Capítulo 14
Nicolás, el hijo que deseó de ambos, la mató en el parto. Los dos murieron una madrugada después de que habíamos proyectado una vida tranquila en Veracruz frente a atardeceres tropicales y barcos ultramarinos. Alas tres de la mañana la llevé a un hospital. Tres horas más tarde el médico que la atendió me llamó para decirme de manera impersonal y despreocupada: «Acabó».
Me alegré, aliviado, porque creí que el parto había salido bien. Pero era una mala noticia. Todavía alcancé a preguntar cómo estaba el niño, pero el médico contestó:
-Ya le dije que ambos murieron.
Muerta se veía más blanca; sus pies desnudos parecían jazmines bajo la lluvia; en su boca florecía una sonrisa de gusto por la satisfacción de la maternidad. Una mañana clarísima de mayo, el mayo volcánico y luminoso del Valle de México, caminé al frente de un cortejo de cinco vecinos enlutados. Iba triste, oscuro, hueco y en mi corazón había una rabia seca contra el mundo. El sepelio fue solitario, breve, perdido e inmerso en el ruidoso tráfico de la ciudad.
Trastumbaba en medio de los coches y las personas con el afilado deseo de venganza de un forzado herido por una represión injusta. Frente a la zanja abierta, juré dejar de lado mis hábitos de viudo negro y descubrirme como un personaje legendario. Soñé con hacerme guerrillero o bandido generoso como los que combatieron a los ladrones oficiales de la Colonia, el santannismo, la dictadura de Díaz y el neoporfiriato ulterior que derivó de la Revolución Mexicana.
Bajo el sol encumbrado del mediodía que golpeaba en La Villa veía renacer el México de relámpagos y cuchillos arremetiendo contra esa costra de levitas, togas y pecheras relucientes que medra desde hace cinco siglos a costa de un maravilloso pueblo de hombres silenciosos y mujeres mágicas. Pero los sueños duran lo que el humo de un cigarro tarda en dispersarse. Regresé del cementerio consciente de que en Mucia había perdido la posibilidad de llevar una vida normal.
Mis vecinos organizaron en memoria de «la putita santa de los pies descalzos y pelo de trigo» un novenario en el patio de la vecindad. En La Barca de Oro, el burdelito donde había trabajado, sus ex compañeras armaron rumba con música del trópico, versos de amor y ron. Lloraron lágrimas sinceras frente al espejo de mi tristeza y yo, en el papel de viudo desconsolado, me abandoné al alcohol, al coraje y a la convicción de que no hallaría otra mujer que pudiera amarme igual. Por varios meses busqué alivio a mi soledad en cantinas y burdeles; luego me encerré a piedra y lodo en mi cuarto de Donceles.
La muerte de Mucia coincidió con los motines y manifestaciones callejeras de la huelga ferrocarrilera de 1959. Las marchas y gritos removieron mi espíritu como a un badajo inerte el viento de un huracán del golfo del Caribe y el Golfo. Entonces abandoné mi espada de utilería con que combatía en el encierro y salí a las calles. Al lado de los trabajadores recogí los cristales rotos de sus sueños de justicia, las límpidas hojas de espada de sus demandas no escuchadas y los retratos acribillados y pretéritos de sus futuros mártires, cuyas imágenes a menudo se mezclaban con las puntas de los vestidos de Mucia doblando las esquinas, las huellas mojadas de sus pies descalzos y la carita inédita de Nicolás con dos o tres años.
Aquella revuelta social descubrió para mí una verdad hasta entonces secreta: que la palabra, especialmente la que reclama y busca herir, develar, es el magma del hombre. En México y en cualquier país que enfrenta problemas de injusticia graves y generalizados, las palabras pueden tener una función reveladora y mágica, razón por la cual toda propuesta de cambio social y de justicia genérica debe comenzar por recargarlas de sus significados primigenios. Es el caso de los conceptos de Libertad, Justicia y Democracia, que en boca de los intrusos que usurpan el poder son simple conjura mediática contra las funciones que comportan.
