*Regulación, innovación, competencia e inversión

No deja de sorprenderme cómo los debates generados por la disrupción en los modelos de negocios que trae la nueva economía se repiten en varias verticales, así como los tropiezos para abordarlas.

Las industrias se enfrentan a nuevos modelos de negocio de grandes dimensiones que rompen las reglas del juego de los negocios tradicionales, cuyos beneficios en términos económicos, de innovación y de satisfacción de necesidades hacen inviable una mirada rígida y obsoleta que mine su desarrollo. 

América y, especialmente en Colombia, con nuestra fuerte herencia de derecho continental, caemos en la trampa de querer solucionar todo con normas, alejándonos de las preguntas básicas de “Better Regulation”:

¿Se ha realizado un diagnóstico en forma suficientemente amplia del problema? ¿Contamos con una entidad o un conjunto de entidades coordinadas que tengan competencia o estén capacitadas para abordar dicho problema? ¿Es necesaria la intervención regulatoria? ¿Qué pasaría si no se interviene? ¿Tienen los agentes del mercado suficientes incentivos o capacidades para solucionar las falencias encontradas?

Si impongo una norma, ¿cuáles pueden ser los incentivos o comportamientos de los destinatarios o los efectos en los usuarios? ¿Dicha normativa permite que se distribuyan en forma equitativa los impactos entre los diferentes destinatarios? ¿Quiénes serán los impactados y en qué magnitud?

La regulación en sí misma se convierte en una barrera de entrada al mercado o incluso puede convertirse en una herramienta para frenar la competencia.

Jugadores de antaño que han asumido los costos para cumplirla buscan su imposición a los nuevos competidores que irrumpen el mercado con ofertas innovadoras.

Lo vimos con la prestación de servicios de Voz IP que enfrentó a la industria de telecomunicaciones en Colombia, con las discusiones sobre si los servicios IPTV requerían una concesión de TV de paga, o si los servicios de trunking podían interconectarse como un servicio móvil y alrededor de la prestación de “Over the top Services”.

La respuesta ganadora en gran medida, en este sector, cuando menos, ha sido eliminar lo más posible las barreras de entrada al mercado, no frenar la innovación y darle prioridad a la satisfacción de las necesidades de comunicación e información.

Esta visión prospectiva incluso vino impulsada por las negociaciones comerciales que realizó EE. UU. con diversas economías, que impiden que varios de estos servicios puedan ser vistos como los tradicionales salvo en materia de competencia y protección al consumidor.

Y a pesar de que esta industria ha tenido una mirada más prospectiva y hemos sido más cautos en no frenar la innovación, seguimos sufriendo normativa pesada en los servicios tradicionales que, aunque apunta a objetivos regulatorios legítimos, no siempre responde a las nuevas realidades, o ha sido resultado de una evaluación fragmentada que se queda corta o atrasada frente a las necesidades de negocio y de inversión.

Otras industrias también han sufrido con rigor el surgimiento de la economía colaborativa, como el sector transporte, hotelero y financiero. 

Dependiendo de la importancia de los derechos y poderes involucrados, algunas optan por una visión más conservadora como en el sector hotelero, que exige registros a quien renta sus inmuebles por aplicaciones como Airbnb. Otros exigen requisitos costosos para su prestación, como ocurre con las licencias para la prestación de servicios financieros electrónicos. Otras, cuya dinámica supera a los gobiernos, como la prestación de servicios de movilidad o de servicios de mensajería para la compra de bienes y productos gracias a las tecnologías y que, en forma errada, intentan propuestas de reglas legadas y obsoletas.

Cualquiera de estas respuestas conlleva riesgos y problemas que se pueden solucionar con esa visión integral y de regulación eficiente, induciendo la innovación regulatoria y el “laissez faire”.

Por ejemplo, la liberalidad total de los servicios prestados en línea por grandes plataformas tecnológicas priorizando el crecimiento del negocio, se ha enfrentado a cuestionamientos en materia de protección de datos personales o por la difusión en línea de contenidos violentos, nocivos para la salud o ilícitos, que no fueron ni siquiera imaginados por ningún “policy maker”, quienes no abordaron la tarea de analizar el impacto de la explosión de la economía de datos sobre los comportamientos y los derechos fundamentales.

La no intervención generó fallas inmensurables que aún siguen concentrando los esfuerzos de los gobiernos.

