el interés del sexo. Su cuerpo tenía ahora la proporción desigual de muchas de nuestras mujeres: busto prominente, vientre ligeramente abultado, pocas nalgas, piernas flacas y cortas. Chiquita. Su carita morena, redonda, era hermosa. Una ominosa novedad soportaba su cabeza: su abundante pelo azabache, indio, estaba pintado de rubio. Estaba sorprendida de estar frente a mí. Remiró el cuarto varias veces, se asomó al balcón y respiró profundamente. El traje sastre le daba la respetabilidad social que buscan ciertas señoras de su clase. Se había casado, tenía tres hijos y había alcanzado una posición económica intermedia. El marido era militar de alto rango.

-Hace tiempo que quería verte ... ¿Suponías que vendría algún día?

-Si aceptas que siempre estuviste segura de que te esperaba, sí: siempre te estuve esperando.

-¿Por qué?- preguntó, de perfil, evitando que la viera de frente.

No respondí.  Preferí que lo conjeturara por sí misma y que al conocer la respuesta  evitara decirla. También se quedó callada. Su pequeño cuerpo, ajustado a ese ridículo vestido de maestra confesional de literatura del Siglo de Oro español, parecía agitado, débil y, no obstante, frío. Su presencia, tan extraña como obsecuente o retadora, parecía comportar un mal presagio con el engaño de un reconocimiento a un triunfo amoroso que ya no esperaba ¡Tantos años había deseado este momento!

Al igual que ella,  yo quería saber varias cosas: si aún me amaba, si es que realmente me amó alguna vez; y si me había extrañado durante los veinte años que no nos habíamos visto. Se distrajo en el balcón; caminó con los brazos cruzados en la espalda, observándome como a un lejano amante impotenciado por la edad, o a un hombre que se ha amado lejanamente y ahora se le ve en trance de muerte. Intuí que este era el motivo de su visita: venía a despedirme, a anunciar mi desaparición ya próxima. Ella no lo sabía, pero era la única persona amada a quien me faltaba decirle adiós.

Sin embargo, mientras se recargaba contra la balaustrada del balcón y me miraba, advertí que hubo un instante en el que de pronto descubrió en mí al hombre joven, fuerte y sano que alguna vez fui. Fue en ese momento cuando se acercó hacia mí para abrazarme y besarme. Lloraba. La tomé delicadamente de la nuca y con desesperación besé su carita, ojos y boca. Tenía el mismo sabor dulce y fresco de cuando era una niña. En ese momento empezó a caer un fuerte aguacero que duraría un par de horas. La senté sobre mis piernas y le dije que la había amado más que a ninguna otra mujer. Limpié sus lágrimas con mi lengua y mis manos, besé sus párpados, nariz, cejas, orejas y labios. Le pregunté si tenía algún problema o sufrido alguna desgracia.

-No, Timba. Soy feliz a mi manera. Lloro porque me causa gran alegría volver a verte. Desde el primer día que me fui de aquí estuve pensando en regresar, pero…

Dejó de hablar. Era el momento oportuno para escuchar de sus labios las palabras de amor que siempre quise oír. Pero ya no tenía caso. Si había esperado 20 años para volver a verme y no lo hizo fue porque su amor a mí carecía de peso o el asunto que le impidió ceder a aquel era de mayor importancia y trascendencia para su vida ¿Su minoría de edad, el cuarto de siglo que nos separaba, mi pobreza, la dudosa procedencia moral y civil de mi oficio mundano? Las causas pudieron ser muchas, todas las entendí en otro tiempo y ahora las asumía con mayor naturalidad y satisfacción gracias al reconocimiento de que me había extrañado.

-¿Por qué tardaste en venir?

