*La gran estafa sanitaria de la 4T

En México, donde enfermarse puede ser una sentencia de muerte si uno depende del sistema público de salud, esperar que la administración entrante priorice este derecho elemental no es un lujo, es una urgencia.

Sin embargo, con la batuta de la presidenta con A, Claudia Sheinbaum, el discurso sobre la salud como “derecho humano” se mantiene tan rimbombante como vacío. Basta mirar el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación (PPEF) 2025 para entender que lo que se predica desde Palacio Nacional dista años luz de lo que se practica en las oficinas de Hacienda.

Lo que se anuncia como una revolución sanitaria es una arquitectura de simulación, propaganda y otra jugada más para maicear a la gente, cada vez más escéptica de las promesas de la cuarta transformación.

Se vende la ilusión de una “salud como en Dinamarca”, pero se cocina un recorte brutal: de los 970 mil millones de pesos asignados al sector en 2024, se pasa a 918 mil millones en 2025.

Un hachazo del 11% que ni los más creativos narradores oficiales, ni los lambiscones de hueso colorado pueden justificar sin caer en la contradicción. ¿Y qué dirán? Que es por eficiencia, por compactación, por austeridad. Le llaman virtud al desmantelamiento.

En un país con hospitales al borde del colapso post-pandemia, con médicos que se multiplican por necesidad más que por número, con niños sin acceso a medicamentos oncológicos y con familias que empeñan lo que tienen para una resonancia magnética, recortar el presupuesto en salud es un acto deliberado, una decisión de Estado donde “los enfermos no son prioridad”.

La Secretaría de Salud (SSA), rectora del sistema sanitario, se redujo a un triste apéndice burocrático. Su presupuesto se desploma 34%, de 96 mil a 66 mil millones de pesos. Una amputación presupuestal disfrazada de estrategia deliberada para imponer una estructura nueva, con nombre bonito y promesas más grandes que su capacidad: IMSS-Bienestar.

Ya no se trata de coordinar, sino de sustituir. La SSA, que antes dirigía campañas nacionales de vacunación, normaba los protocolos sanitarios y fungía como el cerebro técnico del sistema, fue relegada. Hoy no dicta políticas: las padece. Lo que debería ser el eje técnico del sistema sanitario nacional se convierte en un convidado de piedra en su propio banquete. ¿A alguien le sorprende que los programas de prevención estén en el olvido mientras se repartía publicidad sobre la megafarmacia nacional?

Ahora es el IMSS-Bienestar, al que se le asignan 174 mil millones de pesos, un aumento de más del 30%. ¿Por qué tanto amor presupuestal? La respuesta no es médica, es política. Este modelo, reciclado del fallido Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI), intenta lo mismo: un sistema centralizado, sin contrapesos estatales, que responde directamente al Ejecutivo. Se vende como solución, pero es otra pifia que crece sin resultados. No hay indicadores públicos de efectividad, cobertura real o satisfacción del paciente. ¿Qué tanto hemos mejorado? No lo sabemos. Pero eso sí, el gasto en propaganda sí se mide... y se agradece en las mañaneras.

El espejismo continúa: médicos cubanos contratados a precios estratosféricos sin justificación técnica, cuando miles de médicos mexicanos siguen desempleados o subcontratados. Un elefante blanco que, según el presidente saliente, resolvería el desabasto con un centro logístico mágico —pero que hasta hoy no ha surtido casi ninguno de los medicamentos esenciales. Se prometieron visitas médicas domiciliarias a toda la población, como si estuviéramos en Suecia, cuando en muchas comunidades rurales no hay doctores de base ni brigadas itinerantes. Una lista de promesas excelente... si uno no vive en México.

Mientras se concentra el poder y los recursos en una sola institución sin experiencia, se deja morir al resto de los actores del sistema: los servicios estatales, las clínicas rurales, los hospitales regionales. La fragmentación institucional persiste y se profundiza. El resultado es una competencia absurda por recursos entre instituciones que, en teoría, deberían trabajar juntas. Una guerra por pacientes, medicamentos y personal médico, donde el ciudadano queda al centro, no como beneficiario, sino como rehén de un sistema sin cabeza.

Y mientras tanto, seguimos esperando resultados. ¿Cuántas clínicas han sido rehabilitadas? ¿Cuál es la tasa de mortalidad evitable con el nuevo modelo? ¿Cuántos pacientes con enfermedades crónicas reciben su tratamiento completo mes a mes? ¿Dónde están los datos duros? Porque en los informes oficiales uno encuentra fotos de inauguraciones, no estadísticas. Lo que abunda son cortes de listón, no métricas de impacto. La cuarta transformación, como buen proyecto populista, prefiere la anécdota al análisis.

Para los despistados que creen que el proyecto de salud es una cruzada noble existe una narrativa heroica: se está construyendo un nuevo sistema “desde abajo”, pero lo que se hace es sustituir instituciones sin resolver problemas estructurales: la falta de personal, el desabasto, la corrupción en compras, el rezago en tecnología médica y la disparidad brutal entre estados ricos y pobres. La inversión en salud per cápita sigue por los suelos, y ni con todo el discurso épico del humanismo mexicano se logra ocultar el abandono sistemático del derecho a la salud.

Ofende que, en medio de esta crisis disfrazada de transformación, se utilicen eslóganes vacíos como “primero los pobres”, porque los más pobres son los primeros en ser olvidados. Son ellos quienes caminan horas para llegar a una clínica que no tiene médico. Son ellos quienes reciben paracetamol para una leucemia. Son ellos quienes escuchan hablar del sistema “como en Dinamarca” mientras mueren esperando una cirugía.

La salud pública es uno de los instrumentos favoritos del gobierno cuatrotero para simular bienestar, repartir apoyos clientelares y maquillar datos. Pero lo que no se puede maquillar es la realidad cotidiana de millones de mexicanos que siguen esperando un turno médico, un medicamento, una ambulancia. En lugar de un sistema integral, transparente y profesional, se construye una estructura paralela con fines más políticos que sanitarios.

Hablar de transformación sin resultados tangibles es una ofensa, un ejercicio de propaganda sostenido por una narrativa que cada vez engaña a menos. Porque la megafarmacia, los médicos cubanos, los anuncios de visitas médicas domiciliarias son promesas recicladas que quieren consolidar el control político del Ejecutivo sobre la salud, y no garantizar el derecho de la gente a vivir con dignidad.

Mientras tanto, el pueblo sabio y bueno, ese que una vez creyó en la transformación, empieza a despertar. No por malagradecido, sino por hambriento. No por opositor, sino por enfermo. Porque a estas alturas, lo único que se transforma es la paciencia, y esa, como la salud, también se agota.

¡Hasta la próxima!

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