Novela de Fernando Miranda Servín**
A la memoria de Miguel Ángel Granados Chapa
Todos los días transitaba por ese largo boulevard que me llevaba a mi casa, el Viejo Camino a Contreras, algunas veces, a mitad de esa avenida semidesierta, a diferentes horas veía actividades inusuales en un par de esquinas, se trataba de sujetos con radios mirando hacia un lado y otro y hablando a través de los aparatos.
En otras ocasiones eran patrulleros y convoyes de militares los que se adentraban hacia las calles transversales de esta arteria, en donde se ubicaban asentamientos irregulares de colonos. Siempre lo noté, pero nunca quise darle importancia, ¿a quién hablarle? ¿a quién acudir en Durango, en donde todos estaban coludidos con todos, principalmente los jefes policíacos? Sería un suicidio.
Esa noche de sábado no iba a ir al cumpleaños de ese amigo porque tenía trabajo pendiente, una ligera infección en la garganta y poco dinero. A las once de la noche decidí ir a felicitarlo: total –me dije- le doy su abrazo y le hablo derecho… le digo que no me siento bien, que luego le invito unas cervezas y me retiro.
Y es que cada convivencia con este amigo era desvelada segura, hasta las tres o cuatro de la mañana, echando trova, bebiendo buen vino y conviviendo con gente agradable.
Salí de mi casa y me subí a mi carrito, un Tsuru 2003, azul marino, descolorido. Ese día me lo habían arreglado de los frenos y me pareció buena oportunidad para probarlo en ese trayecto solitario. En varios tramos aceleraba hasta 100 kilómetros por hora y frenaba… chingones los frenos, me habían hecho un buen trabajo.
Las horas interminables…
-Te van a mandar a México, a la P.G.R., eres un caso especial, nada más que te curen bien de la madriza que te pusieron esos culeros… ya la libraste cabrón –me dijo un agente ministerial de la Fiscalía General de Durango que por alguna razón le caí bien.
Es cierto lo que dicen, que cuando estás a punto de morir toda tu vida pasa en segundos por tu mente. Vi a mis padres envejeciendo detrás de ese mostrador de su tienda de abarrotes, que era su casa, su colonia y su país, de la que nunca salieron más que para morirse, allá en el D.F., en el mero centro de Tacubaya. Me visualicé caminando en los patios de la Escuela Normal Superior, en donde estudié y me hice profesor. Vi a todas mis novias, mis amigos, mi ex esposa y mis hijos, y por mi mente pasaron todas esas bohemias que viví en esos años con intelectuales, escritores, periodistas, poetas, músicos, cantantes y compositores… yo les decía “los revolucionarios” porque seguido se reunían con cubanos, nicaragüenses y salvadoreños, en sus casas, por las colonias Roma, San Rafael y Santa María La Rivera, a comienzos de los años ochentas del siglo pasado, cuando estos países, Nicaragua y El Salvador, estaban en guerra. Yo me integré a ese grupo porque me gustaba ir a sus recitales y al final de estos me invitaban a sus veladas, luego terminé colaborando con ellos ayudándoles a programar sus eventos, consiguiéndoles contratos con instituciones públicas y hasta pegando carteles en el metro, al principio nomás por pura amistad y luego comenzaron a pagarme un sueldo modesto.
Vi a gran velocidad toda la carretera de México a Durango, a donde llegué buscando a mi novia para pedirle que se casara conmigo y terminé quedándome… y la Plaza de Armas dando vueltas a mi alrededor.
Me sacaron de la celda de la Fiscalía con los ojos vendados, me llevaron a otra parte y me golpearon salvajemente.
-¡Dinos quién te mandó hijo de tu puta madre! ¡¿A qué célula perteneces güey?! ¡¿eres zeta?! ¡¿Para qué pinche cartel trabajas!?
Les dije que no sabía de qué me hablaban, que era profesor. Intuía que eran policías, y aunque estaban violando mis derechos no quise protestar porque las cosas estaban más que podridas, no solo en Durango sino en todo el país. –Si les hago un reclamo, estos pinches locos son capaces de matarme –pensé.
-La Fiscal está muy encabronada, dice que quién chingados les dio órdenes de sacarlo. Ya le hablaron de México, de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y ya tiene encima a los periodistas. Acaban de publicar su nombre y su foto en internet en donde aparece ingresando a la Fiscalía, detenido. ¡Ya no le peguen, pendejos!
CONTINÚA CAPÍTULO 2 DE 4
**Fernando Miranda (Córdoba, Ver. 1962). Compositor mexicano avecindado en Durango, es uno de los iniciadores del movimiento de la Nueva Canción Mexicana, durante la década de los años ochentas, junto con maestros como Gabino Palomares, Marcial Alejandro, Rafael Mendoza y Jorge Buenfil, entre otros.
Ha trabajado para instituciones públicas dando recitales en centros de rehabilitación social, así como en dependencias educativas y foros culturales del país.
Graba su primer disco en la ciudad de México D.F., en 1997, titulado “Por la Avenida Insurgentes”. Uno de sus temas, “California Dancing Club” se convirtió en la rúbrica de este histórico salón de baile. Se ha presentado en numerosos escenarios de la República Mexicana interpretando sus canciones de corte urbano en las que expone, a través del romanticismo, diversas problemáticas sociales.
A lo largo de su carrera ha tenido la oportunidad de ser invitado a compartir escenario con artistas como Alfredo Zitarrosa, Guadalupe Pineda y Facundo Cabral.
Su segunda producción discográfica se titula “Querido Durango”, en la que destacan temas dedicados a esta ciudad colonial.
Como comunicador, desde hace más de 20 años sus artículos y denuncias de carácter político son publicados con frecuencia en revistas y periódicos nacionales impresos y digitales.