*Invitación a la mentira
Abogar por la mentira es lo suyo, como si al no hacerlo se le fuera su sexenio y con ello la vida. Cualquiera que mienta y que tenga un poco de ética y de moral irremediablemente se sentiría con una cierta sensación de incomodidad, de malestar o de remordimiento de conciencia, síntomas que parece no tener el inquilino del Palacio Nacional porque se mueve como pez en el agua cuando miente o cuando hace hincapié en que él, sólo él, tiene otros datos, los que valen, los que resguardan y muestran la verdad absoluta.
Caería yo en un error si afirmara que nadie miente, sólo él, pero no es así; sin embargo, lo hace no solo de viva voz, sino también en su comportamiento porque la siente tal como la cuenta en todas las mañaneras en donde no hace más que refrendarla al evitar decir la verdad, que ve como mentira siempre y cuando no sea la suya, siguiendo tal vez ese adagio de que una mentira repetida infinidad de veces se convierte en verdad.
¡Claro que la convierte en verdad al involucrar en ella creatividad e imaginación que un cierto sector de la población acepta o finge creer! Cada quién puede creer lo que quiera, pero que alguien que supuestamente lleva las riendas de un país y que de él dependa el destino del mismo, mienta sistemáticamente, resulta irresponsable y temerario. Para no pecar de pesimista me engañaré pensando que seguramente miente como un instinto de autoprotección o para hacer alarde descarado de su sabiduría sobre su inseguridad, esa que se le nota a leguas cada vez que no tiene la respuesta correcta a las preguntas que se le formulan y no son a modo.
Supone, cree, intuye, piensa que nadie se da cuenta cuando busca su seguridad fortificándose y encerrándose en sí mismo porque a más inseguridad se exige más defensas, como la tan socorrida: “respeto tu opinión pero no la comparto”, es tal su aparente y descarado respeto que de ninguna manera comparte lo que no es afín o está de acuerdo con él, entonces el respeto pasa a un segundo término y para dar paso a la previsible descalificación o el echarle la culpa a la mentada mafia del poder disfrazada de conservadores y adversarios.
Su cerebro es lo bastante, eso sí, inteligente, para darse cuenta en el círculo vicioso en el que se ha metido. No puede hacer nada al respecto, solo emplear sus frases ya hechas que lo exhiben de cuerpo entero.
Basta con ver la mentalidad de la mayoría que lo acompaña en sus mañaneras, encausada hacia un cierto sentido de unidad y que le ayudan a crear esa realidad que se nos muestra y en donde sólo él tiene la razón, la última palabra.
Qué mejor manera de describir a un sabelotodo? Desafortunadamente parece que ese tipo de individuo prolifera por todo el mundo. En México mucha gente ya está cansada de él. Cualquier mentira es repudiable, menos la de él, que, por supuesto, siempre la da por verdadera apoyándose en “primero los pobres”, para que una mayoría adopte la pose de víctima y se sienta arropada por lo que diga su dedito.
Y si de ello quedara alguna duda o determinado despistado se sintiera confuso ante sus palabras, lo remata con “Mantenemos nuestra convicción de no mentir, no robar y no traicionar al pueblo de México”, lo cual es comprensible que lo mencione porque después de todo, la mentira es invención suya.
Ya lo decía el Marqués de Vauvenargues, escritor y principal moralista francés del siglo XVIII: “Nos persuadimos a veces con nuestras propias mentiras, para no ser desmentidos; y nos engañamos nosotros mismos por engañar a otros”.
Por ello, cada mañana, generalmente de lunes a viernes, las mentiras ya no se dicen deliberadamente, por el contrario, surgen de manera espontánea porque se ha limitado a ser consciente solamente de una ínfima porción de la realidad.
Seguramente pensarán que alucino, que estoy contra él, que perdí mis privilegios y se convencerán de que tienen la razón, basta con observar el cuerpo, pero sobre todo el rostro del susodicho, en el que en menor o mayor grado se produce un cambio emocional, para darme cuenta que esos no mienten.
Millones de mexicanos tenemos otros datos, insuficientes para echar por tierra los suyos, por eso casi podría meter las manos al fuego al asegurar, como lo hiciera alguien de quien no recuerdo su nombre, de que los que hacen alarde de no mentir, suelen hacerlo con frecuencia.
Hasta la próxima.