Pero esas mismas palabras en labios del pueblo reservan una potencialidad explosiva capaz de invertir la sobrerrealidad de miseria y riqueza que prevalece en el país. El poder político, patrimonialista y monógamo –el cual está casado a doble ley con una clase social exageradamente rica- se sustenta por un lado en el conservadurismo de un pueblo viejo que vive más de su cultura que de su economía y, por otro, en el hábil manejo de un discurso demagógico y seudorevolucionario que ocupa todos los espacios políticos de la República. Hay, pues, una usurpación y un lenguaje enmascarados que deben ser denunciados al pueblo. Esto fue lo que pretendieron hacer los ferrocarrileros al extender su lucha laboral a los cuatro vientos.
Sin embargo, la gran protesta terminó cuando el Presidente de la República, aferrado a su autarquía como un mono a una cháchara robada, se asomó al Zócalo para eructar la única palabra que tiene significación tangible para el régimen: Orden. Entonces el cerco de bayonetas que lo protegía se extendió a gran parte de la ciudad colmando las calles de soldados, fuegos de fusilería y voces salpicadas de terror y sangre. Los bravos ferrocarrileros fueron segados, golpeados, encarcelados, y borradas de los muros sus grandes letras rojas y negras. El carnaval represivo, erigido en la prensa como una «victoria del orden jurídico», culminó cuando el palafrenero político de la oligarquía paseó en la ciudad su pecho colmado de trapos y corcholatas multicolores. El Orden burgués había triunfado. En vano los guardavías habían intentado alumbrar con sus linternas sordas el viejo mascarón barroco de un país que navega perdido en el inframundo en busca de su propio Sol y la Estrella de la Mañana.
Los viejos cascos de bergantín, hundidos en el antiguo lago de Texcoco durante la guerra de Conquista, siguieron intocados en su lecho de oro, lodo y mierda.
Capítulo 15
EUDOCIA, DANIELA
Una mañana apareció en mi puerta Matías, el peluquero cuyo establecimiento ocupa una de las accesorias del palacete de Donceles. Se colocó bajo el dintel con su afilada navaja de barbero en ristre preguntándome por Eudocia, su mujer. Un chisme de vecindario lo puso ahí a fin de corroborar si era cierto que su mujer me visitaba después de darle de almorzar. Iba con ánimo de matarnos a mí y a ella, pero lo dejé entrar para que hurgara bajo mi cama, dentro del ropero, en el baño y aun en la azotea, pues la puerta de mi cuarto vertía a la escalera que daba a la cubierta. Salió espumoso, frio, todavía en sospecha, conteniendo apenas el deseo de cortarme el cuello, aunque sin la mínima evidencia de la infidelidad de su mujer y mi cuestionada incivilidad de vecino de accesoria.
Eudocia, quien se ocultó en el balcón que daba a la calle, jamás volvió a mi cuarto pero tampoco a la barbería a efecto de borrar cualquier futura sospecha de Matías y de proveernos de una mejor táctica de engaño, pues a partir de aquella escena medieval me recibió en su propia cama en los horarios de mayor demanda laboral en el ministerio bíblico de su marido. Por un tiempo éste dejó de hablarme y aun de procurarme miradas quisquillosas e inquisitivas, pero pasados un par de años volvimos a intercambiar saludos aunque no a ser amigos, porque las mujeres de por medio son muros impermeables e infranqueables.
El oficio de amar mujeres ajenas es tan peligroso como el toreo, porque en el también hay que evitar cornadas, pisar con cautela terrenos prohibidos, manejar con habilidad los engaños y no perder jamás de vista al toro. Eudocia era una hembra alta, blanca, de piel dura y soleada, temperamento cerril y obstinado. Cuando la conocí mantenía hábitos férreos de mujer fiel con base en prejuicios religiosos, aunque en su mirada había una chispa de fuego carnal no explorada. Matías jamás había calado en esta veta e incluso la había arrinconado en una frigidez incipiente que la llevaba a la beatería hipócrita de las mujeres mal atendidas en la cama.
