* Añoro el mar que desapareció hace miles de años

Observo el final de la pista, intento atrapar con la mirada este delgado canal de concreto que recorren a toda velocidad los aeroplanos cuando inician sus aventuras y retornan al mismo sitio a terminar lentamente, ya sin fuerza, sus hazañas.

El horizonte es amplio, sin límites, no se ve la otra orilla de tan lejano. Respiro con calma, decido una pausa, el cálido vapor estruja mis pulmones mientras el aire empieza a reverberar conforme el sol eleva la temperatura.

Fijo con terquedad mi vista calculando los espacios, no admito distracción, quiero comprenderlo todo, aunque me sorprenda la noche. El aire sube errático hacia las escasas nubes que nos evaden para disiparse fundiendo su aliento en ese azul rabioso que nos envuelve.

Me siento cansado, empiezo a cargar el sol sobre mis espaldas, me pesa el día, flaquea mi espíritu que ha sido derrotado por la austeridad de la jornada, pero permanezco de pie, estoico, esperando el aeroplano que traerá noticias del alejado sitio en donde habitan las estrellas.

Soy lagunero, hombre del desierto. Añoro el mar que desapareció hace miles de años y me dejó mensajes esculpidos entre las piedras. Siento nostalgia por el agua que inundaba nuestras planicies donde las charcas ricas en peces se unían en una gran laguna en época de crecientes, me rebelo al ver mis dos ríos con disfraz de páramo.

El agua, nuestra esencia, la están acumulando en algún otro sitio, por eso exijo se respete mi nombre, aunque tenga brochazos de inútil nostalgia, por eso no olvido las historias de mi tierra, soy lagunero, soy osado, me esfuerzo con alegría y no respeto límites cuando imagino universos como parte de mi rutina.

Cuando veo venir una tolvanera, no me asusto, no me inquieto, me clavo al suelo y espero inmóvil a que pase, a que pierda su fuerza, a que se aquiete la espiral de polvo que remueve las entrañas de mi entorno. Aprieto el espíritu para enfrentar el reto y mantengo erguido el rostro, no hay fuerza que me derrote.

Se que solamente volando puedo cruzar el horizonte derrotando el abandono que me impuso la geografía. Viajar por tierra toma tiempo, provoca tramites interminables, agobios y asechanzas. Prefiero aligerar el paso, igualarme con las nubes, ganarle el paso a la tolvanera, acortar las distancias.

No soy el primero en hacerlo. Mi paisano Pancho Madero, oriundo de Parras, vecino de San Pedro de las Colonias, se convirtió en el primer Jefe de Estado de la historia en volar en un aeroplano al aceptar la invitación del piloto francés George Dyot en los llanos de Balbuena. 

El 30 de noviembre de 1911, ante el espanto del Estado Mayor, el lagunero presidente de la República Mexicana voló durante doce minutos por los cielos de la capital escribiendo historia en el azul del Anáhuac, nada inusual para un hombre de estos rumbos.

En 1912, el presidente Madero ordenó la compra de 5 aviones a la casa Moissant de Long Island y el primero de agosto de 1912 llegaron a Torreón los primeros dos aeroplanos para ser usados en la campaña contra los orozquistas. Únicamente John Héctor Worden, norteamericano de linaje cherokee, logró combatir y se convirtió en el primer piloto del ejército mexicano…en Torreón.

En 1930, un lagunero se atrevió a construir su propio avión y a volarlo. El Ing. Fernando González Fariño fabricó “el mollote” pequeño avión que incluso fue volado por Sarabia. La osadía lagunera no ha tenido más límite que la bóveda azul que nos hechiza.

Pablo L Sidar, hijo de mi bisabuelo Federico Larriva que era oriundo de Nazas Durango, hijo y nieto de agricultores algodoneros que desde 1817 vendían su algodón cultivado en la Hacienda de Dolores y organizaban caravanas para llevarlo en mulas por toda la sierra hasta Nogales Arizona.

Pablo se hizo piloto, probablemente corría por sus venas el hastío de escuchar los recorridos de novecientos kilómetros por las montañas hasta la frontera y decidió que su vocación era volar.

Llegó hasta la Argentina y de regreso, dejo su vida en las playas de Costa Rica. Poco antes, en 1929, en el mes de marzo, en la tierra de sus ancestros, combatiendo la rebelión Escobarista, se convirtió en el primer piloto de la historia en bombardear a una población civil.

