Por Ana Esther Ceceña
ALAI AMLATINA, 08/01/2019.- El paso del milenio se ha significado por la paradójica generalización de estados de excepción permanentes, que tienden a establecerse como nuevos e indispensables instrumentos de la “gobernabilidad”.
Las institucionalidades del siglo XX han ido siendo socavadas, o violentamente agredidas como en el caso de Estados Unidos bajo el gobierno de Donald Trump, mientras se van normalizando nuevas reglas de disciplinamiento social cercanas al concepto de estado carcelario.
Los cimientos de la democracia liberal, si bien siempre frágiles y cuestionables, se desmoronan ante procesos de implantación impune de las relaciones de poder.
Los pactos sociales se restringen a un pequeño grupo constituido por las diferentes piezas que conforman la cúpula del poder, en los que participan empresarios, políticos, funcionarios públicos (incluyendo al poder militar) y capos del crimen organizado.
Ya no es necesario construir consensos para validar políticas públicas o dinámicas empresariales; los tribunales, la opinión pública, la prensa (independiente), las voces de intelectuales y académicos, de organizaciones sociales ya no son el espacio de validación de la política.
Son ignorados; son los estorbos de un mundo que se abre paso bajo condiciones que muchos siguen percibiendo como excepcionales pero que están configurando la institucionalidad del siglo XXI.
En pleno auge neoliberal, en los años noventa, el presidente de México Carlos Salinas puso en evidencia la nueva manera de entender los pactos sociales o el trato con sectores de la sociedad disidentes de las políticas oficiales: “ni los veo, ni los oigo”.
Esto, que en su momento generó indignación y escándalo, marcaba el establecimiento de la impunidad como regla de relacionamiento social y la ausencia de interlocución.
Las luchas sociales, desde ese momento, se han quedado instaladas en el vacío, sin interlocutor responsable. No hay cómo dialogar con el Estado, mucho menos con el capital transnacional y sus instancias de arbitraje que violan sistemáticamente las legalidades vigentes.
En América Latina se han vivido procesos de emergencia popular que contradicen en parte este fenómeno general, o que le implican mayores obstáculos para abrirse paso.
Tales los casos de desacato a los arbitrajes del CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones del Banco Mundial), del FMI (Fondo Monetario Internacional) y similares; la expulsión de la USAID (Agencia Internacional para el Desarrollo); la sanción o límites de acción a capitales extranjeros; o el intento por introducir un protocolo de reglamentación a las operaciones de las empresas transnacionales como el interpuesto por Ecuador en la ONU.
Esta pulseada, sin embargo, al cabo de una década y con métodos variados, múltiples y simultáneos, parece estar siendo superada por la dinámica general de consolidación de los nuevos modos de gobernar en el marco de impunidad y excepción permanente instaurado.
Una política multidimensional
En una estrategia de dominación de espectro completo, el uso de mecanismos de desarticulación, penetración, confusión, invalidación, represión, acoso externo e interno y hasta amenazas de ocupación directa se despliegan simultáneamente, aun si cada uno con su ritmo y sus particularidades, para asegurar en conjunto la recuperación del control en el caso específico.
Se trata de una estrategia general con adaptaciones situacionales que en una visión localista aparecen desagregadas. No obstante, una vez que se han repetido en varios países del Continente, es difícil no percibir las similitudes.
Como es una política multidimensional, de espectro completo, tiene un gran número de vertientes que podrían y deberían ser estudiadas. La intervención, que el Pentágono define como “interagencial”, es polisémica y generadora de narrativas que buscan a la vez justificarla y normalizar las modalidades de gobernanza que aseguran el ejercicio fluido de las relaciones de poder realmente existentes en el terreno global.
De todos estos mecanismos destacan tres, de cuya eficacia podemos encontrar fuertes indicios en Brasil, con impacto hacia el Continente en su conjunto: la potenciación de los instrumentos de segregación social como disciplinadores directos; el uso político del poder judicial, incluso en detrimento de la legalidad; la militarización de la función gubernamental, la vida cotidiana, los imaginarios y la política.
- Las tensiones del capitalismo contemporáneo, por la altísima concentración de la riqueza y la ampliación grosera de la precarización y la exclusión, generan conflictos entre las mal llamadas minorías.
Cuestiones como el género, el color de piel, la jerarquización de idiomas, el acento en el habla, los grados de escolaridad, el tipo de consumo, la localización territorial o barrial, las religiones y creencias, los fenotipos y todo lo que se vaya agregando como elemento de diferenciación, entra en escena de manera perversa con fines de confinamiento, castigo social, enfrentamientos entre grupos y/o justificación de prácticas polimilitares de control y represión.
Brasil ha sido paradigmático en cuanto a la militarización de las favelas y al uso de grupos de élite en las tareas de seguridad interna, en vez de encaminarlas por los cauces democráticos.
Particularmente después del impeachment a Dilma Roussef, es notorio el despliegue de estos cuerpos, junto con guardias blancas de finqueros y empresarios, así como el incremento de sus acciones de disciplinamiento social.
Cabe reiterar, siempre en contra de los sectores populares y empobrecidos.
- La novedad del uso de herramientas legales para ilegalizar la ilegalidad, aunque suene muy enredado, es una de las novedades introducidas en este periodo, a partir del golpe de estado disfrazado de defensa de la Constitución que se dio en Honduras en 2009.