Tras un lustro de amasiato solar en su propia casa, baños públicos y pequeños hoteles de paso en el rumbo de La Merced, Eudocia se alejó de mí y de su marido. Su desaparición fue subitánea, sin dejar rastros de itinerario. El pobre de Matías la buscó en toda la ciudad, en la Cruz Roja, en las cárceles, en el anfiteatro y aun en el lejano pueblo serrano de Durango de donde era originaria. Incluso me preguntó si sabía algo de ella y con apego absoluto a la verdad le dije que desconocía su paradero, aunque yo sí podía especular el probable destino de su escapatoria porque conocía la causa eficiente de su huida.
La sabía porque cinco semanas después de su huida me llegó por correo un recado brevísimo que mezclaba un adiós tardío, un reproche y una hábil clave de ubicación para que la buscara. «Hojalá sigas contento con tus putas. Yo y Daniela te olbidaremos para siempre". El verdadero mensaje de la carta estaba en el sobre con todos los datos de su remitente y el sello postal de Los Ángeles, California. El texto, que en principio no me causó ninguna reacción emocional extraordinaria, traía además un mensaje subterráneo. La alusión a Daniela reivindicaba una recurrente sospecha mía de que la niña podía ser mi hija y no de su padre oficial. Fue tan incisiva la intriga de Eudocia que estuve tentado a viajar a Estados Unidos para buscar a ambas.
¿Por qué no lo hice?
No lo sé. Quizás la aparición de otras mujeres me distrajo de ese repentino deseo de paternidad al que siempre fui ajeno o no lo suficientemente propenso.
Capítulo 16
Todos los hombres y las cosas tienen un derecho, un revés y un espacio dimensional contiguo en el que cada entidad guarda los elementos adicionales que complementan su ser. Además de cuerpo físico y mental –conciencia, espíritu, inconsciente individual y colectivo, etc-- el hombre acopia sombras, auras y vientos, igual que un árbol atrae luces, sombras, silencios, pájaros, plantas parásitas terrestres y aéreas. Freud descubrió hasta cinco entidades sicológicas diferentes en la mentalidad humana: consciente, inconsciente, ello, ego y superego. Nietzsche decía que en todo hombre hay dos hombres: el que piensa y el que desea; el que pide y el que otorga; el que vive y el que muere; uno es espíritu, otro cuerpo; uno aspira a sobrevivir y otro a morir; uno calla, otro habla; uno mira, otro observa; uno vigila, otro duerme; uno ama, otro odia; uno es activo, otro pasivo; uno cohabita en el otro, pero este depende de aquél y es hijo del otro; ambos se desconocen o se conocen poco pero son la misma persona. De acuerdo con el ministro de Zaratustra todo hombre tiene dos vidas: una que vive de frente a otras persona y otra oculta en la que vive de cara a sí mismo. Yo creo, igual que don Simón y don Federico, que en un hombre hay dos o más hombres ¿Cuáles y cómo mis otros yos? No lo sé, lo desconozco. A veces he alcanzado a columbrar a alguno o a varios, pero siempre que los entreveo en sueños o en la ebriedad absoluta escapan, regresan a mí y se confunden conmigo como los chaneques de los montes, los llanos desiertos, los bosques y las selvas que abundan en México.
MI PRIMA ELISA
En mi vida pasada hay dos capítulos oscuros hacia los que pocas veces vuelvo la vista porque cuando los recuerdo me resultan expiatorios. Sin embargo tienen un carácter vindicativo que hace ineludible su evocación. En ambos está reservada la causa de porqué un joven con posibilidades de acceso a un nombre literario, un título académico o una posición política relevante en la burocracia intelectual del Estado mexicano, derivó a simple proxeneta de barrio bajo y, en el mejor de los casos, a uno de los muchos poetas inéditos de la ciudad de México. En cada una de estas historias hubo una mujer que determinó mi situación actual; es decir, que influyeron en que no fuera como hubiera querido ser y que fuera tal como soy.
En la primera historia, la más dramática y dolorosa, la protagonista es una muchacha de provincia a quien amaba y a quien perdí debido a una perversi6n juvenil. Habíamos nacido en el mismo pueblo y nos conocíamos desde niños. Crecimos y jugamos juntos. Parecíamos hermanos gemelos. En el fondo había un vínculo filial que nos hubiera hecho hermanos sinceros en la felicidad o la desgracia, pero nuestra cercanía familiar nos entreg6 a una emulación amorosa que afectó a ambos. Es posible que hayamos nacido para amamos, pero la relación sanguínea interfirió como elemento de confusión que terminó por apartamos.
