Por Alejandro Zenteno Chávez 

Presente de manera continua en todos quienes lo conocimos, el repentino anuncio de la muerte de nuestro amigo, camarada, maestro y hermano mayor, Enrique González Rojo Arthur, quien falleció en la madrugada del viernes 5 de marzo, no deja de ser un golpe tremendo. 

Sucedida en el peor momento de esta pandemia que tiene amordazado a todo el mundo, estuvimos al pendiente de las decisiones de su familia respecto a las exequias pertinentes. Muchos de los compañeros de tertulia de Enrique, sobre todo los de mayor edad, decidieron no acudir, a pesar de que se realizaría una velación con todos los protocolos sanitarios, pero allí estuvimos Genaro González Licea y un servidor, para despedirlo en la funeraria Gayosso Colima, y para acompañar a sus hijos Guillermo y Graciela, y a su entrañable compañera Alicia, en su duelo. 

Sobre Enrique se seguirá hablando durante mucho tiempo. Precisamente el sábado 6 leía en La Jornada que por fin el Fondo de Cultura Económica publicará algunos volúmenes de González Rojo Arthur. La verdad es que no sólo por la “amistad” entre Taibo y Enrique sino por la importancia de éste, ya deberían estar circulando varios títulos del mayor poeta mexicano en vida durante los últimos años. En fin, esperemos que la promesa se cumpla y el público nacional tenga acceso a los materiales de González Rojo Arthur. Pero no sólo el FCE tiene un compromiso con el gran poeta y filósofo, sino la UNAM, donde fue egresado y maestro; la UAM, donde fue catedrático fundador, y la UACM, institución a quien decidió donar su biblioteca con más de once mil volúmenes, reunidos a lo largo de tres siglos. 

Recordar a Enrique nos produce sentimientos encontrados. Añoranza,  por aquellas tertulias donde la presencia de Enrique era lo fundamental, con su erudición sobre literatura, música, filosofía y muchos otros temas; rabia, por la manera en que la burocracia intelectual procuró mantener ocultas tanto su obra como su persona; desprecio, tanto hacia aquellos que desde su pequeñez jamás pudieron visualizar la montaña que se levantaba delante de ellos, como hacia aquella falsa izquierda que de manera dogmática expulsó a José Revueltas y a Enrique de sus sectas. 

Enrique González Rojo Arthur vivió con plenitud su vida. Su casa más bien fue una biblioteca acondicionada como casa y donde, según nos comentaba, de niño estuvo a punto de morir por un enciclopedazo, pues un libro enorme cayó muy cerca de su cabeza durante un sismo, tal vez el de junio de 1932, que fue de magnitud 8.2. Tenía tres años y medio entonces. 

La relación tan estrecha con su abuelo, Enrique González Martínez (su padre Enrique González Rojo murió en 1939), determinó su amor por las letras, la música y la cultura en general. Pero el hecho de haber nacido en una cuna donde jamás hubo carencias económicas no provocó, como en muchos otros intelectuales, que dejara de amar algo durante toda su vida: el anhelo de libertad, la lucha contra la injusticia. 

Ese impulso libertario provocó, como Aurora Reyes, que, con el tiempo, la burocracia que se apropió de todos los espacios y los presupuestos negara su existencia. No les importaba que Enrique proviniera de una profunda tradición poética, como tampoco les importó que Aurora haya sido sobrina de Alfonso Reyes. Los dos cometieron el pecado de volverse comunistas e impugnar a los gobiernos criminales y corruptos que les tocó vivir durante su juventud y su madurez.                 

Tales anhelos de libertad también llevaron a Enrique a confrontar, primero, los conceptos estalinistas, y después, el corporativismo de los aperturos, y cuando propuso en el PRD que los estatutos establecieran que la soberanía del partido radicaba en las bases y que éstas, en cualquier momento que se justificase, podrían destituir a sus líderes, fue expulsado. 

