Por Abel Pérez Rojas
Cuando los hijos van asumiendo el cuidado, y en ocasiones, el tutelaje de los padres, se presenta una excelente conjunción irrepetible: podemos regresar a quienes amamos lo que nos dieron en nuestros primeros años y además, a ellos que nos prepararon para la vida, ahora nosotros los habremos de preparar para la muerte.
Son en esos últimos años cuando se sintetiza todo lo que se vivió, porque no podemos cambiar el pasado, pero sí podemos cambiar la percepción de ello, del pasado de nuestros padres y el rumbo de nuestro futuro.
A pesar de que la vejez es una etapa inherente al hombre, es en la segunda mitad del siglo XX cuando la hemos reconsiderado desde el punto de vista de la Educación.
Ya con anterioridad había comentado que la Educación Permanente se sustenta en la capacidad que tienen los seres humanos de aprender en todo momento de todos, de cualquiera; así como del derecho que tenemos de asumir nuestros propios procesos educativos, donde a la vez propiciamos que otros se eduquen bajo nuestras enseñanzas, y en esa misma medida el aprendizaje se amplía y nos formamos, también, gracias a otros.
En la convivencia con personas mayores es vital tener esto presente, pero veamos lo siguiente:
Concluida la Segunda Guerra Mundial la población del orbe empezó a despertar del gran shock que le provocó percatarse de que la destrucción y desaparición de la humanidad era posible. Los escenarios post atómicos cimbraron a todos.
Como resultado de la convulsión internacional, en el ámbito educativo se fue haciendo cada vez más visible la intención de las personas de continuar su formación independientemente de la edad y de sus condiciones socioeconómicas.
La necesidad que tienen las personas de continuar aprendiendo no era nueva. La historia ya había registrado que en todas las culturas, pero de distinta forma, los adultos mayores transmitían sus enseñanzas a los más jóvenes, y no en pocas ocasiones los más sabios habían confesado su ignorancia en encuentros dialógicos públicos o privados.
En la segunda mitad del siglo XX se encuentra como culmen la 5ª Conferencia Internacional de Educación de las Personas Adultas, organizada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en 1997, lo que converge con los avances médicos para prolongar el promedio general de vida de las personas. Pese a lo alcanzado, durante el siglo XXI ha encontrado solidez la tendencia de escolarizar la formación de las personas adultas y ancianos.
Por supuesto la escolarización ha progresado, pero en detrimento de ambientes educativos informales flexibles y diversos, en contraste, y alentado por la rapidez que invade nuestro vivir, ahí es donde cobran relevancia las relaciones formativas entre seres cercanos.
Frecuentemente nos toma desprevenidos la vejez propia y la de nuestros seres queridos –en especial la de nuestros padres. Parece raro que no nos dé tiempo para estar totalmente conscientes de esa etapa de la vida, aun cuando es paulatina y progresiva, pero así es, no estamos listos para afrontar la ancianidad a pesar de los distintos mensajes que nos llegan una y otra vez.
A veces tenemos la fortuna de que pasados los años nuestros padres vayan asumiendo un rol hacia nosotros muy similar al que tuvimos hacia ellos, es decir, de alguna manera al menguar sus facultades se van haciendo dependientes de sus hijos.
Mágicos momentos son la dicha de convertirse en padres, o mejor aún, en hermanos de sus progenitores y, una vez más, abrir una ventana a una nueva experiencia de vida para disfrutar de la mutua Educación Permanente.
Abel Pérez Rojas (