De mi libro: “SUCH IS LIFE IN THE TROPICS”
LA PLAYA
Eran mañanas suaves de noviembre, de peces azules en el Pacífico quieto, en la playa en descanso. Yo bajaba un poco antes de las nueve de la mañana a gozar esa única hora totalmente feliz.
Si alguien llamaba por teléfono, Catalina, que recién llegaba de su barrio negro en las alturas de Costa Azul, contestaba: No, no está la señora, se fue a “sirenear” y nunca el precioso verbo de su invención estuvo tan bien aplicado como en aquellos días.
En cuanto entraba al agua especial de noviembre, limpia, tibia y turquesa de la bahía de Acapulco, cientos de pececillos azules me cubrían apresuradamente las piernas.
Los dos primeros días me sorprendí y traté de quitármelos de encima. Los expulsaba a manazos una y otra vez, pero regresaban presurosos. Finalmente me puse a nadar lo más rápido posible para que me deshabitaran, pero tampoco les importó que me agitara para espantarlos y me detuviera de vez en cuanto a sacudírmelos a manazos e intentar que se desprendieran.
Desesperante. Por fin opté por aceptarlos ya que bien que mal muchos lograban hacer conmigo el viaje hasta las boyas. Al tercer día de asedio, cedí y les di sonriendo la bienvenida, sintiéndome inerme, pero halagada por su decorativa compañía.
Inicié un nado lento y cuidadoso con mi precioso cargamento. Cuatro brazadas, una respiración. Cuatro más y otra y otra vez y otra vez, conservando el mismo ritmo y la cadencia para no perder ningún pasajero en el camino, el tao, con dirección a la bocana de la bahía. Hubiera podido nadar hasta encontrar el horizonte e inventarme otro y otro más. Toda una vida entre mar y cielo, con las piernas forradas de azul palpitante.
Pero ahí estaban las cuerdas y cada boya balanceando a una gaviota fija que nos miraba con más arrogancia que curiosidad mientras otras iban y venían flotando en la brisa. Sin embargo, una vez que nos deteníamos, armaban gran algarabía, cambiaban de mirada y empezaban una alharaca que pronto entendí.
Me ordenaban, me gritaban que les dejara los pasajeros que traía sobre mis piernas. Eran el desayuno que habían estado esperando . Pero los minúsculos peces azules sabían muy bien que mientras no me soltaran, no corrían peligro. Después de varios viajes inútiles, las gaviotas empezaron a enojarse seriamente ante la provocación de sus escurridizas presas que se reían olímpicamente de ellas prendidas a mi piel.
Las aves marinas gritaban más fuerte y más fuerte hasta que yo sacudía a algunos peces de mis muslos. Entonces ellas se agitaban y se preparaban para la pesca. Algunas revoloteaban enojadas, ávidas, agitadas. Y ellos rápidamente se guarecían de nuevo en mi anatomía y las gaviotas se desesperaban a más y mejor.
Yo me sentía en un callejón sin salida, pero después de todo decidí no renunciar al premio de esa hora mágica de mar sereno, de agua transparente, de playa solitaria. Ese era el precio a pagar en esos días.
Las gaviotas y yo nos queremos bien. Cuando vienen volando y me ven acostada o nadando panza arriba sobre las suaves olas, para no perder de vista al cielo, siempre desciende alguna a saludarme. Vuela sobre de mí, de ida y de regreso y yo capto el mensaje. Sí, nos saludamos.
A veces saco una mano del agua, otras veces les digo palabras bonitas. Pero nuestra relación se dañó gravemente en aquel noviembre. La provocadora escena descrita, repetida a diario, las exasperó. Y algunas optaron por irse despectivamente a posarse en las boyas de la playa de junto, haciéndose las desentendidas.
Yo veía sus ojitos encendidos de rabia y de reproche.
Sin embargo por más que intentaba desprender a los peces y alejarlos para que la cadena alimentaria cumpliera su cometido aunque fuera un poco, nunca pudieron las gaviotas amigas comerse ni a uno solo de mis citados pasajeros.
A lo largo de los días la situación se fue calentando, envenenando. Me insultaban ya cuando llegaba a las boyas y hasta algunas nos esperaban revoloteando agresivas.
Los peces no estaban dispuestos a dejarse comer y por otra parte yo les estaba tomando cariño y no hacía más esfuerzos inútiles por desprenderlos de mi piel. Permanecía un rato mirando la bocana y haciendo ejercicios con las piernas sin que pareciera molestarles el movimiento.
E indefectiblemente, después de la matutina comunión con el mar, enfilaba de nuevo hacia la orilla cual sirena con piernas azules que sólo se liberaban de su cargamento un poco antes de llegar al punto en que rompen las olas. Mis pasajeros desaparecían súbitamente. Veloces minisaetas azules que en un santiamén ya no estaban y ni adiós decían. Pero yo sí me despedía. Nos vemos mañana.
Muchos días estuve sireneando, embelesada con mis brillantes escamas azules. Cada vez había menos gaviotas y simplemente ya no las miraba porque no me atrevía, hasta que ellas decidieron una última embestida y una mañana nos cercaron amenazantes sin comprender mi impotencia con los peces.
No lo pude remediar, ya se me estaban creando imágenes de aquella película de Hitchcock de pájaros enemigos. Tuve que defenderme y hablarles duramente. Las espanté con agua y a gritos al grado de que de pronto ofendidas volaron todas en parvada a un segmento más lejano de la playa de Icacos, ya no nada más al de junto, y no volvieron a mirarme. Confieso que los días posteriores al evento las buscaba. Me hacían falta, las llamé, pero nada. Esas gaviotas de las boyas ya no me querían.
