*Pornografía de la violencia y necrosujeción en las fronteras
Las imágenes recientes del fotógrafo Paul Ratje, de la Agencia AFP, son más que conocidas: agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, montados a caballo, supuestamente con látigos o fustas, amedrentan a los miles de migrantes haitianos que intentan cruzar la frontera entre Acuña, Coahuila y Del Rio, Texas.
Para Jennifer Psaki, la vocera de la Casa Blanca, las imágenes fueron horribles, aunque aclaró que no tenía todo el contexto. Mientras que para el titular de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, cualquier maltrato o abuso contra los migrantes era inaceptable y prometió hacer una investigación, aunque advirtió a los haitianos: “Si vienen a Estados Unidos ilegalmente, serán devueltos. Su viaje no tendrá éxito”.
El acontecimiento captado por la lente de Ratje en la frontera México-Estados Unidos forma parte de una cadena de eventos. Apenas en agosto pasado, a 2452 kilómetros al sur de México, en la carretera Tapachula-Arriaga, algunos medios captaron a agentes del Instituto Nacional de Migración pateando a un migrante haitiano, así como a algunos centroamericanos.
Mientras que durante la última semana, a 1754 kilómetros al sur de Tapachula, en la frontera Panamá-Colombia por donde transitan a pie alrededor de 19 000 haitianos que intentan llegar a Estados Unidos, la noticia del hallazgo de diez cadáveres (entre ellos dos niños) fue difundida por la fiscalía regional de Darién.
Los eventos descritos constituyen la parte visible de una crisis humanitaria más amplia a nivel mundial, pero también el locus de lo que los analistas han llamado espectáculo de frontera (en tanto lenguajes de representación de la violencia y el dolor de quienes viven el desplazamiento forzado) en el marco del sistema capitalista neoliberal.
Simultáneamente, el trazo de los eventos en medios o hipermedios también remite a lo que el antropólogo Philippe Bourgois llamó pornografía de la violencia: omitir las causas estructurales de la desolación bajo los detalles del derramamiento de sangre, agresiones y heridas hacia los oprimidos por el sistema.
No es un secreto que Haití es un país del mar Caribe constantemente afectado tanto por desastres naturales como por violencia política, y que es uno de los más pobres del continente americano; lo que en parte explica la movilidad de miles de personas a países sudamericanos o a los Estados Unidos.
Tampoco se desconoce que su base étnica poblacional es de origen africano-sahariano, pero es quizás este último dato el que nos invita a pensar no solamente en las causas estructurales de los desplazamientos, sino también en una historia de colonizaciones e invasiones que se han vivido en las islas caribeñas.
A pesar del morbo mediático que suscitaron las imágenes de Paul Ratje, los internautas —entre los que incluso se encuentra la congresista Maxine Waters— hicieron una analogía entre el trato de los agentes de la Patrulla Fronteriza hacia los migrantes haitianos y la historia de esclavitud en la Unión Americana. No estaban errados. Hay un pasado de colonización española y posteriormente francesa en la isla pero, sobre todo, la historia de una población sometida a un sistema de esclavitud y al tráfico transnacional de personas.
Sin embargo, la analogía cobra más sentido al saber que Estados Unidos ha invadido y ocupado Haití en dos ocasiones: la primera entre 1915 y 1934, y la segunda en 1994.
Como afirma la politóloga Melody Fonseca,2 los contextos de ambas intervenciones fueron distintos: mientras que el presidente Woodrow Wilson tuvo como propósito “calmar la anárquica situación” —y de paso controlar aduanas, puertos y el paso del libre comercio en la región próxima al Canal de Panamá—, el presidente Bill Clinton quería desarmar a grupos populares “violentos” y empoderar a los militares pero, sobre todo, evitar “una oleada de balseros haitianos que pudiera despertar el rechazo racista en Estados Unidos y crear tensiones entre la opinión pública estadunidense”.
