*Las dichosas campañas

Ahora las campañas se anticiparon a las precampañas, en un ejercicio “democrático” verdaderamente deleznable. Esa especie que dice llamarse “política” dio rienda suelta a sus muy bajos instintos y comenzó a hacer de las suyas en todo México, en pos de conseguir la silla presidencial e infinidad de puestos de elección (im)popular.

Con descaro total, calles, avenidas y bardas son tapizadas de propaganda política cuando todavía no es tiempo para ello. La rapiña con la que actúan los interesados al quitar la publicidad del contrincante y poner la propia, deja ver de qué están hechos los angelitos.

No les preocupa guardar las formas ni que el despilfarro de recursos de la nación se vea reflejado en pancartas, carteles e infinidad de recursos que sólo con dinero del erario pueden solventarse. No hay manera de controlarlos ni de hacerles entender a muchos ciudadanos que ellos dependen de nuestro voto y que sin él no podrían hacer lo que les venga en gana.

Es tan absurdo su actuar porque saben que ninguno de ellos se gana la simpatía del electorado con razones, optan mejor por el gusto y la fingida simpatía.

Alguien que se jacte de ser congruente con la democracia sabe muy bien que eso no debe hacerse, pero sin embargo lo hace, siguiendo el ejemplo del máximo jerarca mexicano que, pasándose por el arco del triunfo los tiempos electorales y las reglas del Instituto Nacional Electoral, insta a sus fieles colaboradores a hacer actos de campaña y todavía les pide que disfracen tales actos con el nombre de coordinador o coordinadora de los comités de defensa de la Cuarta transformación rumbo a las elecciones de 2024, lo que resulta vergonzoso, aunque dudo que conozcan la vergüenza y para ello los partido políticos, sea el del poder en turno o los de la oposición, siguen la misma línea y nadie les dice nada y los medios todavía les dan publicidad.

Al político que quiere ganar la candidatura para ser representante de su partido, coalición o como quiera usted llamarle, no le importa botar su reciente cargo, ese en el que hizo lo mismo que hace ahora, y saltar de un empleo a otro, para largarse e irse a competir creyendo que él o ella es lo que México necesita, porque se siente a sí mismo divino, sin tomarse la molestia de voltear hacia atrás y realizar un recuento de los daños y de los aciertos que tuvo durante su administración truncada por la voracidad del poder.

Se les hace tan fácil pedir licencia o renunciar a su puesto actual, aunque este esté para llorar o existan múltiples pendiente qué resolver. Nos venden la misma idea de siempre: todo lo hacen por el bien de la nación y por ese dechado de virtudes llamado ciudadano.

La avidez con la que se mueven para saltar más alto es contrariamente proporcional a su eficacia y productividad como servidores públicos. Desconocen, como bien lo señalaba Séneca, una ética basada en la conciencia de la finitud y el respeto al prójimo porque se sienten infinitos y “preferibles” por quién o quiénes los respaldan, dejando a un lado, nuevamente lo democrático e inmiscuyéndose, de facto, en esa simulación disfrazada de encuestas, cuestionarios, votos, debates y párele usted de contar.

¿Cómo confiar en alguien que sabiendo que hace algo no permitido, sonríe y tiene el cinismo de pregonar a los cuatro vientos que acabará con la corrupción y los corruptos? Solo una minoría se da cuenta de ello y se esfuerza por actuar sobre una masa colectiva extremadamente pasiva, que se muestra indiferente ante las acciones descaradas de la élite política y se sostiene en una participación ciudadana totalmente contemplativa que solo se mueve cuando se la está llevando la corriente, y a veces ni así.

La opción, campaña tras campaña, parece ser la misma: “no hay a cuál irle”, pese a que la millonaria inversión en propaganda nos persuade para votar por el más bonito, el más simpático, el que promete más o el que se ríe. ¿Y cuál es el que se ríe? ¡Todos, pero de esa gente que les cree!

El país, mientras tanto, se muestra tapizado de imágenes multicolor y textos mágicos cuyo fin es persuadirnos de que hagamos ganar, con nuestro voto, a el o la que aparece ahí, como auténtica venta de la política, como cualquier mercancía o como diría Nietzsche: “Tal vez no hay nada que distinga más a los hombres y a las épocas entre sí que su diferente grado de conocimiento de sus miserias”, miserias que seducen, que engañan y que nos hacen preguntarnos: ¿por cuál voy a votar?

Nos leemos la próxima semana.

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