Por Ángel Trejo

Una de las muestras más representativas del avance tecnológico y estético alcanzado por la cultura mesoamericana (2,500 a. C.—1521 a. C.) fue sin duda El Castillo de Chichén Itzá, también conocido como Pirámide de Kukulkán, edificio prehispánico que en julio de 2007 fue elegido como una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo Moderno junto con la Gran Muralla de China, el monumento Petra de Jordania, El Cristo Redentor de Brasil, la antigua ciudad chibcha de Machu Pichu de Perú, el Coliseo de Roma y el palacio El Taj Mahal de la India.

El Castillo fue catalogado en esta lista a iniciativa de una fundación privada mediante votación popular universal vía internet –sin el aval de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO)- dentro de una nómina de 14 propuestas en las que también figuraron la Acrópolis de Atenas, la mezquita de Alhambra de Granada, el Palacio del Kremlin de Moscú, la torre Eiffel de París y la pirámide de Giza, Egipto, única de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo que subsiste.

De entre los muchos méritos de este elemento arquitectónico de la gran ciudad maya de Yucatán hay uno que reseña la enorme sabiduría acumulada por los pueblos mesoamericanos: su amplio dominio del cálculo matemático y la observación astronómica, técnicas que se manifiestan cada solsticio de primavera cuando en las escalinatas de El Castillo se desliza juguetonamente una sombra con la figura del dios Kukulkán (Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada) anunciando un nuevo ciclo de cultivos en las hermosas selvas del sureste mexicano.

¡Un prodigio cuasi holográfico logrado hace más de un milenio mediante la ubicación concertada del edificio con los movimientos de la Tierra y del Sol! Cada una de sus piedras, niveles, ángulos y 365 escalones (equivalentes a los días del año maya) fueron colocados meticulosamente para reproducir el ciclo anual terrestre.

Pero Chichén Itzá –integrada además con un Observatorio astronómico, un Templo de los Guerreros, un Cenote Sagrado, declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad desde 1988-- no fue el milagro de un todopoderoso dios prehispánico, sino el resultado de un largo proceso civilizatorio en el que antes invirtieron esfuerzos muchos pueblos del área maya centroamericana (Belice, Guatemala, Honduras, El Salvador), del Golfo de México, del Occidente y del Altiplano Central, entre éstos últimos el Tolteca.

Construida entre el año 900 y 1200 de nuestra era, Chichén Itzá fue síntesis de la sabiduría vertida en La Venta, Cuicuilco, Monte Albán, Tajín, Tollan, Cholula, Tamtok, Palenque, Copán, Tikal, Toniná y por supuesto Teotihuacán, cuya recuperación arqueológica, iniciada precisamente hace 100 años, aporta la visión más completa del origen, construcción, extensión y funcionamiento de lo que fueron las grandes ciudades de Mesoamérica.

La pirámide del Sol de Teotihuacán (150 a. C.—650 d.C.) al parecer fue construida sobre una cueva natural que desde mucho tiempo atrás había funcionado como centro de culto religioso de diversos pueblos mesoamericanos, los que posteriormente habrían de reunirse ahí para intercambiar mercancías. La presencia de elementos culturales mayas, zapotecos y totonakos sugiere la hipótesis de que la Ciudad de los Dioses fue una metrópoli fundada a partir de un suceso excepcional (¿un aerolito como la piedra negra de La Meca?) que más tarde acopió, procesó y distribuyó el toltecáyotl (la cultura tolteca) que los mayas y los mexicas de Tenochtitlán habrían de llevar a su expresión más alta hasta principios del siglo XV.

La construcción de Teotihuacán requirió del esfuerzo equivalente al trabajo de 10 mil hombres que alternaron esta labor con sus tareas agrícolas y artesanales cotidianas. En su etapa de auge, en la mitad del primer milenio, llegó a contar con una población aproximada de 60 mil a 100 mil personas, que en aquel tiempo la ubicó en un quinto o sexto lugar mundial después de Constantinopla (Estambul), Alejandría y las ciudades más pobladas de India y China. Su población estuvo integrada en 200 barrios distribuidos en manzanas de 62 metros por cada lado y casas individuales de adobe y piedra con drenajes, patios interiores y calles.

Su magnificencia no estuvo sopesada únicamente en los grandes edificios como las pirámides del Sol, la Luna, el Palacio del Quetzalapálotl, el Templo de los Caracoles Emplumados, la Ciudadela o la Calzada de los Muertos, los barrios de La Ventilla y Tetilla, sino también en los sencillos rudimentos con que sus habitantes resolvían las necesidades pragmáticas y estéticas más apremiantes de su vida cotidiana, como lo permiten advertir hoy su cerámica, sus pinturas murales, joyería en oro y cobre y humilde lapidaria en jade, obsidiana, pedernal y acerina.

En los pequeños grandes detalles de la arquitectura, la ingeniería y la escultura domésticas se reconoce el alto grado de refinamiento alcanzado por las grandes culturas. Tal es el caso de las bóvedas mayas de arco voladizo, sin duda un modelo arquitectónico universal como el clásico grecorromano, el gótico o el barroco, y los prodigiosos “caminos blancos” (sacbeob) que conectaron a las principales ciudades y centro ceremoniales de la Península de Yucatán prehispánico (Chichén, Uxmal, Cobá, Tulum, Kabah, etc).

Estos “caminos blancos” fueron auténticas supercarreteras con un ancho promedio de 9.5 metros, cimentación profunda y firme con cantos y piedras molidas, paramentos de piedras labradas y pavimentos de piedra y estuco de 60 centímetros a 2.5 metros de alto sobre el nivel de la selva que además estaba cubiertos con cal para evitar el avance de la maleza. Las vías más grandes superaron distancias de 100 kilómetros, eran rectilíneas y contaban con caminos secundarios, veredas y atajos de uso familiar o barrial. (Continuará).