Desde el primer minuto de haber tomado la estafeta de la nación, el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al crimen organizado.
Y desde entonces advirtió, en todas sus palabras, que habría muchos muertos de todos los bandos, tanto de los buenos, como de los malos.
Pero al paso de los años que van de sus sexenio, el Presidente se enfrascó en otra guerra, con el poder Legislativo y coyunturalmente hasta con el Judicial.
Resultado, baños de sangre a lo largo y ancho del país, reformas legislativas congeladas por ineficiente cabildeo y un historial que lo marcará en las páginas de la historia.
Carente de gabinete experimentado, culturo y garante de estrategia política, Calderón ha transitado solo en un gobierno expectante, débil y sordo a los múltiples llamados de la sociedad que quiere coadyuvar desde sus respectivas trincheras, a enderezar el rumbo, apaciguar la violencia y concertar acciones.
Accidentes o no, las muertes de los jóvenes funcionarios de gobernación, Juan Camilo Muriño y Francisco Blake Mora, se perciben entre el común de la gente que fueron consecuencia de su guerra declarada al crimen organizado.
La política tiene dos complementos fundamentales: los discursos y los hechos. Cuando se conjugan para llevar bienestar al grueso de la población, el agradecimiento social prevalece en las páginas de la historia, pero cuando se fraguan para prolongar el poder, que no liderazgo, al costo que sea necesario, la percepción popular se baña de conjeturas y así también pasan a la historia.
Ojalá que esto último no sea el momento que vive México.