Por el Dr. Gerardo Gamba Ayala*

Cuando vivía en Boston e iniciaba la época invernal en noviembre, con 5 grados centígrados sentíamos mucho frío y salíamos a la calle con chamarra, gorro y guantes. Seis meses más tarde en abril, después de las temperaturas de -20o C de febrero y marzo, los mismos 5o C se sentían diferente. Hay quien salía a la calle en shorts y sandalias. Algo parecido está sucediendo con el COVID. Hace un año a estas fechas con apenas un número pequeño de gente que había muerto por la enfermedad todos estábamos encerrados en casa, los comercios cerrados y las calles vacías.

Hoy, con más de 300 muertos diarios, la actitud es de relajamiento, los comercios abiertos y la final del futbol con el estado casi lleno. Sirvan estas líneas para recordar al lector que no debemos bajar la guardia. Hay que seguir portando mascarilla, lavarse las manos con frecuencia y evitar reuniones concurridas en lugares poco ventilados. El enemigo sigue ahí al acecho.

La buena noticia de la semana, que empieza a vislumbrar la posibilidad de que eventualmente regresemos a la vida normal, es un artículo publicado el lunes pasado en la revista Nature (doi.org/10.1038/s41586-021-03647-4) que muestra la presencia de células plasmáticas en la médula ósea, con memoria para la producción de anticuerpos anti SARS-CoV-2 en sujetos que tuvieron COVID, lo que sugiere que la inmunidad será permanente.

Cuando el sistema inmune se expone a un agente externo, que llamamos antígeno, reacciona inicialmente por la interacción de células que procesan el antígeno y preparan, por decirlo así, la parte más importante del mismo contra la que hay que generar anticuerpos y se lo “presentan” a los linfocitos para que lo conozcan y reaccionen con la producción de un anticuerpo específico contra esa proteína.

Inicialmente hacemos anticuerpos del tipo IgM y posteriormente pasamos a los de tipo IgG o IgA. Por eso, la detección de IgM contra un antígeno indica enfermedad aguda, mientras que la IgG indica memoria inmunológica. O sea, que ya tuvimos contacto con ese antígeno.

Una vez resuelta una infección, el nivel de anticuerpos en la sangre contra ese antígeno van disminuyendo, ya que no tiene sentido mantener altos los niveles de anticuerpos de todos los antígenos con los que nos hemos enfrentado durante la vida.

Sin embargo, las células encargadas de hacer los anticuerpos, que son los linfocitos B, se transforman en células plasmáticas y se van a alojar en ganglios linfáticos y en la médula ósea, que es la región en el interior de los huesos en donde se forma la sangre.

Ahí permanecen inactivas, pero pendientes, hasta que aparece de nuevo el antígeno y entonces reaccionan de inmediato generando anticuerpos y así se evita la re-infección.

Es algo parecido a la memoria en el sistema nervioso central. No tiene sentido que tuviéramos todo el tiempo presente la cara de todas las personas que conocemos. Se guardan en la memoria. En cuanto vemos a esa persona, sale su imagen de la memoria y la reconocemos de inmediato.

En el trabajo comentado se estudió el suero y la médula ósea de pacientes que tuvieron COVID moderado y se vio que con los meses el nivel de anticuerpos va disminuyendo, pero se detectó la presencia de células plasmáticas en la médula ósea, que responden de inmediato al exponerlas al antígeno del SARS-CoV-2.

Estas observaciones sugieren fuertemente que la inmunidad por haber tenido COVID (y presumiblemente por la vacunación) será permanente.

*Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias

Director de Investigación, Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán y Unidad de Fisiología Molecular, Instituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM

Premio Nacional de Ciencias y Artes 2010

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