Ensayo. Autor: Lilia Cisneros Luján

Responsable de difusión: Ifigenia Hache

Representación en N.Y. Erika Sánchez Ledesma

Representante en Ginebra: Jeanette Koeplif

Por Lilia Cisneros Luján

Conocí Coyoacán, en los años cincuenta. Visitamos a un tío abuelo, quien vivía cerca de Chapultepec y Tolsá y mantenía en división del norte, un criadero de gallos de pelea. Nunca olvidaré el peculiar cacareo de esas gallinas ni mucho menos la arrogancia del cantar de aquellos gallos de pelea que en el silencio del gran terreno, a donde no llegaba el ruido de motores de autos, se escuchaban como una sinfonía. Cuando ya mayor quise volver y dado que el tío había muerto y quienes manejaron sus bienes, vendieron ese hermoso lugar, el sitio dio paso a la fábrica y oficinas de la Pomada de la campana.

Cuando desde la preparatoria uno, tomábamos el tranvía hacia una pinta en el jardín botánico, nos dábamos tiempo para visitar el centro de Coyoacán. Ya en el atardecer nos hipnotizaba el aleteo de las aves multicolores regresando a los árboles, tanto de los parques y calles, como de las huertas y jardines de aquellas casonas que hoy han sido sustituidas por restaurantes, condominios, oficinas o estacionamientos improvisados.

Quienes tuvimos el privilegio de ser invitados a alguna tardeada en la calle dulce oliva, escuchábamos los búhos y lechuzas justo cuando la luz se extinguía y, los compañeros más atrevidos empezaban a aullar como coyotes, para espantar a las cándidas quinceañeras que protegían del aire fresco sus vestidos de crinolina, cuyo crish crash, nos provocaba risitas, apagadas por el Rock & roll de los discos de 45 revoluciones.

No faltaba quien relatara su historia de temores al ver las parvadas de zanates o cuervos, graznando sobre los maizales que aun sobrevivían en las orillas del río churubusco y, las más románticas, descubrían los colores de hermosos pajarillos en los alrededores del moribundo afluente del río Magdalena, por el rumbo de lo que hoy es la iglesia de panzacola.

Hasta los gusanos de Copilco podían llamar nuestra atención, cuando entrábamos a ciudad universitaria, tierra aun libre a inicios de los sesenta, sin bardas que limitaran su reserva ecológica en la cual lo mismo podíamos escuchar el arrastre de bichos, el canto de cigarras o la huida de un tlacuache.

En el terreno de árbol de fuego donde Don Raúl guardaba sus caballos, también aprendimos a distinguir los distintos gorjeos de los pájaros, y por esos sonidos saber si era un cardenal, la bulla de gorriones, o el insistente canturreo de las palomas.

Sabíamos quien se aproximaba no solo por la hora, sino por el cabalgar de “la señora de sombrero”, o algunos otros que usaban el centro del camellón en Miguel Ángel de Quevedo, para hacer su ejercicio ecuestre.

En el barrio de la Cochita primero sonaba el silbato de la fábrica de papel y en seguida la campana del templo nos indicaba las horas. Silbato y campanas, era suficiente para saber cuanto había avanzado el día, que época del año teníamos y que otros sonidos nos acompañarían según las estaciones.

El crujir del tranvía sobre los rieles, nos avisaba que ya era tiempo de despedirnos, para emprender el regreso, al zócalo o a nuestro punto de transbordo a la villa de Guadalupe dejando atrás, esos maravillosos timbres de barrios como Santa Catarina, el del niño Jesús o el cuadrante de San Francisco. Quizá fue esa maravillosa combinación de tonalidades la que más me animó a venir a vivir, desde 1967, a Coyoacán

Desafortunadamente son hoy muy pocas las aves cuyo trino podemos escuchar en las mañanas. Ya no veo tantos chupamirtos en mi árbol de limas. Muchas especies cantarinas están muriendo, los árboles de las antiguas huertas, sucumben o son encarcelados, bajo techos prefabricados. Apenas un orificio deja salir sus ramas, desnudas de nidos, privadas de realizar su fotosíntesis, esperando como enfermos en etapa terminal su inminente muerte provocada por el virus del progreso.

En vez del silbato y las campañas religiosas, empiezo a oír a las 6 de la mañana el golpe de láminas del camión de la basura. Su campana debió hacer sido robada o enterrada porque ya nadie la agita. Sabemos que la mañana se agota cuando el soniquete de carritos de basura, nos recuerda que regresan a ser almacenados con su fétida carga en el parque vecinal Frida Kahlo, donde no hay piar de polluelos ni risas infantiles pues el parque se ha convertido en propiedad privada de cuidadores.

Antes que el sol salga, los motores de automovilistas más tempraneros llenan el ambiente. Luego esto se combina con los pitidos de cientos de claxon por coches atorados en el tráfico y, en los breves espacios de silencio, el bip bip, bip, de la reversa de grandes camiones de concreto o de trasporte de grúas, y el estridente ruido del mazo destructor, nos indica que los latidos de Coyoacán, han dejado de ser ecológicos para trastocarse en artificiales; porque el barrio muere, entre el excremento de plagas de palomas, el mordisqueo incesante de roedores -lo mismo ardillas cuyos nidos han caído por el derribo de árboles, que ratas escapadas de los puestos ambulantes- hurgando en la basura. Pero quienes amamos este histórico paraje, seguiremos luchando para que los acordes y arpegios de la naturaleza no se extingan y puedan conocer su arrullo nuestros nietos.