Escribo estas notas cuando no puedo dormir, cuando despierto en las madrugadas o cuando estoy en el café. La escritura es mi forma de relacionarme con el mundo y conmigo mismo. A través de lo que escribo descubro lo que pienso de mí, de la gente y de las cosas. Estos apuntes solo cumplen un programa de rescate de recuerdos, ideas, retratos de la gente que más he amado. Es una bitácora de navegación en el mar incierto de mi vida a lo largo de tres décadas de bogar en la más bella de las ciudades. Escribo de un mundo que está por sucumbir y del que soy uno de sus pocos sobrevivientes. Este hecho me enfrenta a una situación similar a la de los hombres antiguos cuando vivían la experiencia de un eclipse, un cometa o un temblor, que eran poco menos que el anuncio del fin del mundo o de una época. Esta misma visión me acecha ahora cuando recuerdo a mis mujeres más queridas y a los amigos con quienes más tuve andanzas, o cuando siento que el tiempo de la resaca, es decir, el tiempo seco y rabioso de la muerte, detiene su pernicioso aliento de dragón sobre la vieja ciudad indio-virreinal iluminando sus atardeceres. Es entonces cuando el cielo se cubre de una coloración violeta, los cristales de las casas se cubren de humo, los ojos y las voces de la gente se imantan con el silencio y el valle de México oscurece hasta alcanzar la densidad pastosa del mar nocturno.

Zulema

La pérdida de La Estúpida me hundió en el oscuro laberinto de un amor neurótico. Uno de esos enamoramientos imbéciles en los que se piensa en la amada los 86,000 segundos del día. Me sentía burlado, devaluado. Viví al garete como un mostrenco en las aguas residuales de la ciudad. No llegué al suicidio ni a la demencia gracias a la feliz aparición de otras mujeres. Pero durante varios meses anduve casi en la indigencia callejera, permanentemente ebrio, sucio, hambriento y con un voraz apetito de amor con el que mendigaba una mirada o la mínima atención de cuanta mujer me encontraba al paso.

Una amiga común, mía y de La Estúpida, abrió por esos años una casa de citas en la colonia Roma cuyos servicios consistían en brindar relaciones sexuales clandestinas a damas de la alta sociedad burguesa. Ahí hice el amor a decenas de señoras ricachonas de la ciudad capital y de algunas otras urbes de la República que solían aparecer en las páginas de sociales de los periódicos. Sólo con dos de ellas fui más allá del comercio amoroso ocasional: Zulema y Eva, cuyos verdaderos nombres oculto con estos seudónimos.

Ninguna satisfizo mis necesidades de afecto más profundas, pero a cambio me proveyeron de amor físico abundante, dinero, viajes y quizás hasta cierta dosis de autoestima con la que pude salir del atolladero existencial y aun volverme un tanto megalómano. Ningún otro amor de coyuntura ha sido más útil para mí que el que me brindó cada una de ellas en periodos diferentes. Lo mismo puedo decir de Estela y Lin, otras dos mujeres  providenciales. La imagen que guardo ellas es muy grata, aparte de que en mi boca, en mi piel y en mis ojos conservo aun su calor y sus figuras con el detalle sicológico y plástico más nimio. Incluso puedo afirmar que podría distinguirlas por su olor a varios centenares de metros. Debo a ellas el cotejo de que en el amor nada funciona mejor que la máxima carpinteril de que “sólo un clavo saca otro clavo”.

Además de su fina piel blanca, sus carnes tibias, sus huesos delgados y finos, sus labios agridulces, tengo de Zulema un recuerdo imborrable  del día en que nos conocimos: El pomo dorado de una cama de latón refleja mi cara oval, cóncava y jadeante sobre una cabellera rala de tintes lilas y unas piernas femeniles blancas y alargadas hacia el infinito. Este grabado sintetiza el mundo  sofisticado e hipócrita de las mujeres ricas de nuestro país que  en la cama dicen lo que ocultan en el confesionario.

Zulema era una de ellas, no obstante su sinceridad y su ternura. En aquella entrevista, la primera que tenía de ese tipo según ella, no pretextó curiosidad ni morbo, pero intentó justificarse con el argumento de que su presencia ahí se debía a una dilección íntima, sin duda poco común y aun pecaminosa, que la impulsada a satisfacer una pasión carnal que la roía desde joven pero que no se atrevía a solicitar o exigir a su esposo, quien era un hombre en extremo decente y respetuoso de las relaciones íntimas tradicionales o normales.

Tenía 45 años pero su piel era aún fresca, sensible y sedosa; sus senos duros y grandes; su mirada ardiente, sus muslos y piernas flexibles y ágiles. Durante una hora me habló de su hermoso marido y sus hijos, dos de ellos ya casados. Sólo buscaba una experiencia diferente de la praxis amatoria convencional y una ejecutoria acaso un poco más primitiva o anormal  con respecto a los usos y costumbres cotidianos de muchas parejas. Por un momento pensé que era masoquista, pero en mis ojos leyó esta interpretación equívoca y aclaró que no había ido ahí a que nadie la  golpeara porque no era anorgásmica ni tenía ningún problema de satisfacción erótica.

-Quiero mucho a mi esposo y creo que ningún otro hombre podría hacerme gozar como él… Pero una distracción liberal o exótica, sobre todo cuando se tienen los medios, no puede negársela una en estos tiempos- dijo.

Para entonces estaba en pantaleta y brasier, sentada ante un gran espejo colocado a un costado de la cama. Mientras contaba su historia yo había empezado a desvestirla con suaves y comedidos movimientos de manos. En el momento cuando comenzó a preguntar sobre mí y mientras se acomodaba la cabellera sobre la parte alta de su cabeza, la sorprendí desde atrás tomándole con cierta violencia los senos para ponerme a besarle la nuca, el cuello y las orejas.

Sentada aún sobre el filo de la cama e hincado sobre éste, seguí besándola en la boca, las mejillas y el pecho. Luego la obligué a acostarse de costado a mi lado para dedicarme a lamerle la hermosa espalda y resbalar mi lengua en su ancha y blanca grupa. Una vez fijado en ese límpido páramo de mármol, le arranqué de un tirón la pantaleta, la induje a que se pusiera en posición de hinojos y así en dosel, previo homenaje a su virginal santuario, penetré con muchísimo trabajo su delicioso capullito negro, el cual siempre había soñado que le afloraran. Lloró silenciosamente, sin gritar ni quejarse como otras mujeres incluso expertas,  celebrando para sí el doble dolor de la desmesura amorosa. Postrada, acaso un poco agotada, con lágrimas en los ojos agradecidos musitó hacia el espejo:

-Ahora por adelante, niño mío.