*Adiós a un grande de grandes

IG @elagujeroazul

Nunca me gustó el fútbol. Siempre me pareció algo aburrido, de gentes que se emocionan por lo que hacen otros con los pies.

Hasta que una vez, a eso de mis 20 años, caminando de noche por el Centro de Buenos Aires, vi en una pantalla una hora de los mejores goles del Diego.

Quedé imantado. Aquello no era fútbol. Era una danza, un ballet, algo sobrenatural que desafiaba las leyes de la física. Lo que parecía imposible para cualquiera, para el Diego era respirar.

Entendí por qué en todas partes lo amaban. Comprendí que no era sólo un gran jugador de fútbol, ni siquiera jugaba al fútbol: hacía arte con los pies.

Desde entonces todo lo que la gente opinaba sobre su vida privada me era completamente indiferente. Hasta las críticas negativas demostraban lo grande que era. Ubicuo.

Una vez en Nápoles entré a una panadería a comprar prosciutto, y cuando supieron que era argentino, se emocionaron tanto -gritaron: "¡Maradona, Maradona!"-, que me regalaron Burrata di Puglia.

Uno de los manjares más exquisitos que probé. Se lo debo al Diego.

Su figura es tan omnímoda, que se apropió de los nombres Diego, Armando, del número 10, e inclusive de la mano de Dios.

Hay momentos en la vida que se vuelven eternos y que todos compartimos. Y el Diego hizo más de una proeza de esas que trascienden los siglos.

Millones de personas te lloramos, Diego, porque contigo se va un pedazo de mundo que ya no va a existir jamás.

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