*De la censura al algoritmo: ¿Realmente somos libres para opinar?
Actualmente la libertad de expresión en México está en una encrucijada complicada, en la que las dinámicas del poder político, económico y mediático se entrelazan de manera tal que la verdadera libertad para opinar y debatir parece ser solo una utopía.
La reciente propuesta de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), retomada por Claudia Sheinbaum, de crear una internet local y autónomo para los mexicanos y su intención de desaparecer redes sociales globales como X (anteriormente Twitter) plantea interrogantes sobre el futuro de la democracia y la libertad de expresión en México.
Aunque en teoría el propósito es fomentar un espacio libre de la censura externa y promover mayor soberanía digital, lo cierto es que este tipo de iniciativas podría dar pauta a una nueva forma de control sobre la información.
En México, los medios tradicionales como Televisa y TV Azteca dominan la narrativa informativa durante décadas. Estos conglomerados de comunicación, lejos de ser agentes imparciales, siguen jugando históricamente un papel preponderante en la construcción de una agenda mediática que responde a sus propios intereses económicos y políticos.
No existe una censura explícita en estos medios, sino que prima la autocensura o la alineación con aquellos actores que pueden garantizarles su continuidad o su acceso a recursos clave.
Su narrativa está cuidadosamente curada para evitar hablar de algunos temas o para abordarlos desde una óptica que favorezca a grupos de poder. La libertad de expresión se ve limitada por la concentración de poder mediático y la falta de pluralidad en los contenidos que se envían a millones de mexicanos.
La situación se torna más difícil cuando nos adentramos en el terreno de los llamados "líderes de opinión" que pululan en las redes sociales y medios digitales. Si bien es cierto que las plataformas como YouTube, Instagram, Twitter (X) y Facebook permiten una “democratización” en el acceso a la información y la posibilidad de que cualquier ciudadano pueda ser portador de su propia voz, la realidad es que este aparente auge de la libertad de expresión en el ciberespacio está condicionado por factores como algoritmos que favorecen determinados contenidos, por el poder económico que respalda a los influenciadores y por la polarización extrema que distingue a la sociedad mexicana en los últimos años.
Se cacarea mucho la libre expresión en las redes sociales; sin embargo, la misma se ve constantemente filtrada por intereses de grandes corporaciones tecnológicas que dictan qué contenidos son visibles y moldean la opinión pública a través de lo que se denomina "economía de la atención". El usuario no es un receptor libre, sino una mercancía en un sistema que busca siempre el clic, la interacción y, en última instancia, el consumo.
La propuesta de AMLO de crear una internet local podría ser vista como extensión de un proceso de nacionalismo digital, que pretende romper con la hegemonía de las plataformas tecnológicas extranjeras. Sin embargo, esta iniciativa debe ser evaluada con cautela.
En el contexto actual, donde la concentración de poder en los medios de comunicación es un problema sin resolver, el surgimiento de un internet mexicano, administrado por el Estado, podría terminar siendo otra herramienta de control y monitoreo sobre la información.
Las mismas dinámicas de manipulación que operan en los medios tradicionales puedan trasladarse al ciberespacio, donde la libertad de expresión sería igualmente limitada, solo que ahora bajo el pretexto de la soberanía y el interés nacional.
En este escenario, la figura del periodista y su papel como líder de opinión es otro factor que complica la situación. En México hay periodistas que alternan entre ser defensores acérrimos de un gobierno y al día siguiente adoptan una postura contraria, dependiendo de la corriente política o de los intereses que estén en juego.
Esta falta de consistencia y de ética profesional contribuye a la desconfianza de la audiencia y refuerza la idea de que la libertad de expresión en los medios es una fachada que oculta intereses corporativos y políticos.
Varios periodistas, en lugar de ser los verdaderos custodios de la verdad, se convierten en actores que operan bajo la lógica del poder, utilizando su influencia para generar consensos en favor de ciertos proyectos, mientras descalifican a otros.
Lo que hoy se entiende como libertad de expresión está lejos de ser un espacio realmente democrático en el que todas las voces sean escuchadas por igual.
Las plataformas digitales y los medios tradicionales funcionan como estructuras de poder que permiten que solo algunas voces, aquellas que logran alinearse con las tendencias dominantes, tengan la posibilidad de ser escuchadas.
Los ciudadanos son más consumidores de contenidos que actores activos en la creación de un debate plural. La información se ve más filtrada y dirigida, como si fuéramos piezas en un juego donde las reglas las dictan los intereses detrás de las plataformas y los conglomerados mediáticos.
El modelo actual de libertad de expresión, aunque aparentemente abierto, está controlado por dinámicas que favorecen a unos pocos. Los medios en boga, como YouTube o Instagram, por mencionar algunos, funcionan dentro de un esquema que responde a intereses corporativos y políticos que manipulan la información para moldear opiniones.
La noción de que tenemos acceso a un espectro diverso de ideas es una ilusión, pues las voces más escuchadas son aquellas que logran adaptarse a las reglas del juego de los algoritmos y de los mercados.
Por tanto, el desafío para el futuro de la democracia y la libertad de expresión en México radica en cómo lograr una pluralidad informativa no subordinada a los intereses económicos o políticos de unos pocos actores, ya sea en el espacio digital o en los medios tradicionales.
Si no se avanza en esa dirección, la libertad de expresión continuará siendo, como hasta ahora, un concepto distante e inalcanzable.
¡Hasta la próxima!