El caso brasileño resultó realmente un emblema en este terreno y demostró una tremenda eficacia. No sólo se logra el impeachment contra Dilma Rousseff con argumentaciones sin sustento, sino que se aplica el poder y la fuerza sin mediaciones, con total impunidad, desconociendo el peso de las construcciones y procedimientos históricos de la democracia brasileña.
La democracia llega hasta donde los poderes reales no sean incomodados o impacientados. El gobierno del PT en realidad no fue tan incómodo para la oligarquía o los poderosos globales, pero, presumiblemente, su necesidad de tejer consensos en un momento de prepotencia estorbaba para avanzar en el reordenamiento social adecuado a los nuevos tiempos.
Lo interesante del caso es que no sólo se da un golpe de estado a través del denominado lawfare, sino que se da un golpe de estado hacia el futuro, en una especie de mercado de derivados políticos, al impedir, con los mismos métodos, que Lula pudiera contender para la Presidencia.
En la mayoría de los casos similares se trataba de golpes en el presente; en este caso son golpes con permanencia en un tiempo más largo; golpes que garantizan espacio suficiente para desmontar posibles reacciones o vueltas atrás. Son golpes de estado preventivos contra quien podría llegar a representar al Estado.
El intento de consulta hecha en Ecuador para invalidar la reelección de Rafael Correa está en el mismo terreno.
- Lo más grave en términos tanto estructurales como inmediatos es el giro militarista que, si bien es una impronta mundial, sistémica, en Brasil ha tomado bríos renovados. Está claro que la dictadura militar dejó instalado un fuerte aparato de poder con ramificaciones en todas las esferas y con una presencia cotidiana indudable. No obstante, su presencia discreta de los tiempos llamados de la “vuelta a la democracia” se fue transformando en una presencia cada vez más activa y evidente. Crecieron con la ocupación de Haití, en estrecha colaboración con las políticas hemisféricas del Pentágono; se fortalecieron internamente con la ocupación de las favelas y el pretendido combate al crimen organizado; y a pesar de su orgullo nacionalista, su convivencia y colaboración con las fuerzas armadas estadounidenses en cursos, entrenamientos, ejercicios, intercambio de tecnología y de experiencias contrainsurgentes en general lo han colocado en la situación de, entre otros, abrir paso al cerco y amenaza de intervención a Venezuela.
De modo por demás complaciente y colaborativo, desde finales de 2017 el territorio de la frontera norte brasileña se pone a disposición de hacer frente a la publicitada “crisis humanitaria” venezolana. En Tabatinga, en la frontera que une Brasil, Perú y Colombia, se instala una locación militar logística con capacidad de respuesta rápida, donde quedan depósitos de combustible y armas para el momento en que se presente la ocasión de usarlos. Se hicieron ejercicios de movilización de tropas por tierra desde Río de Janeiro, reconocimiento de terreno y capacitación para garantizar la preparación de efectivos y equipo para el momento en que se requiera la acción.
Ya en febrero de 2018 el Comando de Operaciones de la Amazonia fue puesto a cargo de la otra parte de la frontera norte brasileña, cercana a Guyana, en el estado de Roraima. Las sedes principales son las ciudades de Pacaraima y Boa Vista. 500 efectivos de tierra, mar y aire fueron trasladados al lugar en esas fechas para ocuparse, en principio, de la migración venezolana. Después de diseñar el plan llamado Operación Control, se crea la 1ª Brigada de Infantería de la Selva, posicionada en la línea de frontera, con 3,200 efectivos, y reforzada con efectivos de la policía militar, equipo de operaciones psicológicas, ingenieros y tropas de inteligencia.
Todos los preparativos necesarios para una operación de guerra.
Esta no es la única frontera brasileña donde los militares tienen planes de acción. La frontera con Paraguay está siendo permeada por finqueros, narcotraficantes y militares, eufemísticamente llamados brasiguayos, que cada día comen más terreno. Se prevé también una intensificación de actividades en la frontera con Bolivia, en la medida que en ese país parece estarse desarrollando un operativo desestabilizador como el aplicado inicialmente a Venezuela. De acuerdo con la estrecha colaboración entre las fuerzas armadas de Brasil y Estados Unidos, y leyendo la trayectoria que han seguido sus relaciones e intereses compartidos en tiempos recientes, cabe esperar una coparticipación en el ajuste de tuercas en el Continente. Brasil engrandeciendo su papel en la región sudamericana; Estados Unidos garantizando el control hemisférico; y ambos intentando desterrar cualquier tipo de disidencia o insubordinación frente a los dictados de los grandes poderes globales, regionales o locales.
Jair Bolsonaro toma posesión el 1º de enero de 2019 y sus declaraciones ofrecen reforzar la militarización, el uso faccioso de la justicia, los segregacionismos discriminatorios y punitivos y la persecución brutal de la disidencia. Su equipo de gobierno estará formado en buena medida por militares, herederos de los tiempos de dictadura.
Los oscuros nubarrones sobre el Continente se extienden, pero debajo de ellos sigue brotando la vida. Ni Bolsonaro, ni sus equivalentes –en casos casi ridículos–, podrán destruir la dignidad de los pueblos.
Ana Esther Ceceña, Observatorio Latinoamericano de Geopolítica.
Artículo publicado en la Revista de ALAI
América Latina en Movimiento, No. 538: Brasil: ¿e agora?