*La retórica de la impunidad: El politicidio de la verdad en México

La política mexicana, como la de muchos otros países, sigue siendo terreno fértil para manipular a las masas, tergiversar los hechos y la impunidad de quienes ostentan el poder. Las altas esferas del poder se sustentan en discursos vacíos, promesas incumplidas y en una habilidad para eludir responsabilidades.

Sin embargo, hay algo escandaloso y descarado en la forma en que muchos políticos mexicanos se escudan tras una retórica vacía que les exime de su culpa y los convierte en víctimas de un supuesto complot. Esta es la constante en México: la política de la retórica como escudo, de la desinformación como herramienta de defensa y de la manipulación de la opinión pública como estrategia para eludir a la justicia.

Cada vez que un político se ve envuelto en escándalos de corrupción, abusos de poder, o cualquier otro delito, la respuesta inmediata de la mayoría es negar las acusaciones, invocar la teoría de la “vendetta política” o hacerse la víctima.

En lugar de enfrentar las pruebas que se acumulan en su contra, se apresuran a construir una narrativa en la que los verdaderos culpables son aquellos que se atreven a señalar sus actos. Se convierten en mártires de una “conspiración” organizada por sus adversarios, lo que les permite eludir toda responsabilidad. El resultado: una cultura política que alienta la impunidad y perpetúa la desconfianza entre la ciudadanía y sus instituciones.

La respuesta común de los políticos ante las acusaciones es: “Tengo otros datos”, frase puesta de moda por el expresidente Andrés Manuel López Obrador y retomada por un grupo considerable de sus huestes, empezando por la actual presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo.

Esta frase, convertida en casi un cliché en los discursos políticos, es la carta comodín que todo político utiliza para descalificar las pruebas que existen en su contra. En lugar de refutar los argumentos con hechos concretos, se limitan a presentar “otros datos” que nunca se verifican, pero que tienen la intención de sembrar dudas en la población.

La estrategia es simple: lanzar suficiente confusión para que el verdadero culpable quede cubierto por una niebla de desinformación y argumentos contradictorios. La tragedia es que muchas veces estos discursos son eficaces, de ahí que siga gobernando el Partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). La retórica se convierte en herramienta de distracción, de tal manera que el debate sobre las pruebas y los hechos pasa a segundo plano, mientras que la atención se centra en las supuestas intenciones de sus opositores.

Este fenómeno de manipulación de la opinión pública no es solo cuestión de retórica. Los políticos mexicanos parecen más interesados en el arte de evadir responsabilidades que en los méritos que originalmente los llevaron a ocupar esos cargos.

Y aquí se entra en otro de los grandes problemas de la política mexicana: la creciente falta de preparación, el analfabetismo funcional y la baja calidad de quienes hoy ostentan cargos importantes.

Cada vez más, los políticos parecen ser figuras mediáticas sin formación o sin capacidad para asumir el verdadero rol para el que fueron elegidos. Su conocimiento sobre los temas que se supone deben gestionar es superficial, y las decisiones que toman generalmente se basan en ocurrencias o intereses personales y no en una visión clara y fundamentada para el bien común.

La falta de estudios o de preparación en áreas clave como economía, derecho o incluso la administración pública es cada vez más común, lo que los convierte en personajes incapaces de dar respuestas adecuadas a los problemas del país, y aun así se atreven a legislar. Pareciera que en lugar de representar a la ciudadanía, simplemente buscan ocupar un cargo por el poder mismo, sin importarles lo que conlleva realmente esa responsabilidad.

Es frecuente que estos políticos no muestren ningún respeto por las formas, por el protocolo o por las normas que deben regir su conducta pública. Se comportan como figuras populacheras, más preocupados por su imagen mediática y su protagonismo en redes sociales que por las políticas públicas que deben poner en marcha.

La politización de las emociones, el desdén por el trabajo técnico y la falta de profesionalismo han convertido el oficio político en algo menos serio y más volátil. Por ello, cada vez es más difícil confiar en que quienes nos representan tengan la capacidad y el compromiso para actuar en función del bienestar colectivo, lo cual veremos, porque será muy evidente, con la elección de los nuevos integrantes del Poder Judicial.

Ya no sorprende la facilidad con la que los políticos mexicanos, independientemente del partido, ideología o filiación, asumen que sus propios errores y faltas pueden ser olvidados si logran encuadrar la situación como una lucha épica entre el bien y el mal.

En lugar de aceptar su responsabilidad, buscan establecer una narrativa en la que se presentan como luchadores contra un sistema que los quiere derribar, aunque este “sistema” no sea más que el resultado de sus propios actos y decisiones.

De esta manera, la política mexicana es un juego de apariencias en el que lo que importa no es el cumplimiento de la ley ni la justicia, sino la capacidad de manipular la opinión pública para crear la ilusión de que uno es el “perseguido” y no el “perseguidor”.

Este patrón no sería posible sin la complicidad de un sector de la sociedad que, por diversos motivos, defiende a estos políticos con uñas y dientes. Los aduladores, aquellos que están dispuestos a justificar las decisiones de sus líderes a toda costa, son una parte fundamental del engranaje que permite la perpetuación de esta falta de moral en la política mexicana.

A pesar de las evidencias de corrupción, fraude o abuso de poder, los defensores de los imputados continúan negando la realidad. En lugar de enfrentar la verdad, se aferran a una narrativa alternativa que justifica todo lo que hace su líder.

Argumentan que los contrincantes de dicho político son peores, que todo es parte de un complot, y que las verdaderas culpas radican en el pasado de otros. Es un juego retórico insostenible, pero que funciona en muchas partes de la sociedad.

Esta defensa incondicional de lo indefendible beneficia al político acusado y alimenta el ciclo de desconfianza y cinismo que distingue a gran parte de la sociedad mexicana. La repetición de esta narrativa de victimización, que niega cualquier responsabilidad, y la falta de rendición de cuentas, son las causas de la desafección popular hacia la política. La ciudadanía, por más que quiera creer en la posibilidad de un cambio real, sigue atrapada en un sistema que premia la impunidad y la manipulación.

Pero, más allá de los intereses de los políticos y sus incondicionales, lo lamentable es el mensaje que se transmite a la sociedad: “no importa lo que uno haga, siempre y cuando se sepa cómo manejar el discurso”.

La verdad no importa; lo que cuenta es la capacidad de retorcer la realidad a través de una narrativa que manipula la percepción del público. La moral y la ética son relegadas a segundo plano, mientras que la manipulación del lenguaje y la construcción de mitos se presentan como las verdaderas armas de poder.

¿Qué clase de política es la que se construye cuando los políticos, lejos de ser modelos de ética y responsabilidad, se convierten en maestros de la retórica vacía? La hipocresía y la falta de moral no solo mina la confianza de la sociedad en sus gobernantes, sino que crea un ambiente donde la rendición de cuentas y la justicia parecen ser objetivos lejanos.

La política mexicana es un espectáculo mediático, en el que la verdad se diluye y la moral queda bajo el peso de la manipulación.

¿Hasta cuándo los ciudadanos, como parte activa de este proceso democrático, tomarán conciencia de que la verdad no es relativa, que no hay más justicia que la que se imparte con base en hechos, y que la impunidad no debe ser tolerada? La respuesta, sigue siendo incierta, porque en la política mexicana la retórica de la impunidad sigue ganando terreno.

¡Hasta la próxima!

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