Capítulo 8

EVA

A Eva le gustaba de hacer el amor en los baños públicos -al vapor, a la turca, a la rusa- en sesiones que duraban horas. En nuestra primera excursión el calor y el agua me agotaron a tal grado que mi tallo de jade no quería pararse. Lloró, se dijo engañada, decepcionada e intentó golpearme. Finalmente, después de un largo periodo de caricias, masajes y un sueñito ligero pero reconfortante, logré templar mi arma y penetrarla para un largo coito con el que pudo alcanzar un interminable rosario de orgasmos.

Su boca gruesa, vulgar o más bien grande, y un cuerpo blanco demasiado flácido que sabía encajarse con audacia en cuerpos ajenos, la ofrecían como una de esas macizas bacantes griegas que asoman en el pudoroso pincel de los pintores clásicos. Era una bacante guerrera y su gracia residía en su capacidad de pelea y resistencia. Eva decía que el amor sexual in extremis semeja a un asesinato pasional incruento y a un suicidio, porque en ambas exploraciones del infinito uno se aproxima a la muerte ajena y propia.

ESTELA

Otra de estas mujeres salvadoras fue Estela, bella mujer también madura de la colonia Condesa, a quien enamoré como a una muchacha de pueblo en un parque público. La conocí en mis días de mayor postración emocional y miseria física, cuando incluso derivaba a borrachito callejero. La había visto en una tienda de autoservicio y me ofrecí a cargarle su mandado. Ya en su apartamento me dio comida, calor y dinero. Su amor, espontáneo y desinteresado, revaluó para siempre mi herido orgullo de amador miliciano.

Estela desplegaba un dialecto ágil y fresco con su cuerpo rubio y aterciopelado. Su boca era dulce y abundante en saliva; su pecho, vasto y cálido como la arena del mar. Mis dos manos apenas abarcaban uno de sus grandes y erectos senos, en los que parecía estar reservada la fuente moral del mundo. Miraba con la sacrosanta inocencia del adulterio edípico.

-Mi chiquillo- decía, prodigándome una ternura y una tolerancia maternal infinita, mediante la cual yo suponía que el Universo expresaba su vocación engendradora y protectora. Mi relación con Estela hubiera durado toda la vida. Yo mismo tuve que convencerla de que huyera de mí porque comenzábamos a perder el sentido de responsabilidad que debemos tener con otras personas. Tenía marido y cuatro hijos, el mayor de los cuales tenía mi misma edad.

LIN

La Chale, un ángel taciturno, una fina pieza de porcelana china, cerró aquel ciclo mundano con el que alcancé la fortaleza emocional necesaria para el tipo de vida que me esperaba. La atrapé en un burdelito de Peralvillo y durante un mes anduvimos disfrutando de una relación de cofradía amorosa que podría haber sido perdurable. Pero justo cuando suponía que estaba feliz a mi lado escapó de mis manos y de mi vida, porque jamás volví a saber de ella.

Un par de ideogramas chinos pintados con lápiz labial en el espejo del cuarto de hotel donde parábamos fue su adiós y probablemente la explicación al misterio de su huida. Recuerdo con precisión aquel día porque era Día de Muertos y las calles de la región oriente del centro histórico estaban inundadas por personas que portaban ramos de flores para ir de visita a los camposantos. Además la ciudad estaba terriblemente aprisionada en una terca de invierno prematuro.

Capítulo 9

¿Quién soy? No sé. Tengo un nombre, un apodo, quizás también una identidad, pero he terminado por ignorarlos. Supongo que soy alguien o una cosa que piensa, como decía Descartes del hombre. Pero no sé quién soy, porque a fuerza de vivir intensamente mi propia vida y la de otras personas demasiado cercanas a mí, he derivado hacia la dilución de mis rasgos en el paisaje herético de la ciudad. Soy uno de sus componentes anónimos, uno de sus personajes extraños y recurrentes que no tiene más identidad que la de un árbol, un muro o un edificio viejo y desocupado. A la pregunta inicial de este texto, podría dar la truculenta respuesta de Odiseo a Polifemo, pero no tengo la audacia histriónica y política del rey de Ítaca y, por sobre todo, no soy ningún aventurero heroico y mis aprestos de hombre no me alcanzan para ser Nadie. Tampoco un seductor Mañara ni un Bradomín he sido y en mi vida no he alcanzado otro mérito que el haber vivido con la conciencia cínica y parasitaria de las floraciones silvestres en un jardín cultivado. En una iconografía popular de la ciudad mi figura no sería diferente a la de un trivial Barbazul de comedia barata de los años 40. Una barba rabínica, nariz aguileña, moreno y complexión ligeramente gruesa me distinguen con una imagen indolente de árabe o judío sefardita; una vestimenta casi uniforme con base en combinaciones de blanco y negro, y un hermoso jipijapa que una amante gringa me regaló en un viaje a Acapulco. En las calles busco rostros, gestos, miradas, actitudes y los mínimos movimientos vitales de la ciudad. Conozco todas las plazas, iglesias, cafés, bares, librerías y burdeles de la zona colonial de la ciudad, en la cual vivo desde hace varias décadas. La experiencia sensual exhaustiva y el desciframiento del amor como forma de conocimiento filosófico son prácticas sistemáticas de mi vida consciente y fuentes esenciales de mi escasa novelería, de la cual estas líneas son muestra incipiente.