Lo que sí es cierto es que en la nueva economía digital los mejor posicionados para identificar y afrontar esos problemas son los propios jugadores.

Eso sí, el “laissez faire” impone la existencia de agentes empoderados, solucionando las fallas con respuestas innovadoras que hagan innecesarias intervenciones que no se compaginan con el modelo de negocio o que pongan en aprietos la satisfacción de las necesidades de los usuarios.

Desde el inicio de los debates respecto de la neutralidad de Internet, los ISP adujeron que una regulación estricta de Internet podría eventualmente dañar el retorno de las inversiones, debilitar los incentivos económicos para invertir y actualizar sus redes y servicios.

Varios países, en forma adecuada, optaron por un enfoque de liberalidad que permitió que los mercados se adaptaran, innovando con modelos de negocios que facilitaran a los ISP capturar valor de mercado en la nueva economía.

Las discusiones de “fareshare” que se dieron en el MCW 2023 ponen nuevamente la alerta de la crisis de desfinanciación de las redes, en parte impulsada por un freno de esos modelos de negocio que ha ocurrido en ciertas latitudes (por ej. vía limitación de zero rating), o la incapacidad de que se alcancen negociaciones comerciales justas entre los ISP y las Big Tech que permitan financiar las inversiones en redes que impone el crecimiento exponencial del tráfico de datos de la economía digital.

También a la insuficiente capacidad de los gobiernos u organismos de dejar atrás las regulaciones legadas que ya no responden o son insostenibles ante las nuevas dinámicas del negocio.

No existe entonces una fórmula mágica para afrontar estas irrupciones, pero sí me arriesgo a proponer una: tener como centro el bienestar del usuario.

Si el usuario está pidiendo acceso a más redes y contenidos, disponibilidad de más ofertas, bienes y atributos, es inviable pensar en alternativas de intervención que limiten la capacidad de los agentes de ofrecer esas redes, bienes y servicios, o que pongan un freno a los modelos de negocios que permitieron su florecimiento.

No puede el Estado convertirse en una herramienta para frenar la competencia e impedir que el usuario pueda satisfacer sus necesidades de comunicación, entretenimiento, alojamiento o transporte.

Si el mercado tradicional no puede responder a esta presión competitiva significa que debemos hacer un “borrón y cuenta nueva”, impulsando como Estado el surgimiento de nuevos modelos de negocio que permitan la generación de escalas y ahorros de costos a sus jugadores para que puedan competir en el nuevo entorno, lo que de paso va de la mano de impulsar políticas ambiciosas de simplificación regulatoria (red tape) para favorecer dichos modelos y aligerar las cargas en la prestación de bienes y servicios tradicionales.

Esto supone innovar para vencer el arraigo regulatorio y no pensar que, como siempre, ha existido una regulación, no puede desvirtuarse, simplificarse o mejorarse.

Otro paso esencial es analizar los agentes involucrados y si existe un justo balance de pesos y contrapesos, lo cual va de la mano de que existan herramientas eficientes para gestionar sus diferencias con objetivos prioritarios previamente definidos (nuevamente, el usuario y la innovación).

En la medida en que prevalezcan asimetrías, aquel que se sienta subvalorado buscará la forma para promover la imposición de cargas o costos al que se ha visto beneficiado por la no intervención, lo que generará diferentes respuestas.

Existen países que prefieren hacerse de la vista gorda, o conflictos que se lleven a instancias judiciales interminables o la puesta en marcha de la máquina regulatoria, con los costos de transacción, recursos y tiempo que todas estas respuestas suponen.

Esto, por ejemplo, pasa en el mercado de contenidos, en el que el raigambre legal de propiedad intelectual se ha quedado obsoleto y su aplicación haría inviable ofertas tan innovadoras y exitosas como las de Netflix o Spotify, por sólo mencionar algunas.

Y la puntada final: evitar análisis fragmentados. En América Latina aún adolecemos de “organismos o instancias multisectoriales técnicos” que permitan realizar un análisis amplio de los retos y falencias que impone la nueva economía para diseñar la intervención adecuada.

Diagnosticar y abordar el impacto que los “Over the top Services” o las economías colaborativas impone sobre ciertos agentes de la cadena de valor de la economía requiere de la existencia de instancias multisectoriales, que puedan disponer y hacer efectivas opciones que respondan a todos los objetivos públicos involucrados y que generen el balance óptimo entre sostenibilidad de los modelos de negocio, necesidades del usuario e innovación.