*La decepción tras el voto

Cada elección, en México, es un acontecimiento cargado de significado, no solo por la posibilidad de cambiar el rumbo del país, sino también por la esperanza que despierta en millones de ciudadanos.

En las elecciones de 2024, esta esperanza la noté desdibujada, influida más por las dádivas que los partidos dan a la gente para obtener su voto, que por un criterio objetivo para escoger al o la candidata o candidatos, más aptos para suceder al mandatario en turno y tratando de ocultar el cinismo de manifestar, que se quiere un deseo de cambio y progreso.

Sin embargo, cuando las promesas de campaña no se traducen en resultados concretos, la decepción se instala y el recuento de daños comienza a hacerse evidente.

Las elecciones federales y locales de México en 2024 fueron un ejemplo claro de cómo las expectativas de los ciudadanos pueden verse frustradas por la realidad política. Durante la campaña, los candidatos de diversos partidos hicieron promesas que abarcaron desde reformas económicas hasta mejoras en la seguridad y la justicia social.

Una vez elegidos los representantes, el entusiasmo y la confianza del electorado enfrentaron una dura prueba. A medida que se acerca el final del presente sexenio, la distancia entre lo prometido y lo logrado se hizo cada vez más evidente, y más amplia.

Es como una especie de círculo vicioso. Los proyectos ambiciosos y las reformas prometidas comenzaron a encontrar obstáculos inesperados. Por ejemplo, en las elecciones de 2018 el primer signo de decepción se manifestó en el descontento generalizado con la velocidad de los cambios.

Los ciudadanos que habían depositado su confianza en los nuevos líderes esperaban ver avances tangibles en áreas como la economía, la seguridad y la justicia social; no obstante, los resultados iniciales fueron a menudo mediocres o insatisfactorios, como en todos los sexenios.

Las reformas estructurales y los proyectos de inversión estancados, y el progreso prometido se diluye en una serie de excusas y explicaciones técnicas que hasta la fecha aún encuentran eco en innumerables despistados, esos que nunca quieren ver que una vez que su candidato se entrona en el poder, solo jala agua para su molino y para sus allegados por más que quieran disfrazar de transformación de cuarta.

El impacto de esta decepción es multifacético, aparentemente afecta la percepción pública de los líderes electos (a los que les vale un comino lo que los demás piensen de ellos), quienes empiezan a ser vistos como incapaces de cumplir sus compromisos.

Esta pérdida de confianza aparentemente perjudica la imagen de los políticos y erosiona la fe en el sistema democrático en general. Los ciudadanos que se sintieron traicionados pueden convertirse en escépticos, alejándose de la participación activa y mostrando una creciente apatía hacia los procesos electorales.

Pero el recuento de daños no solo se limita a la desilusión con los líderes electos; de alguna manera también refleja una crisis en la relación entre los ciudadanos y las instituciones, o entre éstas y el jefe máximo que quisiera aniquilarlas con el poder de su dedito.

Nunca falta la “oposición” que se envalentona al asegurar que su objetivo principal es enfrentar esta situación, y tratarnos de convencer que es crucial que los líderes electos tomen medidas proactivas para restaurar la confianza, confianza que sabemos nunca será restaurada al tratarse de la misma gata, pero revolcada, incluso aunque la oposición se convierta en el poder en turno.

No faltará el parlanchín o el líder de opinión que mediante su merecida o inmerecida fama y la influencia que ésta tenga en los medios de comunicación, arremeta contra el mandatario en turno y haga hasta lo que su conveniencia le permita apoyándose en que la transparencia y la comunicación abierta son herramientas esenciales para gestionar las expectativas y explicar las limitaciones que puedan haber surgido en el camino.

Además, un enfoque en la rendición de cuentas y la implementación de medidas correctivas, en teoría, puede ayudar a mitigar el impacto negativo.

Queda clara la importancia de que los ciudadanos mantengan un rol activo en la vigilancia de la gestión pública. La participación continua y el escrutinio público son fundamentales para asegurar que los líderes rindan cuentas y se esfuercen por cumplir sus promesas.

La democracia no se limita al acto de voto, sino que se extiende a la responsabilidad de mantener a los representantes, aunque en la práctica se les mantiene con voto o sin voto, con resultados óptimos o sin ellos.

Estamos acostumbrados a que, en última instancia, el recuento de daños tras las elecciones sólo sea una llamarada de petate ya que nunca se les llama a rendir cuentas y, en caso de hacerlo, no hay autoridad que pueda hacer cumplir la ley cuando el servidor público, a todas luces, resulte culpable.

A medida que México avanza, siempre se nos dice que es esencial que tanto los ciudadanos como los líderes aprendan de estas experiencias para fortalecer la confianza en el sistema democrático y se nos conmina a trabajar juntos en la construcción de un futuro más prometedor, pero nadie escarmienta en cabeza ajena y los que probablemente lo puedan hacer, están condenados a repetir el mismo error y a fraguar una serie de complicidades que los harán más ricos y más impunes.

Me quedo en mi sueño guajiro en donde la decepción que sigue a una elección no debe ser, por ningún motivo, un obstáculo insuperable, sino una oportunidad para renovar el compromiso con los principios de justicia, equidad y progreso que son el corazón de la democracia, aunque ésta esté más ultrajada que la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos.

Hasta la próxima.

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