La Estúpida decidió alejarme de su lado en un momento en el que las circunstancias favorecían la mejor expresión de sus desafectos, pues requería que la ruptura se hiciera pública. EI Mirlo estaba casi lleno, el grupo musical que amenizaba el local hacía una pausa y ella continuaba presidiendo la mesa principal del salón. En ese momento se me ocurrió ir al baño y justo cuando pasaba frente a ella escuché un grito estridente.

-¡Hey, tú!- dijo, dirigiéndose a mí.

Aunque el tono me produjo una inmediata reacción de rechazo, me acerqué con un deseo inconsciente de quedar bien y acaso atenuar su creciente y desconocido enfado hacia mí, pero cuando estuve a sólo dos pasos de ella, estiró una de sus brazos para ofrecerme un billete de diez pesos.

-En la esquina de Obregón y Tonalá hay una farmacia. Compra cera para depilarme las piernas...

-¡Acaso crees que soy tu gato, puta hija de la chingada!- le grité indignado, sin previa cavilación de por medio.

Pero mi reacción no la sorprendió. Al contrario, parecía haberla calculado, porque sonrió satisfecha y burlona.

-iPinche padrote barato! ¿Y de quién crees que has vivido todos estos años?

Sostuve su mirada retadora unos cuantos segundos y avergonzado, quizás también temeroso de un acto de violencia que me habría expuesto más al ridículo, continué mi camino al baño sin buscar ningún pretexto para salir de aquel episodio embarazoso.

Cuando regresé al salón para alejarme del cabaret, La Estúpida tenía a Gabrielle sobre sus piernas, lo besaba y acariciaba como a un chiquillo:

-Nada hay en el mundo que no pueda hacerse entre un hombre y una mujer, entre un hombre y otro, o entre una mujer y otra mujer. Si con paciencia y con saliva un elefante se la pudo meter a una hormiga, ¡por qué tú y yo no podríamos hacer una sabrosa tortilla?

La avenida Obregón estaba envuelta por una llovizna oscura que mezclaba agua caliente, polvo y luces amarillas. La profunda molestia que sentí al verme despreciado por la mujer que unas horas antes sentía mía, me hizo olvidar mi prop6sito inicial de recoger algunas cosas en el hotelito donde parábamos. Caminé sin rumbo fijo y vagué por distintas zonas de la ciudad, hasta que recalé en La Universidad, una vieja cantina del Zócalo ubicada en Seminario entre la Catedral y el Palacio. Horas después salí de ahí completamente ebrio con la idea de suplicar a La Estúpida que no me abandonara. En mi borrachera pensaba que era la mujer más importante de mi vida.

Ya en la madrugada, sin recordar cómo había llegado, me encontré nuevamente en el Mirlo. La Estúpida no estaba. Los meseros me informaron que había salido con Gabrielle. Concebí el más pendejo de los desquites: buscar otra pareja. En la selva roja y semioscura del cabaretucho  había mujeres con quienes podía sacarme el clavo. La mujer de la revancha era morena, bañada en óxidos, falsa rubia. Ojos grandes, redondos y audaces, boca carnosa, caderas anchas y un vientre ligeramente abultado que se me hizo apetecible. Se llamaba Gloria y hacía tiempo que coqueteaba conmigo. Me senté a su lado y pedí dos cubas. La besé  en la boca y me miró sorprendida.

-¿Qué harás cuando regrese tu vieja?

-Nada, porque estaré contigo.

Sonrió. Intenté besarla otra vez, pero me eludió.

-No quiero problemas con la gran puta- Se paró con enfado. Sus hermosas caderas anchas y su vientre se me hacían muy sensuales.

Se sentó a unos pasos de mí, sin dejar de mirarme con extrañeza y confusión. Acaso sólo me exigía que definiera mejor mi propuesta y que no quería utilizarla para una revancha de coyuntura. Pero no la seguí. La borrachera comenzaba nuevamente a apretarme y sentí enorme flojera el sólo plantearme la necesidad de hablar y dar unos pasos, lo cual finalmente hice pero con el propósito de ir al baño a dormirme la mona.

Después sólo recuerdo que rumiaba con sueños de borrachera y duermevela, que alguien me sacó del baño, me gritó y me golpeó la cara, sin que lograra despertar y que envuelto en una turbonada de vómito, papeles cagados y gargajos, caí en el suelo. Me sentía hueco, el cuerpo me hormigueaba y fluía sangre de mi boca. Mi cerebro era una masa amorfa de sensaciones lejanas y tardías. En algún momento sentí que mi quijada se alargaba hacia el infinito y sentí los labios gruesos e inflamados como globos. No podía pensar. Sabía que existía, pero en mi conciencia aletargada era como una pompa de aire regurgitando en una mole de mierda. Sentí que volví a caer y que en mi caída viajaba una eternidad en el vacío. En ese tránsito mi cuerpo iba colmándose con los corpúsculos luminosos de mis recuerdos más significativos. Sentí que moría. Desperté con nausea y sabor a mierda en la boca. Amanecía cuando me reconocí tirado en la banqueta, a un costado de la puerta de emergencia del Mirlo.

Los meseros del Mirlo me miraban batido en mi propia basca. Vestían de paisanos. Ya no portaban sus pretensiosas filipinas rojas con solapas negras, ni exhibían su habitual prepotencia de ministros de la Suprema Corte  de Justicia con la que sancionaban a los borrachos insolventes e impagos. El más viejo, don Sabás, me ayudó a levantarme y me encaminó a la esquina de Obregón. Me preguntó si tenía dinero para el taxi. 

-Fue ella. Te pegó y amenazó con llamar a la policía para denunciarte por consumo de yerba. La convencimos de que no lo hiciera porque nos hubiera involucrado a todos.