El caso es que ya novios y amantes penitentes, a punto de casarnos, me vine a la capital de la República con el propósito de emprender una carrera universitaria y regresar por ella una vez que alcanzara la graduación. Durante el primer año de mi alejamiento mantuvimos correspondencia estrecha, a través de la cual yo conservaba mi deseo sincero de casarme. Pero a partir del segundo año mis relaciones sociales, de estudio y trabajo me fueron alejando de ella. Escasearon mis cartas y mis periódicas visitas al pueblo. Hubo una razón con faldas: Mariana, una mujer urbana de hábitos y decisiones solventes que conocí en el banco donde yo trabajaba.
Mariana no estaba llamada a dejar huella en mi vida emocional pero estaba dotada de la experiencia y los conocimientos vitales necesarios para revelar mi vocación epicúrea. Disponía además de los atractivos físicos y la cultura indispensables para ejercer sobre mí sus tendencias autoritarias. Acaparó mi tiempo, mis aficiones intelectuales, acaso mis emergentes necesidades de afecto maternal y al cabo de unos meses me alejó de estudios, sobriedad y aun añoranzas pueblerinas. Obviamente también de mi novia que me esperaba en el pueblo.
En ese lapso me transformé en un jovencito atildado, engreído, egoísta y adopté la vacía petulancia seudo-modernista de las múltiples variantes de la clase media urbana. Resentida de los cambios en mi conducta y del abandono absoluto, Elisa vino a buscarme. Una noche apareció en el apartamento de Mariana, corroboró mi presencia al lado de ésta y huyó sin decirme nada. Durante meses la busqué en toda suerte de trabajos, casas de huéspedes y hoteles, hasta que una noche la encontré por casualidad en la avenida Cuauhtémoc. La descubrí a distancia mientras caminábamos sobre la misma acera en sentido opuesto.
En ese momento un intempestivo aguacero la empujó hacia una tienda cuya puerta tenía un toldo de lona. El polvo plateado del agua batía contra una poderosa rampa de luz arremolinada que parecía envolverla y ahogarla. Corrí hacia ella porque temí que huyera y porque la advertí frágil y desprotegida en el filo de la gran avenida. Vestía pobremente y ofrecía la imagen de una joven profundamente triste. Se había prostituido y vivía solitaria en una estrecha calle del barrio de Romita. La entrevista fue breve. Fuimos parcos y no habríamos pasado del saludo familiar sin el convencimiento mutuo de que debíamos vernos aunque solo fuera para despedimos.
Se aferró a su dolor y al propósito inconsciente de atribuirse la causa de mi traición sin renunciar, por supuesto, a culparme no sólo de traidor sino también de no haberla querido como ella a mí. Me miraba con sorpresa y distancia, inquiriente, molesta, deseosa a ratos de agredirme y quizás matarme. Con relación a su nueva actividad quizás habría esperado que le reclamara o la sancionara, a fin de reivindicarse una posición vengativa o autosacrificial, pero al no hallar esta situación se quedó callada. No era, desde luego, una cínica como yo habría deseado o supuesto para inculparla de su equívoco, pero sonrío con ironía y desgano cuando le pregunté si todavía me quería.
Fue la misma plácida y enigmática sonrisa que hallé en su cara tres días más tarde cuando una inquisición policial me reveló que se había suicidado en un hotel de paso. Su muerte, inesperada pese a mi amarga desesperanza por recuperarla, operó como un sacrificio ritual que me llevó asumir el papel de un pobre bardo sin laurel que vive del fraudulento prestigio de parecer vivo y de respirar la prosodia de los vientos seculares del sur que ruedan por el mundo sin grandes pretensiones de convertirse algún día en huracanes o vientos del norte.
