Por Rael Salvador

“La vida siempre era igual; manaba, no se sabe de dónde, regular y lenta como un río de fango”. M. Gorki.

Ensenada, B.C.- El esfuerzo espiritual, humanamente médico, familiar, que reúne amigos, colegas de oficio y, por coordenadas de vecindad, muchísima gente útil, presta, allegados serviciales¬, solidarios con el amor que siempre triunfa, aunque hoy no resulte ganador.

Resulta fácil decirlo: Federico Campbell ha muerto.

Federico Campbell, el hombre que tanto quisimos, que admiramos en demasía por la belleza y sabiduría contenida en sus libros, desplegada en su persona y resuelta en su charla sin igual.

Resulta fácil, digo, emitir un juicio y no demostrar el aprendizaje, la lección aprendida, predestinada a lo largo viaje, en la camaradería que se da en la tortuosa y, a la vez, majestuosa ruta de las letras, de sus placeres y sus sinsabores, de su realidad mágica y de su manipulación hartera.

Federico Campbell fue fiel a los principios de un tejido mayor: al afán y la riqueza del conocimiento y el saber, y que estos atributos, perseguidos y alcanzados con el dolor de la tinta, no deshumanizaran la preponderancia bellísima de ser un ciudadano común, un escritor que no labora de anónimo en el supermercado de las relaciones de poder o la animalidad ideológica, por no hablar del tufo de canallería religiosa. 

Cazador de saberes y trampero de hombres que aportan rosas, dinamita y panes a la historia, los ensayos literarios le resultaban tratados de política y, a la vez, la honestidad puesta en ellos los transformaba en irrefutables fundamentos de crítica liberadora.

Por eso Nietzsche, Bertrand Russell, Camus, Juan Rulfo, Hannah Arendt, Canetti, Borges, Cioran, Ryszard Kapuscinski, Roberto Calasso, Antonio Damasio y el imponderable Leonardo Sciascia, el maestro (observo las fotografías de Ferdinando Scianna donde estás con Sciascia y después el propia Sianna, con un Sciascia contento, se deja fotografiar por Henri Cartier Bresson. ¡Qué tiempo, qué maravilla!).

Resulta fácil decirlo: conocí en él, Federico Campbell, la valiosa belleza de la palabra, voz pausada, diamante y nube en la balanza del orfebre, todo siempresonrisa deliberada, defensa relativa ante la inteligente modulación de su pensamiento y la cita justa.

¿Qué importancia puede tener encontrarse en la vida con un hombre como Federico Campbell? ¿Es sólo su literatura, el gabinete desordenado y amable de sus saberes? ¿Su vieja filosofía puesta al día por su aprecio a la ciencia? ¿Los nunca suficientes libros, barcaza espiritual que lo lleva y lo trae de la vida a la muerte y de la muerte a la vida? ¿Su cuidado estilo, que refleja el ánimo y la seducción de un profesional?

Sí, todo ello.

Y siempre un poco más. Un conjunto base de enseñanzas y aprendizajes, legado de beneficios humanísticos –que enriquece tanto a quien los da como a quien los recibe–, regalo que siembra la esperanza, sí, en espera del amor y la verdad, la justicia y la virtud.

Entre estas horas insomnes y el ángelus del amanecer, me duele lo inútil que puede parecer la muerte… Es La hora del lobo, lo sé, “el momento entre la noche y la aurora, cuando más gente muere y se producen más nacimientos, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales, cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos”.

¿Por qué perderte, Campbell? ¿Por qué aguantar este machetazo en el sueño de nuestra humanidad?

Es La hora del lobo, lo sé. Descansemos en paz.

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