AMANDA. Capítulo 10

La Estúpida podía ser todas las mujeres en una, pero Amanda sólo podía ser ella misma en las otras, porque su univocidad residía en ocultar y revelar como por arte de magia el secreto múltiple de las niñas que sueñan con ser señoras o que nacieron para ser señoras desde el primer momento. Amanda era una estudiante de secundaria de 14 años que al momento de quitarle el uniforme de colegiala resultó tener más pechos, nalgas y coño que la Diana Cazadora y que al pretender guiarla en el camino de la seducción terminal exhibió una capacidad de improvisación amorosa que me dejó más pasmado y tieso que los generales estantiguos del Paseo de la Reforma, es decir, con la espada desenvainada pero sin saber con quién estaba haciendo esa guerra.

Su transformación de niña a mujer fue instantánea. Un pecho vasto, abundante, erecto y un torso perfecto del cuello a las caderas me hicieron olvidar u omitir lo único que evidenciaba su edad: unas pantorrillas cortas y f1acas calzadas todavía con tobilleras, mismas que no permitió que le quitara por un prurito moral que la aferraba al propósito de sólo descalzarse enteramente los pies con el hombre que debía desposarla, idea un tanto caprichosa o torpona pero que evidenciaba una muestra de carácter de difícil hallazgo en cualquier otra mujer, ¡y para qué decir que en una niña!

Amanda provenía de una dramática aventura amorosa. Un primo seis años mayor la desfloró cuando ella sólo tenía doce y se iniciaba en la doncellez. Sin embargo, en lugar de que este suceso la traumara y la hundiera en un círculo trágico, la abrió a un universo vital en el que rápidamente conoció el amor físico en grado de excelencia y el amor humano con todas sus modalidades y perversidades. Al descubrimiento de su rica veta de potencialidades epicúreas siguió un amasiato clandestino que por varios meses, quizás un año, estuvo protegido por las estrechas relaciones familiares de sus padres. La frecuencia con que se les veía juntos no generaba más que simpatía porque se les entendía vinculados por un amor de primos realmente fraterno.

Ninguno de los padres y hermanos de ambos imaginaba que detrás de aquellos juegos y paseos inocentes en bosques y playas, o de las instructivas lecturas de libros como Las Mil y una Noches, pudiera haber un caudaloso río de pasiones amorosas intensas. El abusivo primo se cogía a Amanda aprovechando cualquier circunstancia o distracción de sus familiares, sin tomarse la molestia de formalizar una relación extramuros que pudiera llevarlos a tomar precauciones en todos los aspectos. De este modo todas las cogiendas se hicieron a volandas, en lapsos muy cortos y en lugares a veces inhóspitos.

El secreto fue descubierto con la misma inocencia con que había nacido: en la fiesta de quince anos de Rosaura, la hermana de Gustavo, éste se olvidó de su amante niña y se dedicó a bailar con las jóvenes formales. Amanda se sintió despechada y, siguiendo el ejemplo de sus mayores, buscó en los licores alivio a su dolor. Ya ebria, cuando la fiesta se hallaba en su cresta solemne, la pequeña se puso a gritar que Gustavo era suyo y que iba a tener un hijo de él. La revelación desbordó vestidos blancos y rosas, incrédulas sorpresas, fingimientos innocuos, asustadas posturas morales y prologó el cuadro escénico idóneo para una tragedia.