La desaparición de Elisa derrumbó mi gazmoñería de los 20 años. Mis proyectos magnificentes se tomaron innocuos, artificiales, como esas ideas políticas marginales y seculares que no aspiran a cambiar nada. Viva, Elisa era una figura retórica a la que quizás habría rendido con pleitesía y venerables recuerdos de gratitud. Muerta, me dio la oportunidad de reconstruir a Beatriz pero esta había sido investida antes con el mejor parecer de un sentimiento de amor mucho más puro y grandilocuente. Fue entonces cuando decidí quemar el ripio e inmolarme a las confesiones cotidianas de un sentido de culpa falso o hipócrita con el que pretexté a partir de entonces mi vicio de la borrachera.
Mi acierto de juventud en aquel entonces fue discernir cabalmente entre mi el suicidio y la vocación por la vida en constante fandango y bacanal, como sugiere Reyes y también, por supuesto, en reconocerme como un animal ególatra: solo útil a sus sentimientos, pasiones y proyectos, tal como deben ser los artistas, los delincuentes y los revolucionarios.
En este capítulo está cifrada la razón por la que no seguí una carrera literaria: quise castigarme de la muerte de Elisa prescindiendo de los acatamientos a la publicidad y el falso prestigio. Si la melodía, el verso consonante y el orgasmo son expresiones corruptas de la música, de la poesía y del amor estético integral, la reproducción en serie de un texto lo es también. Por ello vivo de un oficio oscuro y execrable en un ámbito social de baja proyección en el aura moral de la ciudad. Escogí la semioscuridad, la noche, esas primeras horas matinales del día, entre las cinco y las siete de la mañana, cuando la poesía licenciosa vomita sus ebrios, sus putas y esa luz dolorida que reprueba el amanecer burocrático del mundo.
Esa es la hora cuando empiezo a dormir, a soñar y a garrapatear estas notas.
Capítulo 17
ROSA
Rosa era radicalmente distinta a Elisa y estaba potenciada con facultades que la protegían de cualquier accidente o amenaza. Rosa no había nacido para padecer ni carecer, sino para gozar e imponerse. Era una mujer triunfadora, una dadora de luces y sombras, una madre protectora. Debo a ella la definición profesional de mi vocación epicúrea, esta hermosa vivienda en el centro de la ciudad de México y mi supervivencia al naufragio ontológico que me provocó la muerte de Elisa. Acaso también mi megalomanía, mi relativa seguridad en los torneos del amor guerrero y civil, mi alejamiento oportuno del fetichismo literario y mis apetencias librescas por la erudición anónima. La poesía no necesita escribirse, pintarse, musicarse, esculpirse; habita libre en el aire de las ciudades, los campos y los mares. Es un bien natural al alcance de todos.
Rosa era muy alta, vasta de cuerpo y exhibía una larga cabellera roja que teñía de negro y le llegaba a las nalgas. Este atributo le había merecido el apodo de La Hydra, que tan bien se avenía a su poderosa mirada castaño verde con la que dominaba mujeres y hombres. Cuando la conocí tenía 40 años, regenteaba un famoso congal de la colonia Tabacalera con influyente clientela en los círculos de poder de la política y los grandes negocios de la ciudad. Desde que una noche casualmente paré en su burdel me adoptó como a un hijo o un sobrino, me brindó la protección matriarcal que acaso necesitaba y me llevó a vivir a su palacio de Donceles.
Inicialmente me incorporó a su equipo de administración, pero cuando comencé a explorar la belleza de sus pupilas me apartó del negocio, sólo permitiéndome asistir cuando iba por ella a las tres o cuatro de la mañana. Nuestra vida en común quedó circunscrita al ámbito de la vivienda de Donceles y el centro de la ciudad. Entre nuestros vecinos había propalado la especie que era su sobrino y que estudiaba filosofía y letras en la universidad, lo cual había sido cierto años antes pero no en aquel momento. Ninguna persona creía su versión porque para los atentos y múltiples oídos de la vecindad nada de lo que ocurría en nuestro apartamento pasaba desapercibido. Rosa era de ese tipo de mujeres que gozan el amor físico en voz alta, a gritos y llantos y cada uno de nuestros coitos se escuchaban hasta el Zócalo con los detalles más prolijos:
¡Si, mi niño, mete ya tu conejito en su cuevita! ¡Mételo todo, hasta el fondo, remuévelo, déjalo que juegue todo el tiempo que quiera en su casita!