-Quise llevar un tipo de vida distinto al que conocía contigo, pese a que siempre intuí que nunca más volvería vivir otros días igual de maravillosos o simplemente diferentes. Pero algo, quizás una estúpida creencia, una convención social o quizás el simple deseo de conocer otras cosas u otros modos de vida convencionales, me arrastraron a otro mundo y a otros valores. Papá me mandó a Estados Unidos y luego a Europa. Al regresar de ambos viajes, sin darme siquiera cuenta de ello, me casé y me puse a tener hijos dentro del mismo patrón doméstico de las amas de clase media. Hasta hace unos días en que reparé que te extrañaba mucho más que en otros años, recordé que en viejos tiempos había tenido una experiencia vital diferente a la que había vivido en años recientes.

-Comprendí hasta entonces que al renunciar a una vida de placer mundano de duración indefinida, a cambio de un estatus social más estable, convencional y diverso, prescindí de la única vía que existe para entender el sentido último del conocimiento humano: el análisis del amor físico como variable traumática de la repetición infinita de la música del universo y la deliciosa aproximación a la muerte sin temor ni angustia, según la propuesta de definición que hacías en aquellos días y que difícilmente podía asimilar pero que sin embargo entendí como una recomendación para a seleccionar el lugar en que mejor te sientas para vivir y no moverte más.   

Cuando Amanda enunció esta fórmula recordé su fuente original, aquel hermoso poema de Cavafis que empieza:

«Iré a otra ciudad, dijiste, encontraré otro mar, una mejor ciudad»… Y termina: «No habrá nuevos países, no hallarás otro mar. La ciudad te seguirá".

Capítulo 33

La Amanda  que ahora tenía frente a mí era igual que la adolescente que alguna vez tuve en mis manos. La escuché atento al movimiento de sus labios y al brillo avasallador de sus ojos. Cuando la besé, percibí en su lengua el mismo sabor a canela que conservaba de ella, el pálpito fuerte de su corazón joven, el calor de sus vísceras y el ardor de su otrora voraz coñito. La alcé cuidadosamente para acostarla sobre la cama. La desvestí con parsimonia, degusté con mi lengua cada uno de los pliegues de su preciosa herida; le besé el culito, le mordí con fuerza pero sin lastimarla ni marcarle las grandes las tetas, los lóbulos de sus orejas, sus mejillas y la penetré por la boca para que se untara y pegoteara como mi primera eyaculación.

Después de un rato de reposo, la ocupé por el coño y el culo. A las siete de la noche la ciudad debatía en sus calles con sonidos de motor, claxonazos, gritos de  muchachas y muchachos que salen o entran a las escuelas y cercanos voceos de campanas. Un violín callejero tocaba bajo mi ventana la marcha nupcial del Sueño de una noche de verano, de Mendelhsson. En medio de un torrente de orgasmos, Amanda se detuvo de pronto alarmada, quizás asustada, aunque no deshizo el coito.

-Debo irme- dijo, besándome y excusándose.

Entonces salí y ella,  sorprendida, dijo:

-Acaba.

No contesté.

Mi arma, tensa y curvada como cimitarra, renunció también a perseverar en aquel duelo inútil. Sabía que iba a abandonarme definitivamente e intentaba chantajearla. Nos quedamos en silencio por un largo lapso. Después se puso a llorar y buscó el refugio de mi pecho, en tanto yo asumí una actitud indiferente de cara bocarriba y el cuerpo extendido a lo largo de la cama. .

-Te juro que no quisiera irme, Timba. Pero tengo que irme porque mis hijos que me esperan en casa- dijo.

Cerré los ojos y no respondí.

-Yo te quiero mucho, te lo juro por Dios o por cualquier otro ser o cosa que sea grande y maravillosa. Sé que quieres que me quede contigo, pero...

Se quedó callada. No supo explicar que el amor no basta para unir a dos personas que se aman y que pocos son los hombres y las mujeres que le confieren la mayor importancia; que no todos los seres humanos tienen la capacidad o las limitaciones físicas y mentales para vivir exclusivamente de la experiencia amorosa; y que, por lo mismo, requieren de otro tipo de satisfacciones. Amanda, como todas las personas que no forjan la excepción, optó desde el principio por una vida imbricada en intereses simples como la moda, las ingenuas y perentorias representaciones de la modernidad, el dinero, las pretensiones clasistas  y, al igual que muchas mujeres, del dominio que ejercen sobre hombres que sólo son eficientes proveedores.

