*Muy difícil de saber
Hay indicadores que nos ayudan a evaluar nuestro progreso personal ya sea en riqueza, en conocimientos, en poder político, en cantidad de amigos, en salud, en bienestar.
También los hay para medir el progreso colectivo como el producto interno bruto, la productividad por persona, el ingreso promedio por persona, la cantidad de personas que abandonan el nivel de pobreza, el nivel escolar promedio.
Últimamente han aparecido unos muy interesantes intentos para evaluar el bienestar, el índice de felicidad por país o recomendaciones de “el mejor sitio para vivir” que intentan incorporar elementos subjetivos al análisis objetivo.
Desde pequeño le escuché a mi padre que el ser humano era un ser gregario, un individuo que florece en comunidad y que aunque hay personas extraordinarias que producen avances notables, investigadores ingeniosos que desarrollan una técnica innovadora, poetas que escriben algo entrañable, científicos que resuelven laberintos, políticos que logran consensos, sus logros están destinados a mejorar la vida de la colectividad y dependen de muchos esfuerzos comunales para poder prosperar.
Cómo retribuimos al individuo por sus logros y qué es lo que valoramos como más valioso dice mucho de la civilización en la que estamos insertos.
¿Qué vale más? O sea, a quién debo de premiar con mayor intensidad, al científico que descubre una vacuna o a su empleador que financió por años su paciente labor de prueba y error hasta que dio con la solución, a la universidad en donde se educó, a sus maestros que le motivaron a estudiar, a su familia que le proporcionó el entorno emocional estable para que pudiese concentrarse en sus investigaciones, a sus vecinos que le protegieron de cualquier asalto, al técnico de vialidad que al tener funcionando los semáforos evitó que tuviese un fatal accidente que hubiese truncado la hazaña.
Al conglomerado farmacéutico que producirá y distribuirá la vacuna, a la enfermera que aplicara las dosis a los pacientes que así no enfermaran, al que fabricó las jeringas, al paciente granjero que cría los conejillos para el laboratorio, el sacrificado animal que servirá para las pruebas, a quien debo de premiar y en qué proporción.
La respuesta nos dirá que tipo de civilización tenemos.
Ciertamente que aquella comunidad en la que todos sienten que son razonablemente retribuidos será mucho más sólida, más resistente, más feliz, más estable, que aquella en la que sus miembros se sienten utilizados, no tomados en cuenta, dejados atrás. Será una comunidad más rica pues sus miembros alcanzarán altos niveles de productividad.
Probablemente esto explique la decadencia de muchas comunidades. Cuando se premia a los miembros de la cadena productiva en forma desproporcionada o utilizando parámetros erróneos, tendremos individuos que son retribuidos exageradamente, muy por encima de su aportación y que, ante el exceso de recursos disponibles, se descontrolen y se embarquen en el desenfreno del consumo superfluo.
Corren el riesgo de ser atrapados por la espiral interminable de la ambición y se dediquen a acaparar recursos rompiendo el delicado equilibrio de la cadena productiva.
El sistema de retribución es muy delicado. Cuando el individuo siente que no se le premia de manera razonable, deja de producir y puede dedicarse a sabotear los bienes comunales (votando por un demagogo) y cuando un individuo sabe que gracias a sus habilidades, no muy sustentables, ha acaparado mucho más de lo que “merecía”, pierde mesura y abona a su desequilibrio emocional.
Somos seres que vivimos en una comunidad, resuena en mi consciencia las palabras de mi padre. Es sumamente extraño que el ser humano se desarrolle en soledad.
Por eso no entiendo cuando alguien calla una injusticia, la que sea, cuando está en sus posibilidades hacer algo, por muy poco que sea. El que calla, otorga. Por eso mi padre me enseñó que había que levantar la voz e intentar plantear opciones de manera inteligente, que había que atravesarse, en la medida de la prudencia, ante un atropello, ante una descalificación injusta en contra de un ser humano en posición de vulnerabilidad.
Hacerse el tonto, es ir en contra de nuestra misma especie, es taladrar los cimientos de lo que nos ha permitido ser lo que somos. Cuando no hacemos lo que esté de nuestra parte para enmendar, aunque sea un poco el timón de nuestra enorme nave, ésta no resistirá ninguna tormenta y estará mucho más propensa a encallar a la primera dificultad.
Cuidarte a ti, pinta una raya para que el mal no llegue a mí. En mi generosidad está mi conveniencia.
Lo describe muy bien Malcom Gladwell en su libro “Outlayers” (“Fueras de serie”) Roseto es un pueblo en Pennsylvania en donde la gente muere de vieja. No hay cáncer, ni infartos, ni alcoholismo, ni drogadicción, ni asaltos. ¿Por qué? Lo único que hacen diferente es que todos cuidan de todos, todos se respetan y todos se aprecian, son amigos, viven en comunidad. Que fácil y que imposible.