¡No, mi hijo amado! ¡No, no lo saques, déjalo allí para siempre! ¡Es mío, mío, únicamente mío! ¡Prométeme que no les harás lo mismo a otras mujeres! ¡Promételo, niño mío, promételo ante Dios santo!
¡Ya, pequeño, ya vente; vente todo, no guardes una sola gota de semen para otras putas! ¡Dámelo todo porque es mío! ¡Solamente mío! ¡Es mi leche, mi leche de cría, solamente mía!
¡Termina ya, tirano, asesino, que me vas a matar de gozo impío! ¡Me vas a matar de amor y de gozo criminal! ¡Acaba ya, te lo ordeno, hijo mío de la gran puta!
Las vecinas aún recuerdan a Rosa con sus 1.80 metros, el pelo medio chino y erizado o electrizado, relajada hasta la ebriedad, asomándose a la ventana a gritar en la calle que le había pasado «un tren encima». Se reía como loca, brindaba a la mañana con una copa de champagne mientras intentaba, meditabunda, retrotraerse al inacabable disfrute de sus múltiples orgasmos.
Con Rosa superé la hazaña del conde Roldán -contada por el viejo Anatole France en su Jardín de Epicuro- con la cual ganó una apuesta de competencia amorosa al proveer en un solo coito a una princesa oriental la misma satisfacción que le habrían producido 50 hombres de procuraduría sexual corta o doméstica. En una sesión llegamos a 70 orgasmos y habríamos rebasado los 100 si sus gritos de equivoca agonía mortal no hubieran convocado bajo nuestro balcón a algunos chismosos que creyeron que la estaban matando.
Fuerte, correosa, con el matiz azul encarnado que el tiempo hace aflorar en la piel de ciertas mujeres maduras, Rosa solía terminar sus peroratas con gimoteos y expresiones de amor maternal. Lamentaba nuestra diferencia de edades y terminaba por dormirse hasta que las primeras horas de la tarde la apuraban a atender su próspero negocio en el que actuaba como auténtica reina.
Recuerdo los problegómenos de nuestra separación pero no la fecha aproximada de su enajenación definitiva de mi vida, porque empezó por dejar de ir a la casa de Donceles primero un día, luego una semana, más tarde un mes, dos meses, un semestre y un año, hasta que un día cualquiera me di cuenta que aquel paisaje de minaretes, viejas herrerías, palacios barrocos y tendederos de ropa me pertenecía y que yo era su único posesionario o usufructuario y que, en ausencia de Rosa, otras mujeres entraban y salían sin temor a reclamos de usurpación por cuenta de mi supuesta tía.
Recuperado de la muerte de Elisa, colmado del amor y cuidados por cuenta de Rosa, con despreocupada rutina de niño de familia, en el lapso previo me dediqué a leer, a conocer la ciudad, a esmerar mi aspecto físico y a disfrutar mi cómoda posición de hijo edípico de mujer poderosa. Al cabo de un par de años también me di cuenta que estaba en posesión de una personalidad extraña en aquel mundo igualmente raro y exótico. Fue entonces cuando comenzó mi historia personal propia o independiente con respecto a la tutoría matriarcal de la poderosa y rumbosa mujer gigante, cuya figura iba desvaneciéndose en el misterio.
Fue por esos días cuando también se inició la falsa idea popular, desde luego en el acotado ámbito barrial de la región aledaña del Zócalo norte, de que yo era un personaje del tipo de Landrú o Barbazul, conseja en la que obviamente Rosa aparecía como mi víctima inaugural. Esta insidia, inventada por enemigos gratuitos, fue desmentida desde el principio con otra fábula no menos exagerada pero de alguna manera cierta: que mi protectora había sido secuestrada por un industrial judío que la tenia escondida en un castillo construido para ella en las faldas del volcán Popocatépetl. La verdad era que Rosa se había casado con el ricachón y vivía en Acapulco, recién redescubierto por la enjundia bandoleril de los nuevos ricos de la Revolución Mexicana, la emergente narcoligarquía nacional y la inversión extranjera.
