*Alcaldías: Laboratorios de Improvisación
Hablar de la Ciudad de México es imaginar un centro neurálgico lleno de historia, diversidad cultural y oportunidades. Sin embargo, detrás de todo ello está una urbe que avanza al ritmo de los intereses cortoplacistas, las prioridades mal definidas y una gestión que perpetúa problemas en lugar de resolverlos.
Las delegaciones, ahora llamadas alcaldías, como reflejo de esta desconexión, enfrentan retos que parecen imposibles de resolver pero que el alcalde en turno no se cansará de decir que tiene la solución en la palma de su mano.
Pero ¿realmente no se pueden resolver y solo nos tragamos las promesas no cumplidas durante las campañas electorales? Más allá de estadísticas y discursos, el problema medular está en la mentalidad detrás de las soluciones propuestas: una miopía institucionalizada que margina el pensamiento audaz y apuesta por el camino fácil.
Tal vez la inseguridad es la carta favorita de políticos y columnistas por igual. Se desgastan las páginas con cifras de robos, homicidios y extorsiones, mientras las autoridades aparentar desplegar estrategias “innovadoras” que no son más que refritos de modelos ya fracasados.
Se colocan cámaras, se aumenta la presencia policial y se crean campañas mediáticas sobre cómo denunciar un delito o supuestamente la manera de prevenirlo aunque en la práctica no sirven ninguna de las dos alternativas; pero lo que nunca se aborda con seriedad es el tejido social roto que alimenta la violencia.
¿Dónde están las políticas de prevención que prioricen la educación emocional en las escuelas o los programas que rescaten a los jóvenes de caer en las redes del crimen? Los operativos masivos y la militarización de ciertas zonas solo abordan el síntoma, pero jamás la enfermedad.
Lo irónico es que tales estrategias parecen diseñadas para que el problema persista con la finalidad de que el candidato tenga algo que prometer en las próximas elecciones.
Por otro lado está la Movilidad, que mediante el discurso oficial se quiere mostrar a la Ciudad de México (CDMX) como una capital moderna que avanza hacia la sustentabilidad. Se celebran iniciativas como la ampliación de ciclovías o el impulso al transporte eléctrico, pero al mismo tiempo se aprueban desarrollos inmobiliarios que desbordan la capacidad vial y generan más tránsito.
¿Cómo puede una alcaldía como Benito Juárez construir un discurso pro-movilidad cuando alienta edificios sin regulación que eliminan estacionamientos y colapsan las calles aledañas o sin ir más lejos, rara vez les dan mantenimiento a las pseudo ciclovías?
Los despistados que se autoproclaman como moralmente superiores están convencidos de que la movilidad se resuelve con ciclovías pintadas sobre el asfalto roto y con promesas de expansión del Metro que tardan décadas en concretarse.
Hace falta rediseñar la ciudad desde su núcleo, algo que implica tomar decisiones impopulares y para nada viables como el limitar el uso del automóvil privado, redistribuir espacios públicos y, sobre todo, apostar por un transporte público digno y eficiente, no como un lujo, sino como un derecho.
Otro problema latente y uno de los más importantes es el agua, que parece un recurso olvidado en alcaldías como Iztapalapa, pues su falta es un tema que lleva décadas de ser recurrente.
Los alcaldes y jefes de gobierno prometen soluciones mágicas, desde nuevas plantas potabilizadoras hasta redes de distribución que nunca se completan. Sin embargo, el problema no es solo técnico sino ético.
El agua En la CDMX es una muestra clara de las desigualdades que infinidad de personas ignoran hasta que deja de llegar a sus hogares. Mientras las zonas más ricas riegan jardines y llenan albercas sin restricciones, los habitantes de Tláhuac o Xochimilco dependen de pipas que llegan tarde, mal y caras.
Se necesita reestructurar de manera radical las políticas de distribución, pero también un cambio cultural que enseñe a valorar este recurso. ¿Por qué no se prohíben los desarrollos inmobiliarios que ignoran los límites de sustentabilidad hídrica?
Y el prietito en el arroz que jamás falta es la corrupción en las alcaldías. No importa el partido político que esté en el poder pues el sistema parece diseñado para garantizar que los vicios se perpetúen.
Desde la asignación de contratos hasta la construcción de obra pública, todo dentro de un esquema de favores y sobornos que convierte lo público en privado y millonario al alcalde y al jefe de gobierno.
Este problema, que parecería insuperable, es el resultado de un pacto tácito entre ciudadanos y políticos: los primeros fingen que no ven, y los segundos fingen que hacen algo. Romper este ciclo requiere de sanciones más severas y de una ciudadanía que exija cuentas con persistencia, no solo durante las campañas electorales.
El conflicto de fondo en la CDMX no es la falta de recursos ni la incapacidad técnica; es la falta de imaginación. Nos hemos acostumbrado a soluciones mediocres, a discursos reciclados y a políticas públicas que nacen con fecha de caducidad. Lo que la ciudad necesita no son megaproyectos, sino un rediseño profundo de sus prioridades: invertir en la cohesión social, proteger los recursos naturales y apostar por un modelo de desarrollo que no dependa del constante crecimiento a costa del bienestar colectivo.
El reto está en cambiar la narrativa. Dejar de hablar de la ciudad como una serie de problemas aislados y verla como un organismo vivo, donde cada decisión afecta al conjunto. Esto implica pensar más allá de lo inmediato, algo que parece un lujo en una política obsesionada con los ciclos electorales. ¿Podremos hacerlo? Tal vez, pero solo si empezamos por reconocer que no hemos estado mirando al lugar correcto.
Hasta la próxima.