Este análisis me hizo entender que no debía exigirle una actitud responsiva mayor a sus posibilidades y que, en todo caso, yo era quien estaba obligado a agradecer el esfuerzo que había hecho para brindarme esa muestra de amor que ninguna otra mujer de su condición me había dado. Cuando me resigné a este propósito y la miré, sentí el deseo de besarla y morderla en todo cuerpo, de penetrarla y volcar en ella todo mi ser a fin de poseerla absolutamente, pero me abstuve de hacerlo y, acaso de manera inconsciente, jugué mi última carta de apuesta al triunfo en aquella larga lucha de amor a distancia que habíamos sostenido al cabo de dos décadas.

-Yo también te sigo amando. Eres la mujer a quien más he amado en mi vida- le dije con el convencimiento más entusiasta y teatral que haya utilizado en muchos años de comediar en escenarios íntimos, públicos y milicianos.

Impúdica,  reasumiendo automáticamente el dominio que antaño tuvo con recursos infantiles, sonrió confiada, prepotente.

-Lo sé.

-¿Cómo, si hace mucho que no nos hemos visto?

-Por intuición o, mejor dicho, por trasmisión mutua. Porque siempre que pensaba en ti, por temporadas casi a diario, estuve convencida de que estabas pensando en mí y que yo correspondía a un llamado tuyo. Tienes mucho de brujo y siempre he creído estar en comunicación contigo, en pensamiento o telepatía. En algunas ocasiones incluso te he visto junto a mi ventana y mi puerta, en mi cuarto, en la mesa o en mi propia cama. Te he visto y sentido físicamente. En una ocasión dije tu nombre y tuve que mentir a mi marido con una mentira infantil.

-Timba –le dije- es un chaneque o duendecillo que inventé de niña. A veces creo verlo merodeando en mi entorno y hablo con él. Cuando me preguntó que como era, le dije que vestía lo mismo como indito que como gnomo europeo con clásico vestido medieval, gorro frigio, calzas verdes o rojas y barba que arrastra hasta los zapatos. También le dije que tenía apenas de 18 centímetros de estatura.

-¿Por qué 18 centímetros?

-Es lo que medía tu cosita.

Entonces recordó uno de  sus juegos de otros tiempos que consistía en medirme el pene con una regla métrica escolar, a sopesarme las pelotas, a preguntar por qué la del lado izquierdo estaba más colgada que la derecha y por qué mi iguana, a diferencia de la del cuento, mascaba por cualquier lado y no se mantenía jamás quieta cuando la tenía a ella desnuda y de frente.

Pese a su argumento de que era suyo, no acepté darle el semen retenido pero prometí guardárselo para un futuro encuentro, el cual ambos sabíamos que no se daría. En mi fuero interno, además, decidí que mientras viviera no volvería a acostarme con ninguna otra mujer y que aquel cálido residuo de nuestro último coito sería el testimonio de mi amor por ella. Cuando la vi alejarse con la vista fija en mí y la manecita morena salpicada de grana como un geranio –igual como había ocurrido en otro tiempo- sentí claramente que la muerte me estaba tragando y que estaba por sobrevenir una catástrofe que no sólo me afectaría a mí sino a todo lo que se hallara en mi entorno.

Esa noche fue larguísima e interminable, especialmente porque decidí no salir a la calle y me encerré en casa a tomar mezcal y cerveza como un náufrago y a llorar como un niño que ha perdido a sus padres. Al día siguiente me sorprendí  de estar despierto: el mundo estaba intacto. En mi balcón caía una mañana poblada de luces nítidas, olores deliciosos y sonidos agradables. Eran el Sol, el pan recién horneado y el canto desbarrancado y triste de un ebrio que confiaba al viento y los tibios rumores del día una pasión amorosa que deseaba compartir con toda la gente.