Cuando se pensó que era prácticamente imposible trasladar el último fresco pintado por Diego Rivera en Estados Unidos, Unidad panamericana, del vestíbulo del City College de San Francisco al Museo de Arte Moderno de esa ciudad, expertos de la UNAM aportaron sus conocimientos y experiencia para desarmar, transportar y rearmar la obra.
En principio se develaría en 1940 en la Exposición Internacional del Golden Gate, pero no se concluyó a tiempo y terminó en el City College, donde pese a ser uno de los murales más delgados del mundo se le empotró en una pared de concreto de 1.30 metros de espesor, con la esperanza de que permaneciera ahí por siempre.
Por ello, cuando el Museo de Arte Moderno de esa ciudad (SFMoMA) lo pidió prestado “para develarlo al fin, 80 años después”, consideraron que retirar una obra de yeso fijada con pernos y luego transportarla a 13 millas (21 km) de ahí, era imposible, pero Alejandro Ramírez Reivich, del Centro de Diseño Mecánico e Innovación Tecnológica (CDMIT) de la Facultad de Ingeniería (FI) de la UNAM, de inmediato aseguró: “Sí se puede”.
Sobre este episodio, el académico bromea: “Eso sonaba a una empresa de locos, y yo soy ese profesor loco al que se le ocurrió decir que era factible. El problema era que la obra es tan delgada y frágil que removerla era casi como despegar cascarón de huevo de un enorme bloque de hormigón. Y la tarea implicaba mucho más: luego habríamos de moverla, cargarla, desplazarla, subirla a un camión y volverla a armar, y todo ello en medio de una pandemia”.
Al final, la operación fue exitosa y hoy el mural puede apreciarse de forma gratuita en el MoMA San Francisco —incluso sin entrar, pues fue montado en una galería con paredes de vidrio visibles para los peatones de la transitada Howard Street—, aunque lograrlo, recuerda María del Pilar Corona, docente de la FI, implicó trabajar tres años e incluso crear réplicas exactas (a escala 1:1) de los paneles de acero y yeso que conforman el fresco de Rivera.
“Enfrentamos muchos retos, tanto por el tamaño de la obra (22.5 metros de largo por 6.7 de alto) como por el peso (30 toneladas), pero sobre todo por la falta de datos; no había planos de la estructura ni de sus características. Eso nos obligó a empezar de cero, a ensayar estrategias en los laboratorios de la Facultad de Ingeniería y a basarnos en fotografías, videos, observaciones y en la imaginación de nuestros alumnos. Fue así como llenamos las lagunas”, enfatizó.
No es la primera vez que un mural de Rivera debe ser movido: el caso más recordado es el de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, el cual tuvo que retirarse a toda prisa, después de los sismos de septiembre de 1985, del Hotel del Prado a punto de colapsar. En aquella ocasión el tiempo invertido fue menor, apenas dos meses. Aquí, por la fragilidad de la pieza y porque no había riesgo de derrumbe inminente, la planificación demoró más.
De haber tachado fechas en el calendario se vería que los universitarios le dedicaron más de mil días (con sus respectivas noches) a la iniciativa, la cual inició en abril de 2018 y concluyó el 29 de junio pasado. Fueron tres años de sacrificar vacaciones y robarle horas a otros deberes, pero para Ramírez Reivich valió la pena: “Fuimos 60 los convocados y al final quedamos un puñado porque la labor no era fácil. ¿Me arrepiento? ¡No!, éste es el proyecto más bonito en el que he participado, y lo digo en cualquier sentido”.
El sueño de Diego
Nadie sabe más de Unidad panamericana que Will Maynez, físico mexicoamericano quien impartía clases en el City College; al ver este fresco en su lugar de trabajo se enamoró de él. Este amor a primera vista lo ha llevado a dedicar 25 años a estudiarlo, promoverlo y contribuir a su preservación.
En cuanto se planteó la posibilidad de trasladarlo al SFMoMa, fue el primero en sumarse al proyecto y durante este tiempo ha colaborado con el equipo del doctor Ramírez Reivich.