Cuestionado por el padre de Amanda, Gustavo tomó su motocicleta y fue a romperse la crisma en una de las múltiples curvas de la carretera México-Toluca. En la madrugada, cuando se supo de la muerte del muchacho, Amanda se descubrió de pronto como una ostentosa viuda vestida de rosa solitariamente olvidada en el cuarto donde la habían encerrado después de su inusitada revelación. El cuerpo de Gustavo, largo, llano e inmóvil con sus manos muertas sobre el pecho y la cabeza embozada en una toalla, fue la imagen ultima de su felicidad primera.

Metidas en pleito de honor, ninguna de las dos familias recordó la viudez y la maternidad prematuras de la niña, la cual quedó olvidada de todos hasta que su embarazo se hizo ostensible. El niño no sobrevivió al padre y la muchacha, despreciada por sus padres y hermanos, debió hundirse en una larga primavera triste y solitaria de huérfana con más obligaciones que derechos domésticos en el ámbito de su propia familia, pues se le aisló como una apestada y rehén de los delitos más graves cometidos por una mujer pese a que seguía siendo una niña.

Sin embargo, todo cambió meses más adelante, cuando una tarde que salía del colegio un hombre mayor de vestimenta muy elegante la invitó a subir a un lujoso automóvil. Al principio se sorprendió de que un tipo de esa galanura –parecía actor de cine- pudiera fijarse en una niña como ella, demasiado pequeña e infractora grave según su propia familia. El pretendiente era un empresario de pinturas que recorría parques públicos y colegios privados en busca de aventuras sexuales con adolescentes de ambos sexos, a quienes elegía mediante el análisis previo de sus rasgos sociales y sicológicos. Es decir, los escogía después de darse cuenta que andaban solos y posiblemente afectados por algún síntoma de melancolía reflejado en sus rostros.

Fue él quien la adiestró en el vasto inventario de juegos sexuales y mundanos que poseía antes de cumplir los 15 años. Esa relación la proveyó, además, del mayor sentido de poder al que puede acceder una hembra sabia: la conciencia del deseo o necesidad que genera en un hombre a partir de un simple intercambio de miradas o el mínimo diálogo oral o gestual, una suerte de coquetería instintiva y cognitiva utilizada como arma de conquista y dominio para someter al macho mejor dotado en el ejercicio amoroso.

En ese periodo de instrucción don Gonzalo, el industrial pederasta, no fue el único amante que Amanda tuvo. Su innata coquetería y el rico filón sensual que había descubierto en su entidad corporal y espiritual la llevaron a un sinfín de aventuras. En la escuela sumó el mayor número de novios-amantes que pudieran imaginarse sus compañeras pero ninguno de aquéllos, obviamente poco oferentes de novedades eróticas, logró más de una o dos sesiones. Esto se debió básicamente a que su “papá”, el empresario de pinturas, iba a menudo por ella y su presencia inhibía los galanteos de sus demás pretendientes.

Maduraba en esta habilidad cuando la conocí en el Bosque de Chapultepec. Fue un mediodía en el que ella pintaba venado con un grupo de compañeras y yo andaba en persecución de una turista gringa a la que su marido cuidaba más que a la niña traviesa y salvaje de sus ojos de pirata de la mariana imperial de Estados Unidos. Nos descubrimos desde el ascenso mismo al castillo mediante un intercambio aparentemente innocuo de sonrisas y palabras. Una vez en el museo, distraído un poco más en el seguimiento de mi presa, la sentí obstinada en hacerse presente ante mí con base en cuchicheos y bromas que alternaba con sus amigas. El juego duró buena parte del recorrido por el museo, hasta que llegó un momento en el que la chiquilla se plantó de frente con la valentía de un niño que reclama la atención exclusiva de un adulto.

-Hola- dijo.

Sus grandes ojos negros exhibían un poco de vergüenza, pero los dominaba aquel instinto de posesión que describí hace un instante y que en aquel momento brotaba de su mirada con la fuerza de una erupción volcánica. Una mirada que no era la de una niña, sino la de una jaguareza empeñada en dominar y abatir su presa. Una mirada que a partir de entonces habría de

imponerme una fórmula única de asociación de ideas estéticas definidas por su imagen, sus actitudes y sus manías. Se convirtió en el modelo estético con el que reconocería y evaluaría más adelante mi gusto por otras mujeres. Su solo nombre extrapolaba mis pensamientos en lo que sentía, soñaba y racionalizaba. A ella debo, como Ramón López Velarde a su prima Águeda, la «costumbre insana de hablar a solas».