*Apostándole a la división: La corrupción y la indiferencia en la sociedad mexicana
La historia de México está marcada por un fenómeno que parece no tener fin: la venta del alma de una parte significativa de la población a cambio de favores, puestos en el gobierno y recursos. Esta conducta no es un fenómeno reciente ni exclusivo de un solo partido político, sino que ha sido un constante durante décadas. Cada cambio de administración trae consigo un mismo ciclo: el poder se centraliza en pocas manos, las promesas de progreso y bienestar se repiten, y, mientras tanto, los resultados negativos se hacen cada vez más evidentes.
Hoy en día, el país parece estar descendiendo por un camino en picada, con las consecuencias de la corrupción, la inseguridad y la indiferencia de un pueblo que ha sido comprado, o mejor dicho, cooptado por una maquinaria política que perpetúa el ciclo.
El fenómeno podría parecer desconcertante. ¿Cómo es posible que, a pesar de los evidentes resultados negativos de una gestión política corrupta, millones de personas continúan apoyando a quienes representan este sistema?
El expresidente Andrés Manuel López Obrador se ha tenido que atrincherar en su rancho, cercado por dos cuarteles militares, siendo que él, cuando estaba en funciones, dijo más de una vez que el pueblo bueno y sabio lo protegía, ahora el ejército es el que lo protege, ¿pero de qué?, si lo hizo todo tan bien como él y sus “millones de seguidores” no se cansan de afirmar.
Todo se basa en la manera en que la política mexicana ha funcionado durante décadas y la actitud que infinidad de personas muestran ante ello. Más allá de los discursos ideológicos o las promesas de cambio, lo que se consolida es una red de intereses que opera bajo la premisa de “compra-venta”.
Y no hablo solo de favores directos, como las dádivas gubernamentales o los contratos a amigos del poder, sino de una estructura más insidiosa: la compra de voluntades a través de un sistema clientelista que ha sabido manejarse con destreza.
La compra de voluntades no es algo nuevo en México. Desde el México postrevolucionario, la construcción de una clase política que operara al margen de la transparencia y de las necesidades reales del pueblo fue una estrategia que permitió a unos pocos seguir aferrados al poder.
El Partido Revolucionario Institucional (PRI), durante su largo periodo de hegemonía, cultivó el hábito de intercambiar votos por favores: desde la distribución de tierras en el campo hasta el acceso a servicios públicos en las ciudades.
Pero, más allá del simple acto de comprar un voto en el momento de las elecciones, la cultura política de la “compra” se extendió a las relaciones sociales y económicas del país. Con la reciente alternancia de partidos parecía que la democracia tomaba un rumbo diferente, pero la realidad es que la estructura de poder, con todo y sus órganos autónomos que el Partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) está por desaparecer, sigue siendo la misma, con nuevos y no tan nuevos jugadores pero con las mismas reglas del juego que millones de personas se tragan sin chistar.
Hoy, con el fenómeno de los programas sociales y la masificación de los apoyos gubernamentales, este sistema ha adquirido una dimensión más compleja. Millones de mexicanos, sobre todo en sectores vulnerables, reciben becas, apoyos alimentarios, créditos blandos y un largo etcétera, a cambio de su lealtad. Pero el precio no es solo económico.
A menudo, estos recursos son entregados a cambio de la sumisión política: la asistencia a eventos, el voto a cambio de una promesa vaga o, en el peor de los casos, la aceptación tácita de un sistema que los mantiene en una dependencia perpetua.
Lo inmundo de esta situación es que no se trata de un fenómeno aislado ni de un partido en particular. Aunque en el caso del gobierno actual, encabezado por Morena, se ha intensificado la polarización y el clientelismo, lo cierto es que la venta del alma política en México sigue siendo una constante a lo largo de la historia reciente.
El PRI, el Partido Acción Nacional (PAN), el desaparecido Partido de la Revolución Democrática (PRD) y otras rémoras que se dicen partidos como Movimiento Ciudadano, el cual sigue recogiendo cascajo de los otros partidos, no están exentos de esta práctica, y no hay duda de que los mismos intereses económicos y políticos han sabido adaptarse a los cambios de administración, asegurándose de que la corrupción y el desvío de recursos sigan siendo moneda corriente.
Lo que es más revelador aún es que, mientras millones de mexicanos parecen atrapados en este círculo vicioso de dependencia y sumisión, un pequeño grupo de políticos y empresarios se beneficia de esta estructura.
Son ellos quienes tienen el poder real, quienes han sabido aprovechar, con cínica ventaja, los resquicios del sistema para continuar acumulando riquezas y poder, sin importar los costos sociales y económicos que ello implique.
Estos actores políticos y empresariales, aunque a veces se presentan como figuras “populares” o cercanas a la gente, en realidad son los arquitectos de un sistema que perpetúa la desigualdad y el subdesarrollo en el país y se sienten muy inteligentes cuando en realidad usan la ignorancia de millones de individuos, pero son exhibidos por otro grupo de personas, no tanto por intelectuales o líderes de opinión, cuya mayoría también ha bailado al son que se les toca con tal de ser los favoritos del mandatario en turno, sino por un grupo de ciudadanos reales que sí quieren un cambio radical que conlleve al destierro de todos los corruptos.
Lo grave es que, mientras esta pequeña e inmunda élite de políticos, empresarios, comunicadores, periodistas, líderes de opinión e intelectuales, continúa en su juego de poder, la mayoría de la población está atrapada, muchos por gusto, otros tantos por ignorancia y unos más por conveniencia, en una especie de indiferencia programada.
La corrupción es vista como algo “normal”, un mal necesario que no se puede erradicar, porque es lo que permite que algunos accedan a lo que se les ha prometido. Esta indiferencia tiene un costo que va más allá de la economía: es un desgaste del tejido social, un alejamiento de los principios éticos que deberían guiar a cualquier nación que aspire a la democracia y al bienestar común.
Es difícil ser optimista cuando se observa la situación actual de México. La polarización, el creciente autoritarismo, la impunidad y la corrupción parecen conformar una especie de caldo de cultivo donde la política se sigue deshumanizado y el bienestar de los ciudadanos se ha subordinado a las luchas de poder entre las élites.
Sin embargo, no todo está perdido. La ciudadanía, por más fragmentada que esté es la única fuerza capaz de cambiar este panorama. La clave no está solo en las urnas, sino en una conciencia colectiva que cuestione las promesas vacías, que demande rendición de cuentas y que se resista a ser comprada por los discursos simplistas de quienes solo buscan perpetuar sus intereses personales.
En este sentido, la lucha contra la corrupción y la venta de almas no puede ser vista solo como una cuestión de política electoral. Es una batalla que debe darse en la educación, en la cultura, en el día a día. Las redes clientelistas son fuertes pero se debe crear una creciente conciencia social, especialmente entre los jóvenes, de que México puede y debe ser algo más que un campo de juego para unos pocos.
Sin duda México está en un punto crítico, pero la historia de los países es, a veces, la historia de sus propias crisis. Tal vez, al igual que en otras ocasiones, será a través del sufrimiento y la indignación colectiva que el país logre deshacerse de la corrupción sistémica que lo aqueja durante tanto tiempo. El primer paso es reconocer que no todo está perdido, pero que la indiferencia ya no puede ser una opción.
¡Hasta la próxima!