Todo esto sucedió al iniciarse la primera “temporada” de mi vida definitiva en el país tropical que, sin saberlo por supuesto, me escogí a los once años como patria.
La tarde en que vi por primera vez el mar en la playa de Hornos en un crepúsculo con el sello único de Acapulco. Mis hermanos y yo estábamos excitadísimos por las olas. Habíamos nadado en la gélida piscina del club France de nuestra ciudad de México. A veces algún domingo en un riachuelo o en el borde una laguna, pero nunca antes en el mar.
Esa tarde redimensionó mi vida. Para celebrar el bautizo marino mi padre nos compró unas peras “americanas”, envueltas en papel color de rosa que vendían en pesadas canastas unos hombres en la playa a la que se iba por la tarde, la playa de Hornos.
Nunca habíamos mordido peras tan jugosas y al ver el cielo en llamas mi emoción fue excesiva y las lágrimas me brotaron mezclándose con el jugo que me escurría de los labios de tan jugosa que era la pera que me había tocado en suerte.
A partir de aquella primera vez, Acapulco fue parte importantísima de mi universo. Y la playa, su transparencia, su serenidad o su agitación , parte de mi sueño.
Ya al día siguiente conoceríamos Caleta, la playa de la mañana, como se usaba entonces. El muelle de Acapulco adonde mis hermanos acostumbraban ir a pescar ojotones desde la mañanita, era todavía de madera. Ah, esos sabrosos peces acapulqueños desde entonces sólo he vuelto a comer en el delicioso restaurant de Imelda, ese en Caleta donde, cuenta mi amigo El Cuate, Agustín Lara se le declaró a María Felix y le cantó por primera vez “Acuérdate de Acapulco”.
Y desde aquel hombre que vendía jugosas peras en Hornos, siento cariño por los vendedores de las playas acapulqueñas que ahora caminan miles de kilómetros por toda la bahía. De vez en cuando los quieren expulsar “para que no molesten a los turistas”. La playa de Icacos es el mejor tianguis del mundo. Perdería delicias como los mangos de amarillo radiante montados en un palo, cocadas, pasta de tamarindo, buñuelos, bolsitas de plátanos fritos como tostones, artesanías preciosas…
Pero como antes dije, la experiencia de los peces azules no se ha vuelto a repetir. Y para colmo, las gaviotas rencorosas tardaron mucho en volver a ocuparse de mí. Ya no cambiaban de ruta para saludarme, ya no descendían a la par arrogantes y mimosas, aun cuando les hacía señas de amistad y les enviaba mensajes de cariño, me ignoraban. Meses después del noviembre de los peces azules, desparecidos como llegaron, sin avisar, dejándome adolorida por el misterio, un día por fin una gaviota pequeña, muy joven y sin duda ignorante de la historia, se dejó atraer por mi amor y bajó tímidamente a investigarme. Al paso de los días vinieron otras, poco a poco, pero no reconocí a mis amigas de antes. En cuanto a los peces… Al entrar en el agua rogué a Poseidón durante muchos días que me regresara a los pasajeros color añil. No lo hizo, pero en su defecto hizo saltar a algunos peces plateados como muestra de su presencia y de nuestro buen entendimiento. Y no me puedo quejar. Los peces plateados brincan fuera del agua con una frecuencia que nadie creería. En un cumpleaños emblemático, me envió el máximo regalo que he recibido en mi vida, delfines hasta las boyas… pero esa es otra historia.
Y el tiempo pasó y me olvidé de la intrigante ingratitud de los peces hasta que cierta tarde en una de esas terrazas de Acapulco, puertas al infinito de los largos y hermosos crepúsculos, conté a unos amigos la magia del cardumen azul. ¿Y no te mordieron? ¿No te dejaban marcas? ¿No te horrorizaban? inquirían las mujeres en tanto que los hombres me hicieron sonrojarme con sus miradas. Siempre piensan en lo mismo. Sólo el sabio Rodrigo sonreía socarronamente e intuí que tenía una respuesta al misterio y lo insté a que hablara.
_¿Dices que eran muy pequeños esos peces?, preguntó a su vez.
_Sí claro, minúsculos, eran cientos.
_Pues es algo explicable. No hay misterio. Simplemente se estaba cumpliendo lo que llamas la cadena alimentaria. Una especie se alimentaba de otra, comía a otra.
_Pero te digo, que las gaviotas nunca pudieron comerse a ningún pez.
_No hablo de las gaviotas. Ellos, los peces, eran los que te comían a ti.
Un grito de horror brotó del contingente femenino. Pensé que él no me había entendido.
–No, no, jamás me mordieron, jamás me lastimaron ni me molestaron, ni me dejaron la menor huella.
Eran minúsculos, dices. No tendrías por qué enterarte. Pero puedes estar segura de que alimentaste a un cardumen o si lo prefieres más claro, que tus peces azules se comían cuando menos las células muertas de tus piernas. Por eso no los sentías. Probablemente era época de apareamiento en que prefieren estar juntos, a menos que fueran peces recién nacidos que no saben aún encontrar fácilmente alimento… No te hagas demasiadas ilusiones…
Otro grito coral femenino. Sonrisas socarronas de los hombres.
-Pero no es para llorar, sonrió mi amigo.
Y es que me estaban brotando en el crepúsculo otra vez, dos lágrimas dulces, tibias, doradas, me dijeron, por los últimos rayos del sol poniente. Pero no fueron esas lágrimas como algunos creyeron, de frustración o de desilusión. Fueron lágrimas de agradecimiento y de alegría. De amor a la naturaleza, al mar, a la playa en la que vivo . Si alguien me ha de comer, que sea en el mar.