Sin duda la pornografía de la violencia sobre la movilidad haitiana eclipsa las causas estructurales e históricas. Lo hace al construir narrativas centradas en lo que se vive en fronteras internacionales, pero también en fronteras locales: a mediados de septiembre, la nota de una revista en Tamaulipas alertaba “por probables disturbios, bloqueos, saqueos a tiendas, de parte de 500 haitianos que a pie van por la carretera a San Fernando rumbo a la frontera con Estados Unidos”.
El trasfondo fue el paso de haitianos en autobuses, quienes fueron detenidos por agentes del Instituto Nacional de Migración en un puesto de revisión y obligados a desplazarse a pie. A final de cuentas, como señala Bourgois, la pornografía de la violencia emerge porque el contexto político en el que se trabaja también afecta su documentación empírica o teórica.
Más allá de lo anterior, la movilidad de haitianos, al igual que la de centroamericanos, se inscribe en una era antiinmigrante transnacional y de fronteras restrictivas. Es posible repensar este escenario en términos de la necrosujeción: un concepto propuesto por el antropólogo Gilberto Rosas, inspirado en las reflexiones del filósofo Achille Mbembe.
Para Rosas, la necrosujeción alude a la política del sacrificio humano que se vive en las fronteras cuando algunas personas o grupos son designados con la categoría racializada de ilegales: los bad hombres que Donald Trump señaló durante su campaña presidencial en 2015, así como la “gente incorrecta, que llega más allá de México, de todo el sur y de Latinoamérica […] y probablemente del Medio Oriente”.
Para este autor, además, la necrosujeción se encarna en los migrantes y solicitantes de asilo que transitan como muertos vivientes. No se trata de una política de la muerte en sí, pues aniquilarlos acabaría con el negocio de la xenofobia al que responde el sistema de la necrosujeción, sino de una política que los deja medio muertos esperando en las fronteras, o bien, deportados y con efectos psíquicos y somáticos que los vuelven altamente vulnerables.
El despliegue de cientos de patrullas de la policía de Texas, el de 600 agentes de seguridad nacional para detener a los miles de haitianos que querían cruzar a Del Rio, y los centros de detención a donde fueron enviados los detenidos son una muestra de dicho negocio, además de un dispositivo de violencia del Estado y del mercado.
El lado mexicano no es la excepción a dicha forma de necrosujeción: el operativo montado en Acuña, conformado por camionetas de la Policía Municipal, Policía Civil, agentes de la Fiscalía del estado, del Instituto Nacional de Migración y de la Guardia Nacional para controlar e intimidar a los migrantes haitianos es un ejemplo.
A ello se le suma la multiplicación de agentes migratorios en la frontera sur quienes, apoyados por la Guardia Nacional, han construido ciudades “cárcel o prisión” al hacer redadas, encapsular o contener a migrantes haitianos o de otras nacionalidades que intentan llegar a Estados Unidos.
Después de todo, como afirma la jurista Claire Rodier,4 la vigilancia en las fronteras para el control de los migrantes es una gran fuente de ganancias a pesar de expresar brutalidades e indiferencia ante el sufrimiento. Finalmente, Rosas plantea que la necrosujeción “está indisolublemente ligada al liberalismo racial”.
La negación masiva de solicitudes de asilo en Estados Unidos para los haitianos, su detención y deportación expedita en vuelos que parten de Laredo o San Antonio, Texas, a Puerto Príncipe u otras ciudades, expresan parte de dicha política de necrosujeción.
Lo mismo sucede con quienes han sido tratados como criminales y enviados al complejo sistema penitenciario, no sólo por traspasar una frontera de forma irregular, sino también por representar una supuesta amenaza contra la blancura, el poder del Estado y los intereses de una economía política que solamente otorga Estatus de Protección
Temporal a quienes comprueban que ya son muertos vivientes: aquellos que huyen de los desastres naturales o la violencia en Haití y pueden ser mano de obra legal, barata y temporal en Estados Unidos.
*Oscar Misael Hernández
Profesor-investigador del Departamento de Estudios Sociales de El Colegio de la Frontera Norte