Respiro el mismo aire que Francisco Sarabia, un auténtico genio circense. Compró un avión imposible de domar, una especie de potro salvaje que todo mundo estrellaba, rápido e ingobernable.

El Granville GEE-BEE era un reto y una amenaza para los pilotos. Sarabia lo eligió, lo acarició, lo domó exprimiéndole tal tesoro que voló a Nueva York y Washington estableciendo récord de velocidad en junio de 1939. Sorprendió a los coroneles del ejército norteamericano por su pericia, le querían contratar para entrenar a sus pilotos. Francisco no aceptó, había montado un taller automotriz en Torreón y no cambiaba por nada del mundo vivir en su querido Lerdo y hacer sus acrobacias volando de cabeza por debajo del puente del Rio Nazas.

Y qué decir de los pilotos fumigadores, auténticos ases de la aviación que esparcían en los campos algodoneros el control contra las plagas. Era un contento lleno de sobresaltos ver la manera que subían en vertical para librar los postes y cables de luz que limitaban los cuadros de la labor para luego descender en picada para atender la labor siguiente. Uno de ellos, Alejandro Cárdenas, venia de comandar un B24 nada menos que en el día D de la invasión a Normandía en la segunda guerra mundial.

En La Laguna, las mujeres saben que el único límite en la vida lo pone la vehemencia con la que esgrimen su talento, por eso Beatriz González Navarro de Montemayor, mujer joven culta e inquieta, se convirtió en la segunda mujer mexicana en tener su licencia de piloto allá por los años cuarentas del siglo XX y Conchita Bernard Ruiz, de aquí, más lagunera no se puede, fue la primera mujer mexicana en comandar un jet comercial en nuestro querido país el 18 de noviembre de 1976.

Conchita Bernard como Primer Oficial y Elena Folch como Segundo Oficial volaron de Mexico a San Juan de Puerto Rico haciendo escala en Mérida a bordo de un Boeing 727-100 con matrícula XA-TUY de Mexicana de Aviación.

No cabe duda que nuestros cielos invitan a navegar, atraen el espíritu de osadía y provocan el esfuerzo por dominarlos. Charles Lindbergh así lo sintió cuando en 1929 visitó la Comarca piloteando su propia nave.

Se aproxima el aeroplano, el diminuto punto se agranda, se acerca para entregarnos las noticias de tierras lejanas.  Aquí, justo en el sitio en el que estoy parado, un joven campesino de diecisiete años realizó su sueño de volar así fuese aferrado al ala trasera de un DC3 en octubre de 1950. Cliserio Reyes es el lagunero que ha retado con mayor éxito al destino y vivió para contarlo. Resistió cincuenta y nueve minutos a diez mil pies de altura dejando muy en claro que somos una tierra habitada por hombres y mujeres que desafían el dominio de los cielos.

Hasta la aviación norteamericana se ha hecho presente. En 1954 un jet Loockheed T33 de la base militar Williams en Arizona se “extravió”. Sus dos tripulantes vieron las luces del aeropuerto de Torreón y aterrizaron en nuestra ciudad convirtiéndose en el primer avión de propulsión a chorro en pisar suelo mexicano. Observaron el horizonte, repararon una supuesta avería y al día siguiente despegaron hacia su tierra.

Con estos laguneros no hay tinta que alcance para tanta anécdota. La avioneta Cessna es el equivalente al Volkswagen en el mundo de la aviación tanto por la inteligencia de su diseño, su confiabilidad, su precio accesible y, consecuencia lógica, su altísimo volumen de ventas. Pues resulta que el primer cliente de la Cessna, el poseedor de la factura 001, el primer humano en vislumbrar las cualidades de tan noble aparato fue...si, un lagunero, Don Ignacio Martinez Flores.

El espíritu libre el de los laguneros encontró en los aeroplanos el instrumento ideal para ejercer su libertad desde los inicios de la aviación. 

Ha pasado el tiempo, la era de las hazañas ha dejado su sitio a la era de las comunicaciones y el comercio. Ahora requerimos un nuevo aeropuerto, uno que tenga la pista suficientemente larga para que despeguen los aviones de carga y conecten nuestras industrias con el resto del mundo. Un aeropuerto que aterrice los innumerables vuelos que se cruzan por nuestro cielo para reducirlos, ordenarlos, eficientarlos. Un emporio de logística y servicio que permita cruzar los destinos que duermen en el letargo.

Los laguneros seguimos volteando a ver al cielo, es parte de nuestra esencia. Sabemos, muy en el fondo de nuestro ser, que no soñar, cuesta muy caro.

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