*Reforma Laboral: Voto Fácil, Cambio Difícil

En México, la reforma laboral que propone reducir la jornada semanal se muestra como un hito progresista. Se adorna con promesas de justicia social, salud mental, equilibrio entre la vida y el trabajo, y competitividad internacional. Pero tras ese barniz de buenas intenciones, está bien escondida una propuesta más simbólica que transformadora, más populista que pragmática, y sobre todo, totalmente desconectada de la realidad estructural del país.

La primera gran crítica a esta reforma es su falta de aplicabilidad real. México, aunque con aspiraciones de modernización, es una economía extremadamente informal. Más del 50% de la fuerza laboral está fuera del marco regulado. ¿Qué sentido tiene legislar sobre una jornada laboral en un país donde millones de personas trabajan sin contrato, sin prestaciones y sin seguridad social?

Pensar que una reforma como esta repercutirá en la mayoría de los trabajadores es ilusorio. Pareciera que es una medida totalmente cosmética para mejorar las estadísticas oficiales y los discursos de campaña, pero que de ninguna manera modifica las condiciones laborales de quien vende tacos en la calle, maneja un Uber sin prestaciones o trabaja en una maquiladora con contratos por honorarios disfrazados.

Otro aspecto que genera desconfianza es la falta de diálogo real con el sector empresarial, aunque se dan reuniones, parece más una simulación que un punto de encuentro. Aunque algunos actores del sector privado aceptaron la medida en principio, la realidad es que muchas pequeñas y medianas empresas (PyMEs), que representan el grueso del tejido económico nacional, no están preparadas para asumir el costo de pagar lo mismo por menos trabajo sin una estrategia fiscal o de productividad que lo compense.

En países como Francia o Alemania, donde existen jornadas laborales reducidas, también hay subsidios, infraestructura tecnológica, una política salarial sólida y un entorno laboral sindicalizado. México, como es de suponer, carece de estos elementos. Aplicar la medida sin esos apoyos no es avanzar hacia el mal llamado primer mundo: es tirar a las PyMEs al precipicio.

Uno de los principios centrales de esta reforma, por lógica, es que la reducción de horas no debe ir acompañada de una reducción salarial. En teoría, esto es deseable. En la práctica, es insostenible para miles de negocios que ya operan con márgenes mínimos. ¿Se trata entonces de obligar al sector privado a absorber el costo de una medida impuesta desde el escritorio del legislador? ¿Dónde queda el Estado en esta ecuación?

Hasta ahora, no hay una política pública clara que acompañe esta reforma con incentivos, créditos fiscales, capacitación tecnológica o inversión en infraestructura productiva. Sin estos pilares, la medida no es más que una camisa de fuerza impuesta a un modelo económico fracturado, hecho al aventón. Es como exigirle a un corredor que mejore su tiempo mientras se le amarran los pies.

Uno de los argumentos más recurrentes en defensa de las 40 horas es que una jornada reducida aumenta la productividad. Esto es cierto, pero solo en contextos donde existen condiciones materiales que lo permitan: automatización, gestión por resultados, incentivos laborales, capacitación constante.

En México, la productividad está estancada no por las horas trabajadas, sino por la ausencia de innovación, inversión en tecnología, capacitación laboral, apatía del trabajador y, sobre todo, una estructura económica desigual que concentra la riqueza y el poder en unos cuantos grupos privilegiados.

La reforma laboral no ataca ninguno de estos males de fondo. Quienes defienden esta medida lo hacen con el discurso de la dignificación del trabajo. Pero en la práctica, esta reforma podría agudizar las brechas sociales. Aquellos trabajadores que sí están formalizados —muchos de ellos en grandes empresas o instituciones— se beneficiarán. Mientras tanto, millones de trabajadores informales seguirán sin acceso a derechos laborales básicos.

Más grave aún: en algunos sectores como el comercio y los servicios, la reducción de horas podría derivar en una precarización aún mayor. Las empresas, ante la imposibilidad de pagar lo mismo por menos, podrían optar por contratos parciales, esquemas outsourcing disfrazados o simplemente reducir su planta laboral.

¿Esta reforma responde a una visión de futuro o a un oportunismo político en tiempos electorales? La iniciativa se presenta como progresista, pero en realidad es muy conservadora en su enfoque: ignora la necesidad de transformar el sistema laboral en su conjunto y opta por una solución simple y superficial, como es costumbre en los políticos mexicanos.

En vez de trabajar por una reforma fiscal que permita al Estado asumir un rol más activo en la protección del trabajador; en vez de impulsar una transición tecnológica que permita trabajar menos pero producir más; en vez de combatir de frente la informalidad... el gobierno prefiere legislar en lo cómodo y anunciar una victoria simbólica. Reducir la jornada laboral puede ser un paso en la dirección correcta, pero solo si se hace con responsabilidad, diálogo y planificación. Tal como está planteada hoy, la reforma no es una solución: es un espejismo.

En un país como México, donde predominan los salarios de hambre, el incremento al salario mínimo durante el gobierno de López Obrador representó, en términos nominales, un avance significativo: pasó de $88.36 en 2018 a más de $249 diarios en 2025. En el papel, esta política parecía corregir décadas de estancamiento salarial y benefició directamente a millones de trabajadores formales en los rangos más bajos.

Sin embargo, el impacto real ha sido desigual. En zonas fronterizas y sectores regulados hubo mejoras visibles en el poder adquisitivo, pero en buena parte del país, la inflación —especialmente en alimentos, transporte y vivienda— absorbió gran parte del aumento.

Además, la alta informalidad laboral dejó fuera de este beneficio a más de la mitad de la población trabajadora. En ese contexto, aunque el alza salarial no fue una cortina de humo, su efectividad se debilitó por la ausencia de políticas complementarias como la formalización del empleo, el fomento a la productividad y el control de precios. Así, más que una solución estructural a la precariedad, el aumento al salario mínimo terminó siendo un símbolo político.

En este mismo escenario de informalidad estructural y un Estado ausente en la protección del trabajo digno, la propuesta de reducir la jornada laboral a 40 horas, sin atacar los problemas de fondo, resulta tan superficial como querer curar una infección con maquillaje. La jornada de 40 horas podría ser una gran conquista, pero en México, hoy por hoy, no pasa de ser un sueño guajiro o una más de las tantas elucubraciones de la clase legislativa despistada.

¡Hasta la próxima!

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