MENSAJERO DE LA MUERTE

Desde el adiós de Amanda espero la muerte o mi traslación a cualquier otro mundo diferente. La espero tranquilamente, conforme, paciente,  sin dejar de hacer las cosas a las que estoy acostumbrado. Releo mis libros más queridos, recorro las calles donde guardo imágenes de personas y hechos significativos; platico varias horas con mis amigos en el café del Ambos Mundos y por las noches voy a El Jaguar o El Apolo a escuchar rumbas, danzones y boleros para envenenarme con el recuerdo de mis mejores tiempos. Amigos y contertulios han descubierto mi lejanía y tristeza.

-Estás como en otro lado- dijo una noche Chamín Tarde, a quien su intuición catastrofista lo lleva a preocuparse demasiado por la lectura de estos rasgos.

-Siempre he vivido en otro lado, en otro tiempo- le contesté mientras jugábamos una mano de brisca en la trastienda de El Jaguar.

Pero a Chamín no le satisfizo esta respuesta y repuso:

-Ya lo sé, hermano. Pero ahora lo que quiero decirte es que te noto ausente, desinteresado de todo lo que ocurre a tu lado ¿Te preocupa algo, temes algo?

-Nada, padrino. No tengo ningún problema y no me preocupa siquiera amanecer muerto porque de ello no me voy a dar cuenta.

-¡Eso es lo que veo en tu actitud de ahora! Veo que algo misterioso se cierne alrededor de tu persona… Tú sabes que en esto de las adivinaciones no me equivoco. Tengo una corazonada con relación a ti que no he querido descifrar ni formular por temor a un disgusto.

-¿Qué de malo habría que me dijeras que me ronda la muerte? ¡La muerte es la única mujer fiel que hay en la vida de un hombre y la única que nunca falla en la cama! Dime lo que sepas o intuyas y no te preocupes por mi talante porque de algún modo estoy consciente de que ya viene.

Chamín se quedó callado.

El viejo era un hombre alto y enteco que había bajado de la sierra Tarahumara para  ganarse la vida haciendo bailar a un oso gris desdentado, cegado y con las garras aserradas. Cuando El Pardo murió de una pulmonía se dedicó a payaso y músico callejero y, ulteriormente, a pronosticador de hechos fatales. Halló en su magín esta última vocación una tarde en que iba pasando por la sede de un famoso diario de la capital y se le ocurrió que podía resolver sus problemas de sobrevivencia dándose a conocer públicamente con “algo”; es decir inventando “algo”, quizás un hecho que pudiera afectar a la gente y que él pudiera advertir que el suceso por venir amenazaba con acabar con todo mundo, con la ciudad y con el futuro mismo de la humanidad.

Fue entonces cuando decidió entrar al periódico, pidió hablar con el jefe de redacción e inventó que en los próximos días habría un fuerte sismo que destruiría la antigua Tenochtitlán hasta dejarla en sus piedras originales, quedando sólo en pie el montoncito de piedras donde  está el nopal sobre cuyas hojas está el águila del Escudo Nacional devorando una víbora de cascabel. El periodista lo tiró a loco pero fue tal su insistencia y el número de referencias históricas con que defendió su pronóstico -en sus ratos de ocio y sin oso leía cuanto texto le caía en las manos- que finalmente aquél le creyó o se convenció de que la historia daba para un buen encabezado amarillista.

Horas más tarde el vespertino de mayor circulación en la ciudad exhibía un titular con letras de 72 puntos que a cuatro columnas decía: «Predicen la destrucción de México por un terremoto». La nota estaba acompañada de una fotografía de Chamín, a quien se describía como “desastrólogo” o “pronosticador de desastres” y heredero de los saberes antiguos y ocultos de las tribus rarámuris de la sierra Tarahumara de Chihuahua.

Una vez que el Temblor del Ángel asoló a la capital mexicana, cuyo vaticinio sólo le disputaba el pronosticador de origen alemán Arnoldo Krumm Heller, Chamín se convirtió en el célebre Benjamín Tarde, especialista en lectura de cartas, café turco y en la previsión de acontecimientos futuros hasta con veinte años de anticipación. Sus previsiones resultaban ciertas y sus servicios eran requeridos por conocidos millonarios, artistas de cine, políticos famosos y altos funcionarios de gobierno, quienes buscaban alivio a sus actos de corrupción, represión y pendejadas.

Pese a la fama que de pronto se le vino encima,  Benjamín Tarde siguió siendo el sencillo serrano que en las noches se ponía a jugar solitarios y a llorar por Alejandra, su amada mujer a quien había sacado de un burdel de Vizcaínas con una tuberculosis avanzada. Yo había sido el padrino de esa boda y yo mismo, al cabo de tres años de una lucha feroz contra la muerte, fui quien lo ayudó a sepultarla en el Panteón de Dolores una tarde en la que también debí evitar que Chamín se lanzara a las ruedas de un tren carguero, porque pensaba que no podría soportar la vida futura sin su esposa.

El viejo estuvo callado largo rato después de que lo animé a que presagiara conmigo. Su piel blanca, oscurecida por las arrugas y su mirada triste, tenía ese tono oscuro y amarillento, mafirleño, de los Cristos de pueblo a quienes las caricias, los besos, las demandas exageradas y el humo de las candelas enrarecen hasta un grado próximo a la extinción fantasmal o la petrificación nocturnal, como ocurre con los árboles que no se ven sino hasta que topa uno con ellos.

-Nada hay de muerte contigo, padrino. Lo he estado mentalizando y corazonando. A lo que se refiere la predicción es una catástrofe que ocurrirá  aquí en unos días. Es algo parecido a lo que pasó en el 57, pero nada te pasará a ti si el día anterior te vas a Cuautitlán y regresas cuando haya ocurrido todo. Yo te diré con tiempo tienes que irte.

 -Gracias, ahijado, eso haré- le dije con aparente consuelo, pero convencido de que estaba mintiendo a con respecto a que no me pasaría nada aquel día.

Ambos lloramos y luego, con más copas de las convenientes para dos hombres de nuestra edad, nos pusimos a bailar con las muchachas de El Jaguar. El gran pronosticador solo sabía bailar polkas norteñas y saltaba como lo hacía El Pardo, su oso muerto, provocando la risa de nuestros compañeros de tertulia. Salimos a la mañana bajo un sol fuerte y nutriente. Los portales de la plaza de Santo Domingo estaban armoniosamente torcidos por la luz, mientras los otros edificios cortaban con sus aleros y sus ángulos esquineros el vuelo de la Tierra dejando en el cielo bajo estelas azules, rosas, moradas y doradas sólo perceptibles para quienes a esa hora andábamos ebrios. 

Antes de alejarse por el rumbo de Peralvillo, Chamin volvió a llorar y me abrazó. Gocé con la contemplación de sus zancadas largas, torpes y desiguales de borracho empedernido. Cuando me volví hacia Brasil sur para ir a casa, escuché un grito que decía mi nombre. Era otra vez Chamín que corría a través de la plaza. Parecía un joven de quince años galopando ágilmente en un campo de futbol. Cuando estuve a unos diez metros, entendí por fin lo que quería decirme.

-¡Mira, Timba, mira!- gritaba mientras con un brazo señalaba hacia el suroriente, sobre la Catedral y el Zócalo.

En el cielo azul oscuro, casi morado, había una pequeña espiga de luz blanca con bordes rojos que parecía la raspadura, la escarapela, de una pared azotada por la lluvia.

Era un cometa.          

FIN