*Nos hemos hecho extremadamente pobres

No es que peque de pesimista y mucho menos que sea ave de mal agüero, pero sin darnos cuenta la mayoría de nosotros nos hemos hecho extremadamente pobres en todos los sentidos.

Se nos olvida, tal vez por estar inmersos en la tecnología, la responsabilidad de construir la propia vida que se va en un abrir y cerrar de ojos. Vida que sustentamos en una especie de fugacidad en la que domina la banalidad discursiva repetitiva, aparente, basada en una estricta y descarada superficialidad que impide toda construcción de sentido.

Me basta con intercambiar unas cuantas palabras con alguien para darme cuenta que en cada uno de nosotros se ve de todo, menos una consciencia crítica. ¿Por qué razón? Pudiera ser debido a la experiencia de soledad y a la falta de sentido que impregnan de forma aguda la consciencia desgarrada del individuo.

Nos interesamos menos por lo que sucede a nuestro alrededor, salvo cuando no nos queda más remedio que hacerle frente a lo que nos afecta, y ni así tomamos cartas en el asunto, nos tardamos en digerir que algo realmente nos perjudica, y contra toda voluntad tenemos que actuar, pero ese algo, salvo contadas excepciones, puede esperar.

La apatía es tal que no nos importa la pérdida del sentido histórico y optamos mejor por una cultura del olvido. El comienzo del siglo XXI puso en primer plano la fragmentación de nuestras vidas, como si todo lo vivido y aprendido en el siglo XX se hubiera desintegrado porque ya nadie quiere retomar la herencia de la humanidad y se le hace mejor refugiarse en lo inmediato al poner en su entendimiento una débil excusa o la evasión de responsabilidad.

Aunque lo neguemos nos han arrebatado el juicio. No puedo comprender por qué ocurrió, pero puesto que ocurrió, evidentemente tenía que ser. Inventamos con frecuencia hechos y acciones con el propósito de servir a las conveniencias propias de nuestra trama y olvidamos lo que deberíamos haber recordado.

Hacemos comentarios que rara vez basamos en la observación o el razonamiento, y procuramos, por cualquier medio, desembarazarnos de los sentimientos de culpabilidad que nos resultan insoportables, no teniendo más remedio que proyectarlos sobre los demás.

¿A dónde nos lleva lo anterior? A una situación y vacío de crisis social y existencial, algo paradójico en pleno apogeo de redes sociales y otros medios de comunicación en donde la realidad no es lo que es, pero una comprensión de lo que es, probablemente nos llevaría hacia la realidad. Imagino volver a los viejos buenos tiempos, ante la dureza del presente, para que nuestra vida no se quede colgada de un hilo indefinido y se pueda aferrar al sentido de la existencia. Basta con posar la mirada en cualquier lado para darnos cuenta que la herencia cultural es un caos, de la cual sólo quedan fragmentos que a casi nadie le interesa juntar.

¿No es cierto que la vida muestra su verdadero rostro al experimentarse como un azar al confrontarnos contra un presente sin relieve ni profundidad que se desintegra en nuestras manos al optar por la improvisación del día a día, buscándole un sentido que tal vez jamás lleguemos a encontrar?

Por otro lado, en tiempos electorales la política nos muestra su verdadero rostro: el político no duda en imponer su criterio, aun a expensas del bienestar de los gobernados; o la injusticia, si con ellos logra llevar a buen puerto sus fines perversos, siendo una mera simulación la regulación del ejercicio del poder.

La soberanía del pueblo, la voluntad general, el libre albedrío y el bien común son simultáneamente violentados por el mismo gobierno, que encuentra en sí mismo, su propia normatividad. Hay que reconocer que lo anterior no tendría razón de ser si la ciudadanía tuviera una participación efectiva en todos los ámbitos de una sociedad que se jacta de serlo.

Estamos repletos de individuos que se dejan llevar por las directrices o propuestas del gobernante en turno, sin razonarlas siquiera, solo las interiorizan a cambio de una dádiva que los deja igual o peor que como estaban.

La misión del gobernante es la de no sacarnos de nuestra ignorancia y de no convertir en materia pública lo que únicamente debe quedar en manos de los poderosos. Sin embargo, en su sed de poder y patrañas, no solamente incumple sus promesas como gobernante en turno, sino que se baja de su Olimpo para mostrarnos sus grandes opciones morales: no robar, no mentir, no enriquecerse, etcétera.

¿Qué gana con hacerlo? Magnificar su imagen pública que con sus actuaciones políticas y morales pretende transmitirnos a través de una fuerza persuasiva, haciendo a un lado su verdad o su coherencia moral porque la política no conoce ningún límite proveniente de las grandes convicciones morales, sólo hay que acomodarlas a cualquier situación determinada o, por su naturaleza inaplicable, suministrarlas a la ciudadanía como mera fe individual.

Es esa ciudadanía, inmersa en sus conflictos existenciales, que tiene su identidad perdida y ahora es la depositaria de las acciones inescrupulosas de los políticos.

Al individuo se le olvidó el uso crítico de la palabra y opta por la palabrería banal sin importarle lo que dice, cómo lo dice o sobre qué dice, sino estar en las redes sociales y obtener seguidores, al precio que sea, mediante acciones estúpidas enmarcadas en una serie de discusiones absurdas que no lo llevan a ningún lado, solo a mostrar el ser en que se ha convertido.

De ahí surge la pobreza a la que me referí al principio. Nos brota una mala conciencia que nos recuerda lo alejados que estamos de las convicciones que, en otros tiempos, hubiéramos dado hasta la vida para mantenerlas firmes.

Nos hemos convertido en una simple presencia subordinada cuya capacidad de raciocinio y formulación de propuestas están muertas.

Nos leemos la próxima semana.

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