La participación con el grupo de los Poeticistas, junto con Marco Antonio Montes de Oca, Eduardo Lizalde y Arturo González Cosío, también fue muy importante en su formación intelectual. Era muy joven cuando, con una mezcla de convicción e ingenuidad, llevó lo que después denominó el Mamotreto a las manos de Alfonso Reyes.

El buen sabio, al ver el original de 800 páginas que Enrique había elaborado con tanta dedicación, le dijo cariñosamente: “Enriquito: no voy a leer esto, pero lo voy a guardar en mi corazón”.

Muchos años después, releyendo el Mamotreto, que sentaba las bases teóricas del poeticismo, encontró algunas ideas que posteriormente desarrollaría en varios ensayos. El Mamotreto, por su parte, tuvo un buen final contribuyendo a alimentar el fuego prometeico en una pira que ardió en un rincón del jardín. 

La poesía de Enrique es única, y como pocos poetas muestra un perfecto equilibrio entre la inspiración lírica, el compromiso político y la reflexión filosófica. Cada línea está perfectamente trabajada. Lo mismo ensaya con el verso medido, experimenta con la métrica, con los sonetos súper rimados, o trabaja con el verso blanco y el verso libre, donde procura construir versos polifónicos, sin rimas internas ni externas hasta en dos o tres líneas consecutivas.

Otra constante en su obra es un humor finísimo, en contraste con la solemnidad de poetas como Paz y sin caer jamás en la vulgaridad, como muchos otros aspirantes a poetas que se sienten más rebeldes mientras más groserías profieren.  

Sin manejar un acento épico como los Pablos chilenos, la poesía de Enrique tiene un profundo compromiso revolucionario.

Su temática es muy variada y con el enorme conocimiento y dominio técnico de los recursos poéticos, hacía prácticamente lo que quería. Jugaba con el lenguaje, transgredía los géneros, mezclaba los elefantes con las jirafas y les daba cuerda para que caminasen como cuentos o poemas, según el ángulo de quien los viera.

Escribía obras que iban desde una línea hasta lo que él llamó novelemas. El volumen que le publicamos: Todos los cuentos, minicuentos y cuentemas de Enrique González Rojo Arthur, revela también a un prosista de primera línea. Su capacidad de síntesis le permitía también realizar obras maestras como este poema que decidimos poner en la portada de la antología poética dedicada al Comandante de Hombres Libres: 

CHE 

Hay poemas que caben en una estrofa. 

Hay poemas que caben en un verso. 

Hay poemas que caben en una palabra. 

Hay poemas que caben en una sílaba. 

El juego lúdico con el lenguaje sólo le es permitido a aquellos creadores que han podido navegar, triunfalmente, sobre las aguas más encrespadas del idioma. Enrique montaba sobre sus olas como un surfista experto. Y penetraba por los túneles que forman las palabras con determinación y alegría.

La soberbia era otra enfermedad que nunca lo llegó a afectar, y en tal modo se desenvolvía con la mayor sencillez entre los amigos, los académicos y los auditorios. 

Muy presente tengo el discurso de Enrique cuando la UAM le confirió el doctorado Honoris Causa. En verdad, sus palabras me aliviaron de la somnolencia provocada por la retórica de los anteriores “académicos”.

La frescura del lenguaje, las ideas tan claras que transparentaban sus propios esqueletos, contrastaba con aquel otro lenguaje acartonado. Aquí recordé algo que siempre he tenido presente: el pensamiento correcto conduce a la acción correcta. 

Y esa acción correcta (no lo que llaman “políticamente correcto”), esa acción fundamentada en una ética y una convicción inquebrantables le llevó a rechazar la propuesta del Premio Nacional de las Artes durante el sexenio de Peña Nieto. 

A intelectuales como Eduardo Lizalde, el sistema los ha premiado por haber repudiado su anterior militancia de izquierda. A Octavio Paz incluso lo proyectó internacionalmente, al grado de que le dieron el Premio Nobel de Literatura. 