Capítulo 18
Cuando evoco a Rosa me siento mordido por los sucios contubernios de la desmemoria con el desamor, porque debo confesar que jamás la amé y que mi único interés por ella fue el atractivo sexual y el comodato social e intelectual que la relación me brindó. Siempre fui egoísta, calculador e incluso altanero, no obstante mi gusto por el sabor de su cuerpo y sus incontroladas efusiones de amor físico. En rigor, me serví de su amor para salir del hundimiento emocional en el que me postró Elisa y para orientarme hacia una ocupación lucrativa. En cambio ella, me amó con sinceridad y servilismo.
--No, no te quiero- le dije una madrugada durante la cual reclamaba una expresión mínima de afecto.
Toda una vida de experiencias exánimes en los campos de batalla de la galantería profesional y del ejercicio de un dominio aterrador sobre muchos hombres con su bello cuerpo, su mirada de tigresa y su avasalladora cabellera, se derrumbó como un terrón de azúcar tocado por una gota de agua, frente a mi enteca y fría seguridad de «mocoso engreído».
-¡Pero qué sabes tú de un amor como el mío! ¡Yo, que he tenido a mis pies secretarios de Estado, ministros de Justicia, generales del Ejército, almirantes de la Armada y capitanes de industrias! ¡Yo no sé por qué tengo que humillarme ante un estudiantillo fracasado con aires de genio literario!
Esa mañana me corrió del vecindario sin dejarme llevar un sólo trapo de los que me había comprado, rompió mis papeles, quemó y regaló mis libros, y aun amenazó con denunciarme a la policía. Su furia terminó una semana cuando ella misma, al frente de un grupo de detectives que puso a su disposición el jefe de la policía capitalina, me buscó en todos los rumbos de la ciudad. Me encontró en el hotel Ambos mundos de la calle de Bolívar, a media docena de cuadras de nuestro cuarto de Donceles.
Me rogó, se hincó y me besó las manos a fin de convencerme de que volviera a casa. Seis meses después me abandonó definitivamente, gracias a la opción libertaria que le ofreció un millonario huérfano de amor.
La vida es sucia, áspera, animal, ajena a los valores morales que postulan escuelas filosóficas y religiones. Es brutal, asesina, rústica, demoniaca, tentada a expresarse sensual e instintivamente. La vida es sobre todo una experiencia sensitiva, una herida que se abre al conocimiento proteico de sabores, olores, colores y dolores, y nada tiene que ver con las anteojeras bidimensionales y maniqueas que miran al mundo en blanco y negro. De la primitiva a la más civilizada, la vida del hombre está regida por un impulso hedónico que da al hombre su instinto de conservación y que lo hace consciente de que sólo es una ofrenda floral a los dioses para luego desvanecerse en el polvo infinito de la nada. La lucha fundamental del hombre es por el fuego, con el cual satisface su primigenia necesidad vital y con el que ha construido una visión amplia del mundo, dominado la naturaleza y creado a sus dioses. De esta empresa han derivado todas las obras de horror y grandeza de la historia humana: las manipulaciones religiosas, las guerras de conquista, las acumulaciones de riqueza extrema y los acopios de poder político absoluto. Sin embargo, frente a la muerte, línea de demarcación de la vida con la nada, estos ejercicios no son más que juegos de distracción con los que se ensayan falsas afirmaciones intemporales y equívocas transacciones con el infinito. De todos estos trucos la concepción patrimonialista, remitida a la propiedad privada, es la más engañosa porque la última aduana no admite contrabandos ni transmigraciones de espíritus ni materias. El hombre no es animal político, como supuso Aristóteles; ni simple animal robot de producción económico, como denunció Marx; ni angélica entidad terrestre en busca de poder histórico, como proponía Nietzsche; sino animal hedónico: un friolento perrito en busca de calor, un toro semental en angustiosa persecución de sus hembras, un león en el ejercicio seguro y displicente del dominio ecológico de su pradera.