Estuardo López Vera indaga en especies del género Conus la actividad de sus toxinas, que se unen selectivamente a receptores y canales iónicos de la membrana plasmática de las células.
Los venenos que utilizan los caracoles marinos del género Conus para atrapar a sus presas y defenderse de los depredadores, podrían convertirse en principios activos de nuevos medicamentos contra enfermedades humanas como el Parkinson y Alzheimer.
En la UNAM, Estuardo López Vera, investigador del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología (ICMyL), colecta en aguas mexicanas de los océanos Pacífico y Atlántico esos animales, resguardados en decoradas conchas con forma de cono, y los lleva a su laboratorio, donde extrae el veneno y lo analiza con diversas técnicas de microscopía y cromatografía de líquidos, para conocer a fondo sus componentes y estructura química.
“En el mundo hay unas 500 especies de caracoles marinos de la superfamilia Conoidea. En México hay 60, y cada una produce entre 100 y 200 toxinas diferentes”, explicó el biólogo, maestro en neurobiología y doctor en ciencias biomédicas, egresado de esta casa de estudios.
“Si calculamos 100 toxinas diferentes por cada Conus, tenemos 50 mil péptidos distintos en las 500 especies que son farmacológicamente activas”, subrayó al referirse al potencial de aplicación de esas sustancias tóxicas.
Actualmente, López Vera estudia 10, cada una con sus propias toxinas, que no se repiten entre sí, aunque comparten los efectos, como paralizar a una presa.
Seres mesozoicos
Los caracoles Conus provienen de la era Mesozoica, iniciada hace más de 65 millones de años, tras la extinción de los dinosaurios.
“Debido a su historia evolutiva, han desarrollado un mecanismo de defensa complejo, que utilizan para capturar presas, protegerse y competir entre ellos. Cuentan con una glándula de veneno y un arpón que sale de su proboscis, que en función se asemeja al hilo o cordel usado por los pescadores que utilizan la técnica de arpón. Además, este último funciona como una aguja hipodérmica intercambiable con la que pican a su presa y canalizan el veneno”, describió.
El estudio de estos animales inició hace 30 años en Filipinas, donde en aguas del océano Indo-Pacífico, los turistas pagaban a los nativos por sacarlos del mar para coleccionar las conchas de singular belleza.
“Los pescadores se sumergían, los metían en una bolsa, y de repente caían muertos luego de ser picados por esos caracoles, que demostraron su potencia para matar a un ser humano. Entonces se comenzaron a estudiar y fue el científico filipino Baldomero M. Olivera el precursor en estos trabajos”, relató.
López Vera comenzó a analizarlos en 1997 en el campus Juriquilla de la UNAM, en Querétaro, etapa en la que era estudiante de posgrado, con sus tutores Édgar Heimer de la Cotera y Manuel Aguilar Ramírez, investigadores del Instituto de Neurobiología de (INB) de esta casa de estudios.
Entonces, inició una ruta de nuevo conocimiento en donde hay mucho camino por andar, pues cada toxina tiene una combinación única que se enlaza a receptores y/o canales iónicos de sodio, potasio y calcio, que funcionan como compuertas específicas para echar a andar diversos mecanismos del sistema nervioso. “Si tomamos el veneno de un caracol y lo ensayamos con inyecciones intracraneales en ratones, éstos se duermen, se paralizan o tienen ataques epilépticos”, dijo.
Las sustancias tóxicas referidas son útiles como herramientas moleculares para estudiar receptores y canales iónicos involucrados con varias enfermedades.
Una vez que se conozcan a detalle los mecanismos básicos que producen patologías como el Alzheimer, el Parkinson o la epilepsia, podrán utilizarse como fármacos para detener o revertir ciertos procesos con los que avanzan estos padecimientos.
Por ahora, se conoce que todas las toxinas son péptidos: proteínas muy pequeñas constituidas entre 20 y 30 aminoácidos, en vez de los cientos que conforman a una de tamaño promedio.
“Los aminoácidos son similares entre las toxinas, pero sus estructuras son diferentes entre las especies y tienen combinaciones específicas, lo que podría aprovecharse para desarrollar fármacos muy dirigidos, para ciertos blancos moleculares”.
Poco veneno no mata
En el laboratorio, López Vera y sus cinco estudiantes investigan la forma de acción de las toxinas, mediante el efecto de éstas sobre las proteínas de membrana, que se conocen como canales o receptores. “Éstos se abren, dejan pasar iones, y eso produce la comunicación celular para que podamos hablar, caminar y pensar”.
Al actuar directamente sobre diferentes subtipos de canales iónicos y receptores de acetilcolina, principalmente, cuentan con una cualidad semejante a tener el llavero de muchas compuertas distintas.
“Dicen que poco veneno no mata, así que la idea es aislar y reproducir la estructura de algunas de ellas para desarrollar fármacos específicos”, reiteró.
Hasta ahora, el científico filipino Baldomero Olivera ya logró desarrollar en la Universidad de Utah, donde López Vera cursó un posdoctorado, el primer fármaco con una toxina proveniente de un caracol marino del género Conus. Se trata de un medicamento contra el dolor crónico, mil veces más fuerte que la morfina y que no causa adicción, comercializado en Estados Unidos con el nombre de Prialt.