Laura Castañeda Dávila, diseñadora industrial del Centro de Ingeniería Avanzada de la UNAM y quien estuvo en la iniciativa a partir de su arranque, recuerda sus charlas con el doctor Maynez, en especial por la abundante información que aportaron sobre una obra pictórica de la que se sabe y ha escrito poco.
“A esta parte le llamábamos jugar al detective. Como no todo el equipo podía viajar a Estados Unidos recogíamos información de donde podíamos: videos, fotografías, relatos y mediciones que nos pasaban. Ante la imposibilidad de estar ahí, o de tener información bibliográfica o hemerográfica para saber del tema, a base de escuchar lo que nos decían el mural tomó forma ante nuestros ojos”.
Entre los historiadores del arte de San Francisco es lugar común decir: “¡eso Will lo sabe!” cuando alguien tiene alguna duda sobre el mural o su autor, pues pocos pueden hablar de Rivera con tanta autoridad como este físico de 74 años. Por ello, para Laura Castañeda hubo una charla con Maynez que le hizo comprender el verdadero sentido de lo que hacían, lo cual iba más allá de recopilar datos.
“Son de esas pláticas que te marcan y por eso la recuerdo así de bien. En esa ocasión sus palabras fueron: a Rivera le hubiera encantado ver a tantos jóvenes mexicanos, y en especial de una universidad pública, desarrollando tecnología puntera para concretar un proyecto tan ambicioso como mover este mural. No tengo ninguna duda, ustedes son justo lo que soñaba Diego”.
Y sin embargo…
Uno de los aspectos que más disfrutó el profesor Alejandro Ramírez de este proyecto fue la posibilidad de sentarse frente al mural e interpretar lo ahí pintado. “Al centro hay una Coatlicue, mitad piedra y mitad máquina. La pieza se llama Unión panamericana y nos habla de los puentes que nos ligan, de cómo el arte y la tecnología se vinculan y de la manera en que Estados Unidos necesita de sus vecinos del sur. Era como si la obra hablara de nosotros y lo que llevábamos a cabo”.
A decir del académico, la pintura de Rivera plantea que las fronteras deben franquearse para avanzar “y por ello quisimos formar un equipo capaz de traspasar barreras y disciplinas. Aquí hubo de todo: diseñadores industriales, economistas, contadores, estudiantes de mecatrónica, gente de los institutos de Investigaciones Estéticas y Antropológicas, empresas estadounidenses y académicos de las universidades de Stanford y Berkeley, aunque la UNAM siempre llevó la batuta en el tema de ingeniería. Fuimos 38 personas y cada una fue indispensable para lograr que esta enorme obra de 30 toneladas se moviera, sin recibir daño alguno, entre las calles sanfranciscanas”.
La ciudad de San Francisco está construida en una zona con crestas y valles, de ahí que sean famosos sus caminos sinuosos de pendientes pronunciadas, un obstáculo que los universitarios debieron vencer pues las instalaciones del City College se hallan en una colina, mientras que el SFMoMA se ubica a nivel del mar, a pocas cuadras de la bahía, lo cual implicó que el traslado de los paneles de acero y yeso constara de siete viajes en un camión que hizo, en tres horas, un trayecto que suele demorar 15 minutos en automóvil.
“Siempre quise montar una muestra de Diego Rivera”, dijo el director del SFMoMa, Michelle Barger, al recibir la obra, para luego adelantar que permanecerá en exhibición durante tres años y posteriormente regresar a su casa en el City College. Durante ese tiempo el equipo de la UNAM monitoreará el mural, ya que como reposará cerca de una avenida populosa (la Howard Street), los mexicanos analizarán si en el yeso se producen grietas por las vibraciones.
¿Pero qué pasará cuando el mural sea devuelto? A decir de Laura Castañeda es poco probable que a ellos les toque volver. “Lo importante es que estamos dejando un precedente. Cuando nosotros nos subimos a este barco no teníamos brújula y en estos tres años hemos desarrollado mucho conocimiento sobre cómo mover murales pesados y frágiles. Espero que las nuevas generaciones aprovechen lo que hicimos; ésta es nuestra forma de pasarles la estafeta”.