No quiere esto decir que desvaloricemos la obra de Lizalde y de Paz. Pero cuando estos y otros personajes hablan de “democracia” y se refieren a los sistemas que rigen Europa y Estados Unidos como ejemplo, quienes conocemos un poco de historia nos damos cuenta de que estos intelectuales ya han sido comprados y que se convierten en intelectuales orgánicos del estado.

En realidad, el desarrollo de tales países se ha dado gracias al saqueo de los recursos naturales del resto del mundo. Democracia, “gobierno del pueblo”, es lo que menos existe en Estados Unidos, donde gobiernan las grandes corporaciones, la banca, el ejército y los capos de la droga. Sus presidentes no son más que gerentes a su servicio.

Los partidos demócrata y republicano son como las cabezas de Orthros, el hermano del Cancerbero. No importa si la cabeza sea negra o blanca, si tiene el pelo amarillo o blanco. Pertenecen al mismo cuerpo.

Casi siempre hay una cabeza que ladra más, pero las dos muerden con la misma ferocidad. Esta bestia es la que nos tiene con la rodilla en el cuello a la mayoría de los pueblos de América Latina. 

Enrique González Rojo Arthur siempre tuvo muy en claro el compromiso con su pueblo, con el destino que necesitamos forjar, pero la enajenación, los protagonismos y la ignorancia no permiten que podamos ver la senda correcta para salir del laberinto.

Enajenación e ignorancia que no nos permiten comprender la realidad, porque todo aquel que desee transformarla necesita primero comprenderla.

El pensamiento de Enrique profundiza no sólo en la infraestructura sino en la supraestructura de la sociedad, de allí sus análisis sobre la clase intelectual y la manera en que se apropió del poder en los llamados países socialistas, o la forma en que se constituye en el modus operandi de los estados capitalistas de Occidente, incluso en los capitalistas subordinados al imperio yanqui, como México y muchos otros estados de América Latina.   

Toda la obra literaria de Enrique es continuidad de su pensamiento libertario. Sus versos se han fraguado en el crepúsculo, en la tragedia de un conjunto de pueblos sometidos desde hace cinco siglos. Ese ROJO de su emblema, de sus sílabas, de su espíritu, de su corazón que sigue latiendo en cenizas esparcidas por el firmamento, expresa una convicción inquebrantable, una esperanza forjada con la lucha, un impulso hacia un amanecer que, tarde o temprano, tiene que iluminar el horizonte. 

El hecho de haber luchado toda su vida a contracorriente nunca amilanó a Enrique. Lo mismo hicieron José Revueltas y Eduardo Galeano. Hoy en día, a los precursores de la filosofía y la teología de la liberación se aúna una serie de pensadores como Juan José Bautista Segales y Ramón Grosfoguel que trabajan sobre la descolonización del pensamiento crítico.      

No se fue solo Enrique: su cauda nos arrastra en los paralelos y las manecillas del tiempo. Su vida y su obra nos transformaron. Tenemos que estudiar sus trabajos, lo que no es fácil, porque escribía tan rápido que no nos permitía analizar a fondo todos los ámbitos de la creación literaria y del pensamiento que generaba su mente prodigiosa. Tenemos que difundirlo, lo que tampoco es fácil, sobre todo por el veto que los oportunistas apoderados de los medios de difusión y producción editorial le han impuesto. 

Pero la obra y el pensamiento de Enrique saldrán adelante. Lo mismo ha pasado con grandes creadores ninguneados en su tiempo por las mafias o las academias momificadas. Pero tenemos que echarle la mano. Hay que luchar, porque eso nos enseñó nuestro amigo. Pensar claramente y organizarnos. El enemigo nunca nos ayudará a hacerlo. No podemos detenernos. Tenemos que caminar con el maestro que, con su crepúsculo, nos marcó un amanecer.           

Ciudad de México, lunes 8 de marzo de 2021.